lunes, 26 de septiembre de 2011

China, India y Mao

Por Pankaj Mishra (*)

En el año 2008 me encontré en Beiying con el novelista chino Yu Hiua poco después de su vuelta de Nepal, donde los revolucionarios inspirados por Mao Zedong habían derribado a la monarquía.

Joven guardia rojo durante la Revolución Cultural, Yu Hua, como muchos chinos de su generación, tiene opiniones sumamente complicadas sobre Mao. Con todo, quedó asombrado, según me contó, al oír a los maoístas nepalíes cantar las canciones de su juventud maoísta, sentimientos que no esperaba volver a escuchar en su vida.

De hecho, el éxito de los maoístas nepalíes no es más que una señal del "regreso" de Mao. En el centro de la India, grupos armados que se denominan con orgullo maoístas controlan amplias franjas de territorio, y resisten ferozmente los intentos del gobierno indio de convertir los bosques de la región, ricos en recursos, en lugar seguro para las actividades mineras de las que, de acuerdo con un reciente informe de la revista Foreign Policy, dependen hoy "empresas globales de primer orden como Toyota y Coca-Cola".

Y como para no ser menos que los admiradores foráneos de Mao algunos chinos han comenzado a desplegar el recuerdo todavía profundamente ambiguo de Mao en China. Mandando frases de Mao en los mensajes de texto de los móviles, emitiendo canciones "rojas" en las emisoras de radio y televisión del Estado, y enviando a los estudiantes universitarios al campo.

Bo Xilai, el ambicioso jefe del Partido Comunista del municipio sudoccidental de Chongqing, está dirigiendo un inesperado renacer de Mao en China.

Fue el "regreso" de Marx, más que el de Mao, el que se anunció en círculos académicos y periodísticos tras la crisis financiera de 2008. Y es cierto que los teóricos marxistas, más que el mismo Marx, anticiparon los problemas de la excesiva acumulación de capital, y observaron cómo los inversores ansiosos y oportunistas provocan un desarrollo desigual en regiones y naciones, enriqueciendo a unos pocos y empobreciendo a muchos otros.

Pero el marxismo "sinoizado" y práctico, que cuenta con un manual para la rebelión armada, parece hablar más directamente a mucha gente de países pobres.

Resulta tentador denunciar a Mao como un monstruo y descalificar a los maoístas de hoy como gente no menos criminalmente ilusa que las guerrillas de Sendero Luminoso o los Jemeres Rojos. Desde luego, el grado de violencia que Mao infligió a China empequeñece otros crímenes y desastres cometidos en el curso de la construcción de la nación en los últimos dos siglos.

Pero la modernización económica y política de otros lugares también se cobró un terrible coste humano en pueblos supuestamente atrasados. Sólo en el último siglo murieron millones de personas a causa de conflictos políticos o hambrunas y fueron brutalmente despojadas y culturalmente desarraigadas en una vasta zona de territorio asiático, de Turquía e Irán a Indonesia y Taiwán. Toda nación-estado blanquea las abominaciones de sus fundadores.

Sin embargo, la influencia de los primeros constructores de las naciones postcoloniales parece hoy severamente restringida. Apenas si hay quien atienda a los Pancasila [1] de Sukarno como orientación política, o busque inspiración, como hicieron un día Nasser y Jinnah, en el nacionalismo republicano de Ataturk. De manera que las denuncias de Mao no llegan muy lejos a la hora de explicar su perdurable atractivo dentro y fuera de China.

Dicho esto, poco misterio parece haber en la invocación que hace hoy de Mao una nueva generación de dirigentes chinos, que recientemente se han remitido a Confucio como fuente de legitimidad ideológica. El recurso a Mao es un ejemplo del oportuno populismo al que acuden unas clases dominantes inseguras.

Como icono de la nueva China, Mao parece tan anodino como el jugador de baloncesto Yao Ming y el campeón de tenis Li Na, ganador del Open francés. Pero para mucha gente fuera de China hay otro Mao, mucho más peligroso, y no es el precipitado instigador del Gran Salto Adelante o el cínico perpetrador de la Revolución Cultural tampoco. Para ellos, tal como escribe Hu Yua en un libro de próxima aparición, "lo que Mao hizo en China no es tan importante, lo que importa es que sus ideas conservan su vitalidad y que, como semillas plantadas en un suelo acogedor, 'enraízan, florecen y dan fruto' ".

