martes, 21 de febrero de 2012

Siria al otro lado del espejo

Por Jonathan Littel

1. La zona intermedia.

“Desde el principio”, dice el hombre que nos va a ayudar a pasar la frontera, con su enorme barba surcada por una sonrisa maliciosa, “me llamaron Al Ghadab, La Cólera. ¡Y eso que estoy todo el tiempo riendo!”. Achaparrado, vestido con chándal negro, con dos móviles en la mano, La Cólera está en un apartamento glacial de Trípoli, al norte de Líbano. Le acompañan dos hombres libaneses que dan la impresión de ser contrabandistas. Pero él no es un profesional. “Cuando empezó este asunto”, nos contará más tarde, “yo estaba a punto de casarme. Tuve que elegir: la revolución o el matrimonio”. En julio, cuando se formaron las primeras unidades del Ejército Libre de Siria (ELS), empezó a ir y venir para ellos, transportando heridos, material médico, a periodistas como nosotros, cosas variadas. Su familia vive con desahogo: “No lo hago por dinero”, asegura.Siria: zona de conflicto. El País

Es por la mañana. La lluvia cae con fuerza. Uno de los dos libaneses, al volante de una furgoneta, nos lleva a los tres (La Cólera, el fotógrafo Mani y yo) por las carreteritas de Monte Líbano, para evitar los controles del Ejército libanés, hasta una gran llanura pedregosa. Delante de nosotros, Siria. Pasada una curva de la carretera, nos esperan tres jóvenes con motos. Tampoco ellos son profesionales, no son más que unos agricultores locales, con las manos rojas y encallecidas. Vamos por unos caminos llenos de barro, entre casas y campos de labranza, nos cruzamos con niños mocosos y mal vestidos, colmenas, algunos caballos, hasta llegar a una casa en la que unos campesinos sonrientes nos sirven café. Una comunicación por radio: el camino está despejado, volvemos a salir hacia otra casa del pueblo, más allá. En ese momento, llega al móvil un SMS del Ministerio de Turismo, en inglés: “Bienvenido a Siria”. Hemos pasado al otro lado del espejo.

A diferencia de los pueblos que están un poco más allá, esta aldea permanece tranquila: “Aquí no hay manifestaciones”, explica nuestro anfitrión. “No queremos atraer a los mujabarats y poner en peligro el tráfico”. Pero el ELS no está lejos. La Cólera vuelve con una camioneta descubierta, nos amontona en la parte delantera, y arrancamos. Campos, huertos, pequeñas carreteras llenas de baches; enseguida nos cruzamos con un oficial del ELS en un vehículo, después una barrera, sobre un puente, organizada por combatientes que controlan las idas y venidas de camionetas y camiones, contrabandistas llegados del Líbano con todas las cosas que les faltan a los habitantes locales. Sobre la barrera ondea una bandera negra, blanca y verde, con tres estrellas rojas: la bandera de la revolución siria.Jonathan Littell

El teléfono de La Cólera suena sin parar; el ELS tiene observadores en todas partes, para prevenir los posibles movimientos de tropas o la colocación de controles móviles, los más peligrosos. Al día siguiente, un amigo de La Cólera, desertor del Servicio de Seguridad del Estado, muere delante de una de esas barreras, no lejos de aquí, ametrallado cuando intentaba huir. La Cólera tiene escondida una granada junto al volante; si le atrapan, no será con vida.

En la carretera, visible a unos centenares de metros, se alza uno de los controles fijos que rodean la pequeña ciudad de al Qusayr; La Cólera tuerce hacia un camino de tierra y la rodea a través de los descampados en los que acampan las familias de beduinos. Llegamos a la ciudad, donde navegamos por callejones entre edificios de dos plantas de hormigón pulverizado, que tienen un aspecto gris bajo la lluvia. Dos semanas después, en Homs, un activista me dirá: “El ELS liberará Homs antes que Qusayr. El régimen no dejará jamás. Si pierden Qusayr, pierden toda la frontera”. Sin embargo, no parece que el Ejército sirio siga controlando la ciudad. Aparte de las barreras del perímetro y los carros de combate más o menos ocultos debido al acuerdo con la Liga Árabe, el Ejército oficial no conserva en realidad más que los edificios del Ayuntamiento y el hospital, en el centro.

Paso varias veces por delante del Ayuntamiento, un gran edificio de cuatro plantas, de estilo soviético, con las ventanas rotas y, en el tejado, los sacos de arena que servían para proteger los nidos de los francotiradores. Hasta hace poco, esos francotiradores disparaban constantemente sobre las calles, sobre todo de noche; pero, después de que el ELS atacara y consiguiera entrar en el edificio, se firmó un acuerdo con el comandante, y sus hombres están tranquilos. El ELS circula con libertad por la villa, a veces en camionetas armadas con una ametralladora pesada y con la enseña de la katiba al Farouk, la unidad encargada de la zona, ondeando sobre las puertas. Cada tarde, cuando los habitantes se reúnen en las calles para manifestarse contra el régimen, docenas de soldados del ELS, armados, se colocan en las intersecciones para protegerlos. “No solemos intervenir”, explica un oficial con el que hablo al día siguiente, rodeado de 15 de sus hombres, en una granja a las afueras de la ciudad. “Las barreras están en su sitio y no nos molestan. No atacamos más que cuando el Ejército regular intenta llevar a cabo una operación”.

El viaje de Qusayr a Homs, alrededor de 30 kilómetros, lo hacemos de la misma forma: pasando de casa en casa, de vehículo en vehículo, de mano en mano. Una amplia red de civiles ayuda al ELS y la revolución. En cada etapa, un coche o una moto sale por delante para comprobar si la carretera está despejada. Y, cuando nos movemos, siempre hay gente delante, alrededor, detrás; los teléfonos no dejan de sonar para transmitir las últimas informaciones. Es como si, frente a la malla policial y de seguridad del Partido Baaz y los mujabarats (una red que domina la vida del país desde hace decenios y en la que toda la población, de una u otra manera, vive atrapada), la sociedad hubiera establecido, en estos últimos meses, otra red casi tan eficaz como aquella, formada por activistas civiles, personalidades, figuras religiosas y, cada vez más, miembros de las fuerzas armadas, los desertores que componen el ELS. Esta contrarred resiste frente a la otra, la esquiva e incluso empieza a absorberla. Cuando se circula entre la frontera libanesa y Homs, se vuelve visible. Siempre había existido, sin duda, una resistencia pasiva a la malla tendida por el régimen, pero ahora esa segunda red se ha independizado por completo de la primera. Como si, desde la primavera pasada, la sociedad siria se hubiera desdoblado y existieran en el país dos sociedades paralelas, en un conflicto mortal.

También llama la atención la inteligencia política de los ciudadanos corrientes que participan en la revuelta. Abu Abdo, uno de nuestros conductores, nos pregunta: “¿Habéis visto por aquí a algún salafista, como denuncia Bachar?”. “Depende”, contesta Mani. “¿Qué entiendes por salafista?”. “Exacto. Esa palabra quiere decir dos cosas. Los musulmanes de Siria siguen la vía de la moderación y, para vivir bien, deben imitar el ejemplo de un ancestro piadoso. Ese es el sentido original de la palabra. El otro, el sentido actual de takfirista, yihadista, terrorista, es una invención de los estadounidenses y los israelíes. No tiene nada que ver con nosotros”. Más tarde, durante una larga pausa en una granja, se muestra muy crítico con los partidos de la oposición: “Hoy, al contrario que en Hama en 1982, el que se está rebelando es el pueblo. Los Hermanos Musulmanes, los comunistas, los salafistas y los demás movimientos políticos corren para alcanzarlo y subirse a sus hombros. Pero la calle siria rechaza la politización del movimiento. Acepta la ayuda que se le da, venga de donde venga, pero no puede ser una ayuda condicional. La calle no se ha rebelado para reivindicar una opción política concreta, sino como reacción contra la opresión y las humillaciones. El pueblo sirio ha vivido como en un gallinero: tienes derecho a comer, dormir, poner huevos, y nada más. No hay sitio para las ideas. Es la Corea del Norte de Oriente Próximo”.

La conversación continúa durante buena parte del trayecto. Rodeamos una gran planta química, de la que emana un olor inmundo; más allá se extiende el lago de Homs, una fina lengua azul; unas nubes cubren el horizonte, pero por encima brilla el sol, que ilumina el paisaje sucio, caótico, dominado por ese dinosaurio industrial con sus inmensos montones de polvo amarillo. Ante nosotros aparece ya la autopista elevada Damasco-Homs, llena de vehículos, como en época normal. Es el último obstáculo que debemos franquear, sorteando la estrecha vigilancia del Ejército regular. Pero también aquí el ELS tiene sus medios, que es preciso mantener en secreto. Detrás de la autopista nos aguarda otro coche, con dos jóvenes combatientes del ELS. Arrancamos a toda prisa. El tejido urbano se espesa, estamos en las afueras de la ciudad. Un poco más allá, en mitad de una amplia avenida, una barrera del ELS controla un cruce de calles. El barrio liberado de Bab Amro se encuentra al otro lado.

2. Con los desertores.

“Bab Amro es un Estado dentro del Estado”. B., el soldado que habla, es un hombre guapo, de rostro fino y expresivo y ojos brillantes, iluminados tanto por su fe como por el ayuno que respeta desde que se unió al Ejército Libre de Siria (ELS), en diciembre. No es un desertor, como la mayoría de sus camaradas, sino un civil de Alepo que, escandalizado por los crímenes del régimen, decidió empuñar las armas. Su frase, desde luego, es anterior al 4 de febrero, el día en el que el Ejército sirio (Jaysh-e-Assadi, lo llaman sus adversarios, el Ejército de los Asad) emprendió un bombardeo intensivo de la zona, que causó varios centenares de muertos. Hasta entonces, se consideraba que Bab Amro era un “barrio liberado”.

Es uno de esos barrios populares a un extremo de la ciudad en los que los burgueses, en época normal, no ponen los pies, un barrio de edificios de hormigón de cuatro o cinco plantas, a veces cubiertos con placas de piedra pulida pero, en la mayoría de los casos, sin acabar, apretados unos contra otros en calles estrechas en las que casi no hay sitio para que pasen dos coches, y habitados por trabajadores y mujeres con velo a las que apenas se ve. En las esquinas, vendedores ambulantes ofrecen cuencos de foul, que devoran con los dedos; los chicos llevan bufandas y gorros negros, blancos y verdes, tejidos por sus madres, o azules y naranjas; es decir, los colores de la revolución o los del Al Karama, el equipo de fútbol de Homs. Delante de la mezquita Gilani se amontonan los ataúdes vacíos, listos para ser usados; detrás, ya se han cavado dos tumbas en el terreno, por si acaso los disparos de los francotiradores impiden acceder al cementerio. Hace un frío de mil demonios, húmedo y penetrante, el cielo está gris, sumergido en una niebla sobre la que se recortan las fachadas de los edificios y los minaretes y a través de la que resuenan los disparos, las repentinas deflagraciones de los obuses y las llamadas a la oración.

El ELS controla el perímetro del barrio. Es un auténtico frente, una línea que atraviesa pisos patas arriba, con todos los impactos de balas explosivas y obuses, repletos de barro y escombros, bellos sofás volcados, televisores quemados, camas despedazadas. Al oeste, de cara a los huertos y el estadio, se encuentra Haqura, donde vivimos Mani y yo desde hace casi una semana con una unidad del ELS. Aparte de dos o tres cabezotas, los civiles han huido. Las callejas que desembocan en la tierra de nadie están protegidas por sacos de arena, unos obstáculos ridículos frente a los carros de combate. Se han abierto orificios en los muros de los apartamentos y los jardines para que los combatientes puedan desplazarse de un lugar a otro a cubierto. El puesto de mando de Hassan, el comandante de la unidad, da a una calle bastante ancha, y muchas veces los hombres toman el té en la acera, agrupados en torno a un brasero a pesar del peligro de los obuses y los morteros: “Inshalá”, se ríen.