Mao estableció estas ideas portátiles bastante antes de su desastroso reinado como cuasi-emperador de China. Ciertamente, fue su diagnóstico, así como la cura propuesta por él para los males de la China prerrevolucionaria en breves tratados como el "Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Hunán" (1927), "Sobre la guerra de guerrillas" (1937) y "Sobre la guerra prolongada" (1938) los que le otorgaron una ventaja decisiva sobre sus numerosos rivales chinos.

Al inicio de su carrera identificó como enemigo el nexo entre las élites feudales del interior y los capitalistas de las ciudades costeras, movilizando luego con éxito a un ejército "del pueblo" a fin de destruirlo. La teoría y la praxis de Mao tuvieron siempre más probabilidades de ejercer mayor atractivo que el marxismo clásico, de orientación urbana, en muchos países agrarios, en los que élites minúsculas, a menudo con ayuda del exterior, dominaban a una población compuesta en buena medida de campesinos.

Hace casi medio, grupos nacionalistas de Vietnam y Cuba cayeron en la cuenta con éxito de la estrategia de Mao de rodear las ciudades desde el campo. Hoy son los globalizadores económicos, que rodean el campo desde las ciudades, los que proporcionan un suelo de nuevo receptivo a la teoría y praxis de Mao.

Lejos de haberse convertido en cosa irrelevante, se han transformado en algo otra vez atractivo para mucha gente que se siente activamente victimizada, más que "relegada", por un capitalismo expansionista.

Un caso pertinente es el de la insurgencia maoísta de los bosques del centro de la India, que se nutre de la despiadada decisión del gobierno indio de abrir las grandes reservas minerales de la región a corporaciones privadas y multinacionales. Los maoístas indios que articulan la retórica de Mao Zedong sobre "compradores" locales e imperialistas extranjeros pueden parecerles patéticos a quienes se imaginan que todo el mundo se adaptará en algún momento a la adoración de la democracia liberal y el Ipad .

Pero los maoístas, aunque a menudo corruptos y brutales, han encontrado una base popular entre los millones de personas de los pueblos indígenas (los llamados adivasi), [2] para quienes hasta la frágil seguridad de una economía de subsistencia ha quedado destruida por el nexo entre las corporaciones globales y sus ejecutores indios.

El escritor indio Shashank Kela apunta un dato crucial respecto al maoísmo indio y sus tropas adivasi: "Son sus circunstancias vitales, más que su ideología, las que empujan a sus seguidores a una batalla desesperada, en las últimas, contra el Estado, antes que aceptar el despojamiento".

Tal como escribe Kela, "la minería y la industria pesada desplazaron a esas comunidades, destruyeron su medio de vida, fueron incapaces de proporcionarles empleos y los disgregaron para que acabaran uniéndose a la creciente masa laboral de jornaleros emigrantes, un océano de seres humanos empobrecidos y agotados por el trabajo, reducidos a aceptar los empleos peor pagados en las ciudades y el campo .

Dista de estar claro cómo acabarán la insurgencia maoísta y los intentos de suprimirla por parte de los paramilitares indios, que se han cobrado más de diez mil vidas en la última década. Tras el derrocamiento del Estado monárquico, los maoístas nepalíes decidieron tomar parte en las elecciones. Es poco probable que los maoístas indios abandonen su resistencia armada en un próximo futuro.

Y el Estado indio se encuentra con que le resulta imposible suprimirlos manu militari. Que los beneficios de la globalización económica vayan a empezar a fluir súbitamente sobre sus mayores víctimas es todavía más inconcebible en los bosques del centro de la India que en las ciudades post-industriales de la Norteamérica del medio Oeste.

"No tienen la menor oportunidad", escribe Kela acerca de los adivasi maoístas, uno de los pueblos considerados superfluos por el capitalismo industrial, "de llegar jamás a convertirse en proletariado fabril". Se adivina un largo y sangriento punto muerto; y mientras que el maoísmo puede quedar reducido a un estado de casi total insignificancia como doctrina de Estado en China, parece seguro que muchos rincones del mundo pueden seguir siendo maoístas durante muy largo tiempo.