Delante de la mezquita Gilani se amontonan los ataúdes vacíos, listos para ser usados
Una mañana, nos despiertan disparos más sostenidos que de costumbre. Unos soldados irrumpen en la vivienda, sacuden a los que duermen, sacan las metralletas, los cinturones de cartuchos y las granadas de la habitación que sirve de almacén de armas. Les seguimos corriendo hasta el puesto de mando y luego a una calle flanqueada por edificios, en la que nos subimos a un piso. En una habitación destrozada, un combatiente dispara ráfagas de metralleta a través del agujero hecho por un obús; otro, en el salón, dispara su rusi, el nombre local del Kaláshnikov; el olor de la cordita llena el apartamento. Nos explican que un francotirador ha empezado a disparar desde el gran edificio en construcción que está enfrente contra los civiles, y ha herido ya a cuatro personas. El ELS está respondiendo para tratar de eliminarlo. La situación se prolongará unas cuatro horas, durante las que iremos de un piso a otro para observar. Las posiciones del Ejército regular no están lejos, a unos 200 o 400 metros, y, si uno se arriesga a echar un vistazo, se ven con claridad los sacos de arena. Cuando estamos sobre el tejado, oímos las balas cuando pasan silbando o golpean contra los muros; de vez en cuando, sacude el aire la explosión de una granada lanzada desde un cohete. El ELS no pretende tomar las posiciones enemigas, solo obligar a los francotiradores a dejar de disparar contra los civiles.

Bab Amro no se aseguró a la primera. En noviembre, la última vez que pasó Mani por aquí, aún había un control de las fuerzas de seguridad en un cruce central, y sus francotiradores disparaban en todas las calles de alrededor, con lo que, de hecho, tenían cortado el barrio en franjas. “Conseguimos rodearlos”, nos explica un ayudante de Hassan, “y cortamos el suministro de víveres. Después, cuando llegaron los observadores de la Liga Árabe [a principios de enero], recurrimos a ellos para negociar su retirada sin derramamiento de sangre. Todavía existe otra barrera al final de la avenida, pero es mucho más vulnerable y ya no disparan contra la gente, por miedo a nuestra reacción”. Para los combatientes del Ejército Libre, lo esencial de su misión es proteger a la población civil. “En principio, el Ejército regular debería ser neutral”, recalca una tarde el teniente Abdel Razzak Atlas, uno de los jefes de la katiba Al Faruk, que presume de ser uno de los primeros sirios que desertaron, en junio de 2011. “Está aquí para proteger al pueblo y la nación. Pero hace todo lo contrario”. B., el voluntario de Alepo, que por las noches recita a sus camaradas magníficos poemas en árabe clásico, es más lírico que su jefe: “Nosotros luchamos por nuestra religión, por nuestras mujeres, por nuestra tierra y además para salvar el pellejo. Ellos solo luchan para salvar el pellejo”.

Nosotros luchamos por nuestra religión, por nuestras mujeres, por nuestra tierra y además para salvar el pellejo. Ellos solo luchan para salvar el pellejo”
Abdel Razzak Atlas, teniente del Ejército rebelde
Casi todos los miembros del ELS tuvieron que participar en operaciones de represión antes de desertar. Son muy pocos los que confiesan que mataron a alguien. “¿Yo? Yo disparaba al aire”, dicen casi todos. Pero su repugnancia por lo que se vieron obligados a hacer y su sentimiento de culpa son palpables. Se nota en la forma que tienen de insistir, cuando nos los presentan, en exhibir su tarjeta militar. El testimonio de un antiguo soldado al que conocemos unos días después en el centro de la ciudad es representativo de todos: “Nos llevaban a las calles para luchar contra bandas armadas. Yo nunca vi ninguna banda armada. Los oficiales nos decían: ‘Las municiones no valen nada, disparad a todo lo que podáis”.

Los desertores describen un Ejército regular en plena decadencia. En varias ocasiones, los oficiales del ELS con los que me encuentro reciben informaciones precisas y detalladas de otros oficiales que aún permanecen en activo, igual que reciben también, a cambio de dinero o por el bien de la causa, armas y municiones. El teniente Atlas me explica que, en mayo, intentó organizar con otros oficiales un motín en el que iban a participar dos brigadas y un batallón. “Estaba todo listo. Pero los demás no quisieron llegar hasta el final, por miedo a que la aviación nos aplastara”. De ahí la exigencia de una zona de exclusión aérea, que se repite en cada manifestación, una demanda que sorprende a Occidente porque, a diferencia de Gadafi, Bachar el Asad no ha desplegado aún sus aviones contra la población civil. “Si conseguimos que se establezca una zona de exclusión aérea”, insiste Atlas, “la mitad del Ejército se amotinará. El régimen estará acabado”.

“Es un Ejército de ladrones”, gruñe Abu Amar, suboficial. “Todos los que pueden pagar no van, solo se enganchan los pobres. Es un Ejército incompetente, que no funciona. No sirve más que para enriquecer a la comunidad alauí”. Esta secta disidente de los chiíes, que muchos musulmanes consideran herética, es la del clan El Asad y la mayoría de los dirigentes de las fuerzas de seguridad. En el ELS hay pocos alauíes, pero alguno hay. Me encuentro con uno, Fadel, en una barrera de control de Baba Amro: “Cuando vi que el Ejército mataba a civiles”, explica delante de sus camaradas, “me dije: ‘Yo no estoy con ellos, estoy con el pueblo’. No puedo decir: ‘Como soy alauí, debo estar con los alauíes’. No. Si ellos hacen cosas malas, yo intento hacer cosas buenas”. No obstante, la inmensa mayoría de los combatientes del Ejército Libre son suníes, y eso se ve en sus símbolos, los nombres de las katibas, como Khalid ibn Walid (el principal general del profeta) o Kawafil el Shuhada (las caravanas de los mártires). Muchos lo critican enérgicamente. “¿Por qué escogen nombres así?”, exclama M., un activista refugiado en Beirut que también es suní. “¡Es nuestra revolución, no la revolución del profeta! Tenemos nuestros propios mártires, podrían emplear sus nombres”.