 


Notas del t.:

[1] Pancasila, literalmente cinco principios en sánscrito, es el nombre que reciben los fundamentos que constituyen la filosofía del estado indonesio desde su independencia como Estado moderno: monoteísmo, justicia humana, unidad nacional, democracia y bienestar social. [2] Adivasi es el término genérico (sánscrito, nepalí e hindi) usado para un conjunto heterogéneo de grupos étnicos y tribales que constituyen la población aborigen de la India y que comprenden una minoría indígena substancial del país. La palabra se utiliza en el mismo sentido en Nepal, lo mismo que el término yanayati (...) Las sociedades adivasi se encuentran sobre todo en los estados de Kerala, Orissa, Madhya Pradesh, Chattisgarh, Rajastán, Guyarat, Majarashtra, Andhra Pradesh, Bijar, Jharkhand, Bengala Occidental, Mizoran y otros estados del noreste, así como en las islas Andamán y Nicobar. Muchos pequeños grupos tribales son sumamente sensibles a la degradación ecológica causada por la modernización. Tanto las actividades forestales como la agricultura intensiva han resultado muy lesivas para los bosques que habían garantizado su secular práctica de tala y quema controladas. Estos pueblos están oficialmente reconocidos como "tribus programadas" en el Quinto Programa de la Constitución de la India, y a menudo figuran agrupados con las castas programadas en la categoría "Castas y tribus programadas" que pueden ser objeto de medidas de discriminación positiva. (De Wikipedia).


(*) Autor indio de ensayos literarios y políticos y del volumen Temptations of the West, publica este año The Awakening in Asia and the Remaking of the Modern World.
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Plutocracia: la cara oculta tras la filantropía

Por Sam Pizzigati (*)

No todos los plutócratas conspiran en la sombra como los furibundos derechistas hermanos Koch. Debemos aprender a reconocer los golpes de estado más sutiles de la plutocracia. ¿Cuál es el mejor manual? La lucha por el futuro de la educación.

La primera gran irrupción de la palabra plutocracia en nuestra conciencia política nacional fue en el siglo XIX y el concepto sigue evocando hoy, más de un siglo después, las mismas imágenes de entonces.

Cada vez que se menciona la palabra plutócrata nos imaginamos a un banquero de Wall Street con los bolsillos rebosantes de billetes o a un magnate ladrón, rezongando el maldito lo público (public be damned) mientras amaña elecciones con una mano y quiebra sindicatos con la otra.

Algunos de nuestros plutócratas actuales (los multimillonarios hermanos Koch, por ejemplo) encajan bastante bien en esta imagen. Plutócratas tales como los Koch se deslizan entre las sombras, financiando a los políticos más reaccionarios y repulsivos de nuestra sociedad, mientras despotrican de los sindicatos, los impuestos y las regulaciones gubernamentales.

Pero no todos los plutócratas actuales escupen azufres libertarios o incluso flirtean, como han hecho los Koch, evocando eslóganes de nuestro pasado segregacionista.

De hecho, la mayor parte de nuestros mega ricos se parece bien poco a los hermanos Koch. Estos plutócratas ilustrados parecen estar más obsesionados con la filantropía que con los beneficios. Más que entre las sombras se deslizan entre las salas de juntas de las fundaciones, prometiendo ayudas, yendo de un simposio de altos principios a otro o proponiendo iniciativas que seguro traerán eficiencia e innovación a los problemas más acuciantes de nuestra sociedad.

Puede que éste sea el rostro futuro de la plutocracia, su verdadera apariencia en el siglo XXI. Pero, ¿qué hará tal plutocracia por nosotros y a nosotros? La arriesgada lucha actual por la reforma de las escuelas públicas norteamericanas nos da una pista.

El tema más candente entre los directores de los fondos de inversión libre de Wall Street actualmente no es la reforma financiera, apuntó el principal columnista político del Globe and Mail de Toronto, Konrad Yakabuski, a principios de mes. Es la reforma educacional.

Los multimillonarios, por supuesto, tienen todo el derecho, como ciudadanos, a abogar por cualquier postura o visión política a nivel público que elijan. Pero en una Norteamérica de profundas desigualdades, dichos multimillonarios no solamente tienen derechos. Sus enormes fortunas les otorgan un enorme poder, más que suficiente para imponer y no sólo abogar por sus posturas.

Unos pocos miles de millones de dólares provenientes de fundaciones privadas, invertidos estratégicamente cada año durante una década, han bastado , observa el analista en educación Joanne Barkan, para perfilar el debate nacional sobre la educación.

Tres fundaciones multimillonarias marcan las pautas: una financiada con la fortuna de Microsoft, otra con la de Wal-Mart y la otra con la del imperio de seguros AIG. Las fundaciones Gates, Walton y Broad no están siempre de acuerdo tras cada vuelta de tuerca en la política educacional, pero las tres siguen el mismo guión básico.

Las escuelas públicas americanas están malogrando a los estudiantes pobres, propone el argumento de este guión, porque hay demasiados profesores incompetentes al cargo de nuestras aulas. Debemos someter a los alumnos a test para identificar (y substituir) a estos educadores incompetentes. Debemos contratar docentes cualificados, pagarles extra si hacen bien su trabajo y seguir sometiendo a los escolares a test normalizados para asegurarnos de que estos profesores siguen realizando un trabajo efectivo.

Los sindicatos de profesores, continúa el argumento, se opondrán a estas reformas. Pero un verdadero reformista puede vencer a los sindicatos cerrando escuelas fracasadas , por ejemplo, y reemplazándolas por escuelas concertadas de iniciativa privada, financiadas con fondos públicos. Estas escuelas concertadas seguro tendrán éxito puesto que no deberán preocuparse por procesos a seguir, antigüedades o finuras contractuales del sindicato de profesores.

Todo este enfoque sobre la reforma escolar depende fundamentalmente de dos supuestos raramente defendidos. El primero: que los estudiantes pobres aprenderían mucho más si tan sólo tuvieran profesores más competentes. El segundo: que de los resultados de los test normalizados a los que se someten los estudiantes se desprenden las pistas necesarias para identificar profesores más capaces.

Sin embargo, un gran número de investigadores en educación independientes han expuesto repetidamente la vacuidad de ambos supuestos. Un sondeo reciente revela que el consenso de los investigadores concluye que es probable que la docencia sea responsable de alrededor de un 15 por ciento de los resultados de los alumnos.

Los factores extraescolares (la dinámica de la pobreza que abarca desde la falta de vivienda y el hambre hasta la inestabilidad doméstica o de barrio) tienen un impacto hasta cuatro veces mayor.

Los test normalizados pueden también regularse, apuntan investigadores como Dan Koretz de Harvard, inculcando a los pupilos estrategias de resolución de test que contaminan la capacidad de los examinadores para averiguar lo que los estudiantes realmente saben .

En caso de que el método de inculcar estrategias falle, hay tanto en juego que los test fomentarán de forma sistémica trampas y estafas (pagos extra según los resultados, ascensos). En Atlanta, Baltimore y Washington D.C., tres ciudades en las que las fundaciones multimillonarias ejercen una gran influencia, ha salido a la luz un gran número de escándalos relacionados con los test.

Dichos escándalos no han frenado la ofensiva multimillonaria sobre la reforma educacional. Tampoco lo ha hecho la ausencia significativa de resultados positivos por parte de distritos como Nueva York o Chicago, en los que los reformistas multimillonarios imperan.

Muy al contrario, a pesar de los funestos antecedentes de los multimillonarios, su enfoque a la reforma educacional se ha convertido esencialmente en la política oficial del Departamento de Educación de los Estados Unidos, y los distintos estados, para obtener nuevos fondos de ayuda federal, tienen que reformular sus leyes y regulaciones siguiendo las pautas que han estado promoviendo los mega ricos.

¿Qué significará todo esto para las escuelas en el futuro? Incluso algunos analistas conservadores, como Frederich Hess, miembro del American Enterprise Institute, advierten que se avecina un descarrilamiento.

El analista progresista Joanne Barkan, por su parte, ha explicado qué puede ocurrir si tal descarrilamiento se produce: un alto grado de adecuación de la docencia a los test, profesores desmoralizados, una corrupción desenfrenada por parte de las compañías privadas de gestión, miles de escuelas concertadas fracasadas y más escolares pobres con una educación deficiente.

¿Por qué no puede haber más personas que prevean el descarrilamiento? Los multimillonarios y sus fundaciones han contaminado el proceso político. Han socavado, con su esplendidez, la independencia de instituciones que deberían estar protegiendo el interés público.

Las fundaciones multimillonarias, explica Barkan, despilfarran subvenciones para grupos de investigación y expertos que examinan los programas que financian. Reparten aún más millones para que los canales de televisión adecúen sus programas y los informativos sus reportajes.

Además, muchas de las grandes empresas poseen un sector financiero interesado en apoyar la visión multimillonaria sobre la reforma educacional. El sistema de test normalizados que demandan los multimillonarios se ha convertido en una mina de oro. Un gigante de la industria de la educación, Pearson, ha recaudado 500 millones de dólares de tan sólo un estado, Tejas, destinados al contrato con el que pretende crear y administrar cinco años que hagan merecer los test normalizados.