Al final de esta sunización de la revolución está la tentación de la yihad. Ese es, sin duda, el mayor peligro que acecha al Ejército Libre, porque le haría el juego a Bachar el Asad. Pero ese argumento no desanima a los oficiales del ELS, al menos en Homs. Abdel Razzak Atlas nos lo dice de forma explícita: “Si esto sigue así, acabaremos convirtiéndonos en algo como Al Qaeda. Si el mundo nos abandona para apoyar a el Asad, nos veremos obligados a proclamar la yihad, para hacer venir a luchadores de todo el mundo musulmán e internacionalizar el conflicto”. Atlas insiste en que no es su opinión personal, sino que el comité militar de Homs ha debatido el tema y todos están de acuerdo. Otros oficiales me lo confirman. Hay que destacar que esta idea no es fruto de una radicalización religiosa, sino de un cálculo estratégico, aunque sea muy ingenuo. Para Atlas, una proclamación de yihad podría desembocar en un caos como el iraquí, quizás incluso en una guerra regional, y ese riesgo forzaría la mano de Occidente y le obligaría, por fin, a intervenir. Este joven oficial sirio conoce mal el mundo exterior, sus lógicas y sus limitaciones. Pero expresa el llamamiento de las masas rebeladas contra el régimen: “¡El pueblo quiere una intervención de la OTAN!”. Hace un mes no era así; la desesperación lo ha cambiado todo.

3. Una revolución civil.

Desde hace 11 meses, la vida cotidiana en Siria sigue el ritmo de las manifestaciones. La más importante es la del viernes. Sigue un ritual inamovible, como este 20 de enero en Baba Amro. En cuanto termina la oración de mediodía, los hombres, en la mezquita, lanzan el takbir: “Allah u akbar!” y salen por la puerta. Fuera, los activistas, rodeados de grupos de niños entusiastas, aguardan con banderas y banderolas. Se forma el cortejo, que empieza a desfilar por las calles y luego por una avenida mientras gritan eslóganes y agitan pancartas y fotos de mártires, al pie de edificios en los que, a veces, acechan francotiradores del régimen. En los cruces, vigilan soldados del Ejército Libre de Siria (ELS) armados. La marcha se une a otros grupos en una gran calle que atraviesa el barrio. Me subo a un tejado con unos activistas que están filmando la manifestación, para observar bien todo el espectáculo: hay al menos 2.000 personas, quizá incluso 3.000. “Si no disparasen contra los manifestantes”, me dice un anciano, “toda Homs estaría en la calle”. En el centro, varios centenares de jóvenes forman filas, agarrándose por los brazos, vuelven a lanzar el takbir y empiezan a saltar al ritmo de los tambores y los cantos revolucionarios que entonan los líderes, que están de pie sobre una escalera en el centro de un corro de gente que baila. A un lado, una masa de mujeres cubiertas con velo, un mar de pañuelos blancos, rosas o negros, con niños y globos en sus brazos, ulula su grito característico y se une, con los hombres, a los eslóganes de los dirigentes. Alrededor de ellos, los balcones están abarrotados. Hay un ambiente de inmenso alborozo, de alegría furiosa y desesperada.

Nada más acabar la manifestación, decenas de jóvenes me rodean y tratan desesperadamente de hablar con sus cuatro palabras de inglés. Todos me muestran sus cicatrices, las marcas de los porrazos, las quemaduras eléctricas, las huellas dejadas por las balas o los obuses. El hermano de uno murió por disparos de un francotirador cuando cruzaba la calle, la madre de otro, en un bombardeo; todo el mundo quiere contar todo sin esperar. Agitan sus teléfonos: “¡Chouf, chouf, mira!” Un cadáver cubierto de señales de torturas, otro con el cráneo hundido, otro en el que la cámara se detiene en cada herida, agujeros en la ingle, en la pierna, en el pecho, en la garganta. En todas partes me enseñan las mismas cosas. En un puesto de primeros auxilios en al Khaldiye, al norte de la ciudad, el smartphone de una joven enfermera aparece incluso antes que el té: en la pantalla, un hombre agoniza entre las manos de un médico que intenta entubarlo sin remedio, directamente sobre el suelo, al pie de este sofá en el que estoy sentado. Era taxista, recibió una bala en el rostro y quedó tumbado en medio de un inmenso charco de sangre, con el cerebro desparramado. “¿Ves esas manos?”, dice la enfermera. “Soy yo”. Pasa al siguiente vídeo, llega el té y lo bebo sin quitar los ojos de la pantalla. En Homs, cada teléfono es un museo de los horrores.

Esa misma tarde, todavía en al Khaldiye, otra manifestación. En un rincón de la plaza central domina una copia en madera, pintada en blanco y negro y cubierta de fotos de mártires, del célebre viejo reloj de Homs, que data de la época colonial francesa; este es ahora el “centro de la ciudad”. En este mismo lugar se producirá la matanza del 3 de febrero, al día siguiente de mi partida, alrededor de 150 muertos por el impacto de obuses. Una gran bandera deja clara la lealtad de los manifestantes al Consejo Nacional Sirio: “No a la oposición imaginaria, inventada por las pandillas de El Asad. El CNS nos une, las facciones nos dispersan”. Alrededor de nosotros, montañas de basura obstaculizan las calles; desde el inicio de la revuelta, el Ayuntamiento ha dejado de enviar basureros a los barrios de la oposición. Los cantos y los bailes, que adoptan la forma de zikr, las danzas místicas de los sufíes, enardecen a la multitud, y los dirigentes proponen nuevos eslóganes: “¡Idlib, estamos contigo! ¡Tbilisi, estamos contigo! ¡Rastán, estamos contigo hasta la muerte!”. El deseo de unidad de las comunidades frente al régimen se hace explícito: “¡No nos rebelamos contra los alauíes ni los cristianos! ¡El pueblo sirio es uno solo!” “Wahad, wahad, al-shaab al-suri wahad !”, grita la muchedumbre, “¡El pueblo sirio es uno solo!”. De pie, a hombros de un hombre, un niño pelirrojo de unos 10 años, llamado Mahmud, dirige al grupo que grita el hit culto del poeta asesinado Ibrahim Qashoush, “¡Vete, Bashar!”.

Lo que llama la atención, en estas exuberantes manifestaciones, es la extraordinaria energía que desprenden. No solo sirven de liberación y desahogo colectivo de toda la tensión acumulada día tras día; además renuevan la energía de los participantes, les dan una dosis diaria de vigor y coraje para seguir soportando los asesinatos, las heridas y los duelos. El grupo genera la energía y cada individuo la reabsorbe, como también la absorbe de la música y las danzas. No son meros desafíos, meras consignas, son también, como el zikr sufí, generadores y captadores de fuerza. La revolución siria, cosa rara, no se sostiene solo gracias a las armas del ELS, ni siquiera por el valor de los rebeldes, sino también por la alegría, el canto y el baile.

Las consignas, la opinión de los barrios sobre cuestiones candentes como la lealtad al CNS o la intervención militar extranjera, no surgen exclusivamente en las manifestaciones. La mezquita también desempeña un papel fundamental. En un barrio de la ciudad vieja, el viernes 27 de enero, el imán menciona a los parientes del profeta, en particular Abu Bakr, para hacer hincapié en la solidaridad entre los habitantes. Su sermón sube de volumen y adquiere unos tonos agudos cuando evoca a los muertos del barrio; “¡Dios es grande!”, puntúan a coro los fieles. “Toda esa sangre vertida”, grita el imán, “es nuestra sangre, todos esos asesinados son nuestros hijos. Sin embargo, decimos a nuestros opresores, a todos los que han caído en la desmesura: ¡Hagáis lo que hagáis, la victoria será nuestra!”. El ritual ratifica la unión de la comunidad. El clérigo centra la voluntad colectiva, expresada en conversaciones durante toda la semana; gracias a él, más que cualquier otro mecanismo en esta larga dictadura, es por lo que se puede hablar de una “opinión pública”. Dado que los mujabarats, los servicios de seguridad del régimen, hacen imposible cualquier visita a los barrios cristianos y alauíes, no voy a tener, por desgracia, ocasión de ver qué sucede en ellos.

La última capa de esta cebolla de la resistencia civil son los activistas. En al Bayada, un barrio muy pobre, limítrofe con al Khaldiye, un activista local, Abu Omar, nos muestra las calles, los impactos de los obuses, las avenidas llenas de francotiradores, la gente que tala los olivos para calentarse. Delante de una tienda que vende almendras, un grupo de niños nos rodea y un guapo chico de 17 años, vestido con chándal azul, apostrofa a Mani: “¡Han arrestado a mi padre, han arrestado a mi hermano, han golpeado a mi madre! ¡Han venido a detenerme y, si me encuentran, me matarán! ¡Todo, porque salgo y digo que no me gusta Bachar!”. Es quien dirige la manifestación local. Estira el cuello y se pellizca la glotis: “¡Mi única arma es mi voz!”. Se da la vuelta, levanta el brazo y se lanza a una exhibición espontánea de su arte, entonando un canto revolucionario. Otro joven le acompaña con un tambor que sujeta bajo la axila, los niños repiten los estribillos mientras dan palmas, su voz resulta clara y bella en la luz del atardecer. Pero es consciente del peligro. La víspera, hemos asistido a una manifestación en la ciudad vieja; hoy, el hombre que la encabezaba, Abu Annas, está a dos pasos de la muerte, gravemente herido en el pecho por un obús lanzado desde un blindado.

El joven que nos había llevado a esa manifestación, con el propósito, frustrado, de retransmitirla en directo para Al Yasira, se hace llamar Abu Bilal. Es un activista de la información, una de esas personas que se encargan de dar testimonio diario de la represión. Vivimos varios días con él y sus amigos, en una discreta casa de la ciudad vieja, a apenas unos cientos de metros de la ciudadela de Homs, desde donde las fuerzas del régimen ametrallan las calles sin cesar. Cada mañana, nos metemos en un coche con dos o tres miembros del equipo que, desafiando a los francotiradores, salen a filmar entierros, a los heridos y a los muertos. Omar Telaoui, de Bab Sbaa, es uno de los más conocidos. Aparece en sus vídeos con el rostro descubierto, una bufanda con los colores de la revolución alrededor del cuello, y con cada víctima pronuncia un breve discurso indignado en el que expone las circunstancias, el lugar y la fecha. Por la noche, de vuelta a casa, Omar, Abu Bilal y los demás se abalanzan sobre sus ordenadores portátiles. En la medida en que se lo permite una conexión de Internet vacilante, cuelgan sus vídeos en YouTube, difunden los enlaces a través de las redes sociales y conceden entrevistas a cadenas de televisión, casi todas árabes.

Los medios occidentales utilizan muy poco estas fuentes, a menudo porque consideran que, a falta de uno de sus propios reporteros sobre el terreno, la autenticidad de esos vídeos llenos de horrores “no puede verificarse”. Sin embargo, esas imágenes, a veces temblorosas, capturadas en el mismo lugar de las atrocidades que comete el régimen sirio, representan un trabajo de información de valor incalculable, por el que esos activistas arriesgan a diario la vida. Como me dice una noche Abu Slimane, un activista de Baba Amro: “Nuestros padres han vivido sometidos por el terror. Nosotros hemos derribado el muro del miedo. O vencemos, o morimos”.

4. La medicina, arma de guerra.

En la Siria en revuelta de Bachar el Asad, no solo está prohibido hablar, manifestarse y protestar; está prohibido también curar y buscar a alguien que cure. Desde el principio de la revuelta, el régimen libra una guerra sin cuartel contra cualquier persona o institución que pueda prestar atención médica a las víctimas de la represión. “Es muy peligroso ser médico o farmacéutico”, dice uno de estos últimos en Bab Amro. El personal sanitario está bajo arresto, como es el caso de un enfermero de al Qusayr, detenido al día siguiente de que nos mostrara su centro clandestino de primeros auxilios, con alfombras cubiertas de lonas de plástico para protegerlas de la sangre. O está muerto, como Abdur Rahim Amir, el único médico de ese mismo centro, abatido a sangre fría por miembros de la seguridad militar cuando intentaba auxiliar a civiles heridos en una ofensiva del Ejército regular en Rastán. O torturado. En Bab Amro, un enfermero del Hospital Nacional de Homs, encarcelado en septiembre, me describe con gestos los malos tratos a los que le sometieron: le dieron palizas a bastonazos, le vendaron los ojos, le azotaron, le electrocutaron, le colgaron de la pared sujeto solo por la muñeca y le dejaron así, apoyado sobre las puntas de los pies, durante cuatro o cinco horas, una práctica habitual que se llama ash-shabah. “Tuve un trato de favor”, subraya. “No me rompieron los huesos”.