Sin embargo, sugiere Dana Goldstein de la revista Nation, puede que los multimillonarios tengan razones más profundas para imponer su visión sobre la educación, para insistir tanto en que poner profesores más cualificados en las aulas norteamericanas puede ser la solución para superar el problema de la pobreza.

Si los Estados Unidos pudieran de alguna forma garantizar a los pobres una oportunidad justa de alcanzar el sueño americano únicamente modificando las políticas educacionales, observa Goldstein, quizás entonces no tendríamos que sentirnos tan condenadamente mal por tanta desigualdad, por las tasas impositivas bajas y las lagunas legales que benefician a los super ricos y nos impiden ampliar el acceso al cuidado infantil y a los cupones de alimentos.

Los contribuyentes financian más del 99 por ciento del coste del sistema educativo K-12, añade Joanne Barkan. Las fundaciones privadas no deberían manipular las políticas públicas en su lugar. Eso no es democracia, es plutocracia.


(*) Periodista editor de Too Much, un semanario electrónico sobre abusos y desigualdades publicado por el Instituto de Estudios Políticos, con base en Washington
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jueves, 22 de septiembre de 2011

Semana política




22 de septiembre de 2011.


Hola, adjuntamos los sucesos más interesantes de la semana.



  1. La necesidad de una Reforma Fiscal.

  2. México según Peña Nieto.

  3. ¿Y los regios? Bien, gracias.


La necesidad de una Reforma Fiscal. Cada fin de año se negocia el Presupuesto que ejercerá la Federación en los próximos 12 meses. Un proceso complejo, lleno de mitos, que arranca poco después del desglose del Informe de Gobierno. ¿Porqué se lleva tiempo diciendo que es necesaria una Reforma Fiscal? Por varios motivos: la alta dependencia de los ingresos tributarios en los hidrocarburos, las altas tasas de informalidad y la alta carga fiscal a contribuyentes reflejan la necesidad de impulsar una Reforma Fiscal. ¿Porqué hace falta? Para brindar más recursos los Estados, más servicios de salud, más recursos a la educación. En definitiva, para crear más Estado en estos tiempos donde se dice que el neustro es un Estado Fallido. Aunado a ello, tomemos en cuenta que los niveles de recaudación son bajos en México, al ubicarse en 20% del Producto Interno Bruto (PIB), lo que nos sitúa en la última posición respecto de las economías de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). El petróleo representa más de un tercio de los ingresos presupuestarios, lo que muestra la necesidad de diversificar las fuentes de ingreso. Esto no sólo se debe al riesgo que significa que el 30% de los ingresos provengan de un producto tan volátil, sino también a la alta carga impuesta a PEMEX, la cual disminuye la productividad de la paraestatal, pues tan sólo en 2010 alcanzó la cifra de 103% respecto a las utilidades. Aunado a esto, la base de contribuyentes es muy limitada, lo que implica que los contribuyentes cautivos se enfrenten a una alta carga fiscal. Lo anterior trae como consecuencia que la carga impositiva a empresas represente un obstáculo para las inversiones. Dado esto, es importante destacar que nuestro país ocupa la posición número 104 en cuanto a la competitividad de tasas impositivas a las que se enfrentan las empresas (de acuerdo con cifras del Foro Económico Mundial). Por ende y ante el incremento de los precios del petróleo, debido al reacomodo del Mundo Árabe, es esencial vigilar el uso que se da a los excedentes petroleros, de manera que éstos puedan servir para financiar proyectos a largo plazo, tales como inversiones en infraestructura. Más aún cuando se espera que el precio de la mezcla mexicana de petróleo supere los 100 dólares por barril. Aunque la Reforma Fiscal que se está discutiendo en el Senado representa un esfuerzo interesante en cuanto a una Reforma Integral, es necesario contar con una propuesta de gasto eficiente y con impacto en el mediano y largo plazo. La Reforma Fiscal incrementa los incentivos a la formalidad, mediante una deducción del 3% del IVA, la reducción del ISR a 25% y la desaparición del IETU. Así mismo, busca potenciar la ampliación de la base de contribuyentes al implantar una tasa generalizada de IVA a excepción de una canasta de alimentos y medicinas, así como mediante la eliminación de tratamientos especiales. Si bien la justificación de un aumento en los recursos tributarios se basa en el argumento de que estos contribuyen al crecimiento económico, lo anterior requiere que el gasto federal se ejerza de manera oportuna y eficiente. Por ende, es fundamental el uso que se de a los recursos tributarios, de manera que pueda promoverse un círculo virtuoso. En esta línea, es indispensable la planeación sobre el uso del gasto no sólo a corto, sino también a mediano plazo. Es de notar, que de acuerdo a la OCDE, México se encuentra por debajo de la media de los países pertenecientes a dicha organización en cuanto a planeación del gasto del gobierno. Lo anterior muestra la necesidad de trabajar en una Reforma Hacendaria, que promueva el uso eficiente de recursos. En este sentido, se debe garantizar que el Estado brinde los servicios más básicos que fundamentan su existencia, como por ejemplo la seguridad. Toda iniciativa fiscal planteada representa tiene un esfuerzo notable en términos de recaudación. Sin embargo, el sentido común marca que además es necesaria una Reforma Hacendaria que asegure que el incremento en ingresos no sea utilizado únicamente con fines distintos a los intereses de la Nación, enterrando ese engendro llamado Ley de Coordinación Fiscal. Lo triste año con año es que el discurso sigue siendo el mismo y la ansiada Reforma que garantice los derechos básicos de todos los mexicanos, como el correo en El Coronel no tiene quien le escriba, nunca llega.