Los dos hospitales de la ciudad, el civil (llamado “nacional”) y el militar, están bajo el mando absoluto de las fuerzas de seguridad, que han transformado sus sótanos y algunas de sus habitaciones en salas de torturas. Volveré sobre ello, con testimonios. Las clínicas privadas, únicos recursos para los heridos de la insurrección, están sometidas a ataques permanentes. En una de ellas, en el centro de la ciudad vieja, dos enfermeras me muestran los impactos de bala en las ventanas, las paredes y las camas, balas disparadas desde la Ciudadela, que está al lado. Por lo demás, la clínica está vacía. “Solo admitimos las urgencias, y no dejamos que nadie se quede más de unas horas. Las fuerzas de seguridad entran todo el tiempo y detienen a todos los que encuentran. Los médicos se han visto obligados a firmar una promesa de que no van a curar a más manifestantes”. Mientras hablan, suena una bala en la sala contigua. Todos se ríen. “Desde que el ELS está presente en el barrio”, continúa una de las dos, “podemos traer heridos”.

El Ejército rebelde también transporta a médicos para realizar operaciones siempre que es posible. Hace cinco días, la clínica recibió a un hombre con el estómago abierto. Un primer cirujano consiguió operarle de urgencia, pero hacía falta un especialista que completara la intervención, y el barrio estaba acordonado, así que era imposible traer a nadie ni llevar al paciente a otro hospital. “Al final, murió”, concluye la enfermera.

Abu Hamzeh, un cirujano de primera categoría, intenta curar a los heridos que llegan a diario a un puesto de primeros auxilios situado en su barrio. Está tan desesperado por la falta de medios -su centro no dispone ni de anestésicos, ni de sondas, ni de aparato de radiografía, no puede operar a nadie, solo poner vendas y hacer transfusiones- que quiere abandonar la medicina para empuñar las armas. “Aquí no sirvo para nada”, se queja amargamente delante de un hombre con el abdomen perforado por una bala de francotirador, “absolutamente para nada”. Al principio de las revueltas, Abu Hamzeh trabajaba en el hospital militar de Homs, donde fue testigo de las torturas infligidas a los manifestantes heridos, a veces incluso a manos de enfermeros o médicos, cuyos nombres anotó con sumo cuidado. Cuando el médico jefe del hospital, un alauí, trató de prohibir esas torturas, lo único que hicieron fue practicarlas con más discreción. «Un día, atendí a un hombre en urgencias. Al día siguiente, volví a verlo en radiología, con un traumatismo craneal que no había tenido la víspera. Descubrí que le habían golpeado durante la noche. Murió dos días después, pese a que sus heridas iniciales no eran mortales”.

Horrorizado, Abu Hamzeh consiguió un bolígrafo cámara en Beirut y filmó en secreto cuatro vídeos en una sala de cuidados postoperatorios, con la complicidad de una enfermera. Ahora me los enseña y los comenta. En las imágenes, a veces veladas, cuando la bata tapa el bolígrafo que lleva en el bolsillo de la chaqueta, se distingue a cinco pacientes, desnudos o casi desnudos bajo las sábanas, con los ojos vendados y un tobillo encadenado a la cama. La mano del médico descubre los cuerpos: sobre los torsos de dos de ellos, grandes marcas rojas, todavía frescas, de sendas palizas. Sobre un mueble, en exposición, los instrumentos de tortura: dos látigos flexibles, unas tiras de goma cortadas de ruedas y reforzadas con cinta adhesiva, y un cable eléctrico con una toma en un extremo y una pinza en el otro, para sujetarlo a los dedos, los pies o el pene. Uno de los heridos gime sin parar. “Le habían bloqueado los catéteres”, se indigna Abu Hamzeh. “Cuando entré, estaban suplicando que les dieran de beber. Abrí las sondas y cambié las bolsas de orina, que estaban llenas, pero dos pacientes acabaron en coma por las lesiones en los riñones. Cuando cambié las vendas, advertí que uno de ellos tenía gangrena; se lo indiqué al departamento ortopédico, pero no pude hacer el seguimiento. Tres días más tarde, me enteré de que le habían cortado la pierna por encima de la rodilla”.

Abu Hamzeh, que dimitió hace poco para unirse a la oposición, fue apartado a toda velocidad. Pero las prácticas que describe no han hecho más que intensificarse con el aumento de las protestas. En Bab Amro nos presentan a R., un herido, con una pierna amputada, dado de alta en el hospital militar hace una semana. A finales de diciembre, un obús cayó en su calle y mató a cinco vecinos y familiares suyos. En el vídeo que nos enseñan, se ve cómo se llevan a toda prisa a R., con la pierna medio arrancada atada con una bufanda, en un vehículo. El primer hospital privado al que le llevaron, desbordado aquel día, intentó trasladarlo a otro, junto con su sobrino de 28 años, cuyo brazo izquierdo colgaba de unos jirones de carne. Pero la ambulancia que los transportaba fue interceptada en un control de las fuerzas de seguridad, donde arrestaron a los dos heridos, los colocaron en un vehículo blindado y les enviaron al hospital militar. Allí, sin nadie que les atendiera, esposados a la cama y con los ojos vendados, los torturaron durante ocho horas. “Me golpeaban con bandejas de comida, en la cabeza y en el cuerpo. Ataron cuerdas a mi pierna herida y tiraban de ellas en todas direcciones. Me hicieron muchas otras cosas, pero no las recuerdo”.

Sobre un mueble, los instrumentos de tortura: dos látigos flexibles, unas tiras de goma cortadas de ruedas y reforzadas con cinta adhesiva, y un cable eléctrico
Los hombres que le torturaban ni siquiera pretendían obtener informaciones, sino que se limitaban a insultar a sus víctimas: “¡Así que quieres libertad, pues aquí está tu libertad!” Su sobrino murió de los golpes; a R., al final, lo trasladaron al ala quirúrgica para practicarle una intervención. Después le encarcelaron, sin cuidados postoperatorios: se le infectó la pierna y, seis días más tarde, se la amputó de oficio un médico militar. Me muestran una foto suya el día que salió en libertad: la piel amarilla, los rasgos cansados, cadavérico, pero con la dulce alegría de estar vivo. “Me mataron en ese lugar”, concluye, con los ojos brillantes. “Debía haber muerto allí”.

Estos no son casos aislados, iniciativas individuales movidas por el sadismo o el exceso de celo, actos descontrolados. Al contrario, son actuaciones previstas en un reglamento anterior a la revuelta actual, como explica Abu Salim, un médico militar que sirvió dos años en los muhabarats, los servicios de seguridad del Ejército, antes de pasarse al bando de la revolución para dirigir una clínica improvisada en un barrio de Homs. “¿Qué misión tiene un médico dentro de los muhabarats?”, pregunta con calma ante mi grabadora. “Se lo voy a explicar. En primer lugar, mantener con vida a las personas sometidas a torturas para poder interrogarlas el mayor tiempo posible. Segundo, en el caso de que la persona interrogada pierda el conocimiento, prestarle primeros auxilios para que el interrogatorio pueda continuar. Tercero, supervisar el uso de productos psicotrópicos durante el interrogatorio. Nosotros utilizábamos clorpromazina (un antisicótico que suele recetarse para tratar a los esquizofrénicos), valium y alcohol de 90 grados, del que, por ejemplo, se introduce un litro en la nariz o en inyección subcutánea. Cuarto, si la persona torturada sobrepasa su umbral de resistencia y se encuentra en peligro de muerte, el médico puede pedir su hospitalización. No es él quien toma la decisión; se limita a escribir un informe, y el responsable del interrogatorio decide aprobar o no el traslado. Antes de la revolución, se trasladaba a casi todo el mundo; ahora, solo a los presos importantes. A los demás, se les deja morir”.

5. Castigo colectivo

El cadáver, ya céreo, envuelto en su sudario, con una corona de flores de plástico en la cabeza, reposa en un rincón de la mezquita. Arrodillado junto al ataúd, un chico lloroso, su hermano, le acaricia el rostro con infinita ternura. El muerto tenía 13 años. La noche anterior, partía leña delante de la puerta de casa. Su padre, con los ojos hinchados, pero tieso y digno, rodeado de familiares, lo cuenta: “Debió de iluminarse con el móvil. Y el francotirador lo mató”. No fue un accidente, ni una casualidad. Su calle sufre los disparos constantes de ese francotirador que, emboscado en la escuela del barrio, se entrena con los gatos, a falta de otros blancos. “No nos atrevemos ni a sacar la basura”, añade un vecino. Otro hombre me enseña, en su teléfono, el cadáver de su hermano, abatido cuando protegía a su hijo de 11 años y me explica que tuvo que taladrar el muro entre su casa y la de sus vecinos para poder salir sin quedar expuesto.

Son Abu Bilal, Abu Adnan y Omar Telaoui, tres informadores militantes, quienes nos han traído esta mañana al funeral del pequeño. Es 26 de enero. Después del entierro, siete de nosotros nos metemos en su coche para dirigirnos a un barrio más al Este, Karam al Zeitoun. En las avenidas, en las shawari al maout, o “calles de la muerte”, como las denomina la gente, el conductor acelera a fondo para evitar los disparos. Justo delante están disparando. Giramos bruscamente en un callejón. Algunas personas corren, otras esperan al borde de la avenida, a resguardo. Vamos a parar a un centro de salud improvisado. El personal sanitario rodea a un joven con la base del cráneo atravesada por una bala. Se agita, vomita sangre, se recupera, vuelve a vomitar y el sanitario, que ni siquiera es médico, no puede hacer nada más que vendarle la cabeza y meterlo en un taxi para trasladarlo a una clínica. Un testigo refiere lo sucedido: la víctima, de 27 años según su documento de identidad, recibió una bala delante de la mezquita Said ibn Amer, muy cerca de aquí, mientras llevaba medicamentos a sus padres; una hora antes, habían matado a otro hombre que salía de esa misma mezquita, con una bala que le había atravesado el cuello.

El testigo no ha tenido tiempo ni de terminar su relato cuando traen a dos nuevos heridos, un hombre de edad madura alcanzado en la parte superior del pecho y una mujer cubierta por un velo que mueve sus ojos aterrados, con la mandíbula destrozada por una bala. Es el mismo francotirador que el del primer chico, que siempre apunta al cuello, pero esta mujer ha tenido suerte. El hombre jadea y agarra de forma convulsiva la mano de Mani; por fin le evacúan en una camioneta, con un amigo acostado a su lado para hacerle una transfusión. Los activistas ruedan su vídeo, Omar comenta la escena para la cámara, chapoteamos en la sangre, Abu Bilal se sujeta la cabeza, sus nervios no resisten más. Sin embargo, esto no es más que el principio. Mientras interrogamos a los testigos en el cubículo del sanitario, suenan nuevas bocinas, y volvemos corriendo. Es el caos. Los dos heridos que habían intentado llevar al hospital han regresado, muertos; el personal trabaja para salvar a otros tres, víctimas de un obús que ha estallado delante de otro centro de primeros auxilios. Sobre la mesa, un cuarto hombre que ha muerto ante mis ojos, con un breve estremecimiento, sin que me haya dado ni cuenta. Trato de preguntar a uno de los heridos pero, en ese momento, traen a un bebé, herido en la ingle.

En la calle, más arriba, hierve la muchedumbre. ¿Un ataque, un obús? Empiezan todos a correr y, cuando llego, encuentro a Mani arrinconado contra la pared por unos hombres desatados que le impiden hacer fotografías. “Es un shabiha”, logra decirme. “Están linchándolo”. Los shabihas son milicianos, en su mayoría alauíes, reclutados por el régimen desde el principio de los acontecimientos para hacer el trabajo sucio. En los límites de los barrios alauíes de Homs, disparan sin cesar desde sus barreras contra las calles suníes vecinas y causan víctimas diarias; los testigos hablan también de violaciones, torturas, otras atrocidades. Aunque los rebeldes reclutan a los soldados que capturan o los utilizan para hacer intercambios, y hacen lo mismo incluso con los mujabarats, a los shabihas que caen entre sus manos los ejecutan sin más. Un poco después, cuando conseguimos salir de este barrio, después de un paso interminable por la avenida de los francotiradores, veo por casualidad a ese mismo shabiha desnudo, cubierto de sangre, con las manos atadas y la cabeza aplastada, mientras lo pasean como un trofeo en una camioneta del ejército libre, entre los “¡Allah u akbar!” de la población.