México según Peña Nieto. Se fue Peña Nieto del gobierno del Estado de México y lo primero que hizo luego de salir de la casa de Gobierno fue dirigirse a Televisa -la gran empresa en la que basó su estrategia de posicionamiento mientras fue gobernador- para decir que si buscará ser candidato a la Presidencia de México. ¿Cuál es la herencia que deja? ¿Su proyecto de gobierno en el Estado de México dice algo sobre cómo actuaría si fuera presidente? Primero hay que ver algunos datos duros. Según los resultados del último censo, el Estado de México es la entidad más poblada del país y la segunda que más aporta al Producto Interno Bruto (PIB) nacional, con 9.7%, de acuerdo con cifras del INEGI. Por estas razones, el Estado de México ejerce el mayor gasto de todas las entidades del país. Para 2011, su presupuesto es de poco más de 148,343 millones de pesos, cifra 1.8 veces superior a los recursos destinados a la Secretaría de Desarrollo Social federal. Sin embargo, hasta 2010 el 42.9% de los 15 millones 175,862 de mexiquenses, vivían en situación de pobreza, esto es 6 millones 533,700 personas, de acuerdo con cifras del Consejo Nacional de Evaluación de Política de Desarrollo Social (Coneval). De esa cifra, el 8.2% de la población mexiquense se encontraba en pobreza extrema en ese periodo: 1 millón 240,000 personas, según el Coneval. El PIB per cápita mexiquense al cierre de 2010 se ubicó en 81,162 pesos (6,424 dólares), según cifras de Banamex, mientras que el mismo indicador se ubicó en 116,959 pesos para el promedio de México. Un mexiquense es un 30% más pobre que un mexicano. En materia de competitividad, el Estado de México se ubica dentro de las cinco entidades menos competitivas, sólo por encima de Tabasco, Chiapas, Guerrero y Oaxaca, de acuerdo con el índice de Competitividad Estatal 2010 del Instituto Mexicano de la Competitividad (IMCO). Es la sexta entidad con menor inversión por trabajador, con 3,444 dólares por persona económicamente activa (PEA) pese al aumento en el rubro de 17.3% de 2006 a 2008, señalan cifras del IMCO. El estado es el segundo con mayor índice de corrupción, según Transparencia Mexicana, sólo superado por Puebla. Además, en el primer trimestre de 2011, la entidad se ubicó entre los 10 estados con mayor tasa de desempleo, con 6.2% de la PEA. El IMCO ubica al estado como la tercera entidad con menor mercado hipotecario y la tercera entidad con menor disponibilidad de capital, mayor costo en sus inmuebles y el tercer estado con menos líneas telefónicas fijas y penetración de telefonía móvil. En materia de Seguridad, el Estado de México, por cada 100,000 habitantes, registra 15,800 delitos, lo que lo convierte en el cuarto estado con mayor incidencia delictiva en el país, reveló la encuesta del Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad 2010 (ICESI). La entidad gobernada por Enrique Peña Nieto hasta hoy padece, además, un serio problema de crímenes contra mujeres: con 950 casos desde enero de 2005 hasta agosto de 2010, marcada por una vigencia del autoritarismo y misoginia, siendo la segunda entidad del país -después de Chihuahua- con mayores problemas de género. La entidad se coloca en el primer lugar en robo de vehículos, con 5,500 unidades al cierre de mayo pasado, según cifras de la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros (AMIS); la cifra representa el 21% a nivel nacional. Finalmente, el dato de la Secretaría de Educación Pública, que ubica al Estado de México como la entidad, por encima de Chiapas, Oaxaca o Guerrero, en la que más ha crecido el analfabetismo en los últimos ocho años, una cifra que alcanza al 15.6% de la población. Esta es la herencia de la que presumirá Peña Nieto el próximo 28 de noviembre, cuando inicie el registro de precandidatos en el PRI.