Tres días más tarde, el domingo, se repiten las mismas escenas de matanzas en Bayarda, un bastión de la oposición al norte de la ciudad. En esta ocasión, ni siquiera tenemos que salir del edificio en el que nos alojamos: el puesto de socorro se encuentra en la planta baja. El primer herido llega justo antes de mediodía, con el abdomen perforado por una bala mientras intentaba proteger a sus hijos de los disparos de un francotirador escondido sobre el tejado de la oficina de correos del barrio; su hijo le sigue poco después, con dos dedos amputados. Nos dicen que ya han matado a otro hombre en el mismo sitio. Dos horas después, es un pequeño de 10 años, de cabello negro y tupido que acaricio. La bala que le ha atravesado el pecho le ha matado al instante. Su primo contempla el cuerpecillo y solloza: “Alabado sea Dios, alabado sea Dios”. Todavía hay otro más antes de que caiga la noche, un hombre alcanzado en los pulmones, que sobrevive a duras penas. Cerca de una gran avenida me muestran una larga pértiga metálica con un gancho soldado al extremo: sirve para recobrar a los heridos y a los muertos. Los francotiradores disparan sobre todo el mundo, mujeres, niños, personal médico, porque sí, absolutamente porque sí. Solo para castigar al pueblo rebelde de los barrios sublevados, culpable colectivo de negarse a doblar el espinazo y obedecer en silencio a su amo y señor.

Quería asistir al entierro del niño, que se llamaba Taha, pero no da tiempo a que lo hagan antes de irme; los mujabarats no están dispuestos a dejar salir el cuerpo del depósito mientras su padre no firme un certificado en el que diga que su hijo ha sido asesinado por “terroristas”, es decir, el ELS, por supuesto. Pero hay cosas aún peores. El día de las matanzas en Karam al Zeitoun, a primera hora de la tarde, los militantes se enteran de que una familia entera ha muerto asesinada en su casa, en el barrio de Nasihine. Al anochecer, Mani sale con unos soldados del ELS a fotografiar los cadáveres: 11 personas, de ellas cinco niños, tres de ellos, degollados. Era una familia suní que vivía al borde de un barrio alauí; los testimonios recogidos por Mani hablan de provocación sectaria. En ese mismo momento se ha producido también otra carnicería, el asesinato de una familia de seis personas, cuatro de ellas niños, a los que han disparado en la cabeza o en el ojo; pero va a ser imposible recuperar los cuerpos hasta el lunes siguiente por los violentos combates que se desarrollan en la ciudad vieja.

El ELS ha montado una operación de represalia la noche de la matanza de Nasihine. Pero tienen cuidado de no atacar más que objetivos militares: las barreras que han facilitado la huida de los asesinos y un edificio de las fuerzas de seguridad militar. Tanto los oficiales del ELS como los militantes se preocupan todo lo posible por evitar que la revolución adopte una deriva sectaria. “Somos conscientes de que el régimen juega la baza del enfrentamiento religioso”, me explica Muhannad al-Oumar, uno de los dirigentes del Consejo militar de Baba Amro. “Desde luego, si la lucha se prolonga, es probable que nos encaminemos hacia un conflicto sectario, porque la comunidad alauí apoya de forma inequívoca al régimen. Pese a ello, si el régimen cae, no habrá represalias. Se juzgará a quienes hayan matado, pero la comunidad alauí tendrá su participación, como todos los sirios. No podemos borrarlos. Forman parte de la sociedad siria, como nosotros”.

Nadie niega que ha habido civiles alauíes que han sufrido secuestros —a menudo, para utilizarlos como moneda de cambio— o han muerto asesinados. Los militantes con los que me he entrevistado rechazan la responsabilidad de lo que hacen los grupúsculos incontrolados, en especial las familias beduinas, una comunidad con una fuerte tradición de venganza de sangre; a pesar de todos los intentos de mediación, ni el ELS ni los activistas civiles consiguen impedir que los beduinos se venguen en alauíes inocentes, sobre todo cuando han matado o violado a sus mujeres e hijos. El régimen, por supuesto, se aprovecha de esos actos injustos para calificar a sus adversarios de terroristas. Sin embargo, me parece que existe una gran diferencia entre una política sistemática, la del régimen, que fomenta el enfrentamiento étnico y provoca matanzas religiosas, y la impotencia de unas autoridades embrionarias y presionadas, que no consiguen controlar a los elementos más extremistas de su bando.

En Bayarda, poco después de la muerte de Taha, conozco a un cineasta de Damasco. “Aquí existe un enfrentamiento religioso, es innegable”, reconoce. “En los dos bandos se habla de limpieza étnica. Pero es algo exclusivo de Homs, no lo hay en otros lugares. Yo soy laico. Debo estar aquí; si no, esto se convierte en una guerra sectaria. Si las cosas evolucionan en el buen sentido en otras partes, si prevalece una versión más positiva de la revolución, entonces se podrá contener Homs”. Una apuesta que no está todavía ganada, ni mucho menos. Desde que salí del país, el 2 de febrero, Homs ha sufrido bombardeos diarios masivos que ya han causado más de 718 muertes, según un recuento individual de la Oficina siria de Derechos Humanos. Las comunicaciones están cortadas casi por completo, se ha acabado el pan, los centros de salud están desbordados por la cantidad de heridos. Occidente y la Liga Árabe, impotentes frente al veto de rusos y chinos, hablan de cascos azules, de corredores humanitarios. Todo esto me trae malos recuerdos. Entre 1993 y 1995, cuando estaba en Bosnia, murieron más de 80.000 personas ante la mirada de los periodistas, los trabajadores humanitarios y el mundo entero, así como de los cascos azules, cuyas órdenes no les permitían disparar más que a los perros rabiosos. Si no tenemos nada mejor que proponer a los sirios, más vale que los abandonemos a su suerte. Por lo menos sería más honrado.

Novelista franco-estadounidense, autor de Las benévolas. El autor viajó al corazón del conflicto sirio. De esa experiencia resultaron una serie de cinco artículos publicados en coordinación con el diario francés Le Monde.

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