¿Y los regios? Bien, gracias. Fernando Larrazábal -alcalde de Monterrey- es uno de los principales actores políticos del PAN en Nuevo León. Y si bien su caso parecería sólo impactaría la dinámica local, su negativa a pedir licencia tiene varios efectos sobre la dinámica política-electoral del país: en primer lugar, genera un balance negativo para Acción Nacional, al evidenciar la falta de alineación interna y la diferencia entre los políticos parroquiales y el CEN del partido; en segundo lugar, establece un costo directo al pre-candidato Ernesto Cordero, al ser Larrazábal uno de sus principales operadores en el estado; en tercer lugar, distrae la atención del Gobernador Rodrigo Medina tras lo sucedido en el casino de Monterrey hace un par de semanas; por último, y más grave, eleva el nivel de hartazgo de la sociedad hacia la clase política. Ningún actor político está pensando ahora en la ciudadanía. Así, es necesario reconocer que el sistema político mexicano no tiene un vínculo localista electoral como el estadounidense donde el representante esté estrechamente vinculado a sus ciudadanos. Por el contrario, el éxito de personas como Larrazábal depende de su alineación al partido. Por ello, su campaña de autopromoción y decisión de no dirimir temporalmente de su puesto muestra un resquebrajamiento del panismo o un claro fracaso de oficio político del dirigente nacional del blanquiazul, Gustavo Madero. Sin mecanismos de acción y control en casos como éste, la pregunta de si en el PAN podrán solucionar con pulcritud el proceso para definir la candidatura Presidencial no parece trivial. El escándalo desatado por los videos, si bien se desconoce su fuente, benefician directamente al Gobernador Rodrigo Medina, al darle un momento de respiro. Más allá de intenciones, lo cierto es que este golpe a la figura del PAN afecta un estado cuya importancia electoral no es menor, con un alto porcentaje de la lista nominal electoral y una proporción importante de los empresarios en el norte del país. Al no tomar la licencia el PAN -más que Larrazábal- pierde la oportunidad de posicionarse como un partido que combate la corrupción desde dentro y limpia como punta de lanza los vestigios del viejo régimen.


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lunes, 19 de septiembre de 2011

Libro de la semana: A pesar de los dioses

  • A pesar de los dioses. El extraño ascenso de la India moderna. Edward Luce. Península. Barcelona, 2011. 448 páginas.

Dice el tópico periodístico que India es la democracia más poblada del mundo y, como todos los tópicos, éste también esconde una gran verdad. Con un sistema político heredado de los británicos, una clase media de 400 millones de personas, mayor que la población de Estados Unidos y diez veces España, una economía que crece a un ritmo del 8% anual y miembro del club nuclear, es quizá el país mejor preparado para situarse en el centro de gravedad del nuevo eje triangular del siglo XXI entre China y Estados Unidos. Pero, ¿cómo es, en realidad, esta nueva potencia donde convive la mayor riqueza (gran parte de los multimillonarios de los llamados países emergentes son indios) con la mayor pobreza (casi 300 millones de personas no tienen qué comer)? Más allá de los estereotipos difundidos en Occidente, nadie mejor que un inglés, Edward Luce, corresponsal del Financial Times durante cinco años y casado con una india, para responder a una pregunta clave en el futuro si se tiene en cuenta que, en 2032, India tendrá unos 1.600 millones de habitantes, superando al gigante asiático. En A pesar de los dioses, título inspirado en una frase del primer ministro tras la independencia, Jawaharlal Nehru, que escribió que "la religión ha sofocado y casi aniquilado nuestra originalidad de espíritu", Luce muestra cómo el capital intelectual y tecnológico y una pujante clase empresarial (una de cada cuatro empresas que se crean en Silicon Valley es propiedad de indios no residentes en Estados Unidos) han sabido imponerse al peso de los dioses, a "una sociedad extremadamente religiosa, espiritual y, a veces, supersticiosa" que desdeña el poder del dinero. El relato económico, pero también político y humano, lleno de anécdotas deliciosas, humor y respeto, no oculta las sombras del milagro indio: pobreza rampante, corrupción, fanatismo nacionalista hindú, contaminación y exceso de triunfalismo. Pero, pese a las desigualdades, y a la amenaza de Cachemira que exacerba la tensión con el vecino Pakistán, el autor concluye que el "extraño" auge de India ("una tortuga que acabará ganando a la liebre china") consiste en la combinación de la democracia liberal, con todas las peculiaridades del sistema de castas y la existencia de dinastías políticas hereditarias, con esa profunda espiritualidad que, habiendo sido su mayor hándicap, convierte al país en un caso insólito. "Alguien una vez me dijo: recuerda, la India siempre gana", escribe. Para Luce, que hace una extensa relación de problemas a resolver en el último capítulo en la mejor tradición de los funcionarios coloniales, un regalo de los dioses en estos tiempos que corren.
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Bin Laden lo logró

Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, la decadencia de Estados Unidos obedeció a la costosa "guerra contra el terrorismo". La red extremista Al Qaeda parece haber acelerado el declive de Estados Unidos, si es que no logró su decadencia total, coinciden especialistas en política exterior, pese a la muerte de su líder Osama bin Laden, anunciada por la Casa Blanca el 1 de mayo.

En vísperas del décimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, de Nueva York, y el Pentágono, en Washington, muchos analistas entienden que el gobierno de George W. Bush (2001-2009) reaccionó "de forma exagerada", comportamiento que se mantiene hasta ahora.

La reacción estuvo encabezada principalmente por neoconservadores y otros halcones, ala más belicista del ahora opositor Partido Republicano, quienes manejaron la política exterior del gobierno de Bush, incluso antes de los atentados de 2001.

Los halcones promovieron una política radical para consolidar el dominio de Washington en Medio Oriente mediante la estrategia de "shock and awe" (impacto y estupor) a fin de que cualquiera interesado en ser potencia global o regional se plegara a un mundo "unipolar".

"Shock and awe" se refiere a una doctrina militar que apunta a aplastar al enemigo mediante una gran potencia armada que lo aniquile.

Encabezados por el entonces vicepresidente Dick Cheney, el jefe del Pentágono (secretario de Defensa), Donald Rumsfeld, y sus asesores más radicales, los halcones estuvieron cuatro años, antes de los atentados, preparando el Project for the New American Century (PNAC, proyecto para el nuevo siglo estadounidense).

La organización contó con la participación de ideólogos neoconservadores como William Kristol y Robert Kagan, quienes reclamaron que Estados Unidos mantuviera su "hegemonía pos Guerra Fría el mayor tiempo posible".

En distintos artículos posteriores urgieron aumentar el gasto militar, tomar acciones bélicas preventivas y, si fuera necesario unilaterales, contra las posibles amenazas, así como promover un cambio de régimen en los llamados países díscolos, empezando por Iraq, entonces bajo el régimen de Saddam Hussein (1979-2006).

La voluntad del PNAC de mantener la hegemonía de Estados Unidos no parecía tan descabellada antes de los atentados de 2001.

Este país concentraba 30 por ciento de la economía mundial, tenía la posición fiscal más fuerte y un presupuesto en defensa superior a la suma de una veintena de ejércitos más poderosos.

La idea de que Estados Unidos era invencible se mantuvo gracias a la demostración de unidad nacional que siguió a los ataques de 2001 y a la velocidad y presunta facilidad con que Washington orquestó la expulsión del movimiento Talibán de Kabul un año después.

"Revisé la historia y no vi nada igual", exclamó el historiador Paul Kennedy, de la Universidad de Yale, y principal exponente de la escuela que 15 años antes anunciara la decadencia, refiriéndose al dominio de Washington, que comparó favorablemente al imperio británico.

"Ahora aparece gente que habla de imperio ", señala en una columna de The Washington Post el neoconservador Charles Krauthammer, también partidario de Cheney y defensor de un mundo "unipolar" encabezado por Estados Unidos.

"El hecho es que ningún país dominó cultural, económica, tecnológica y militarmente el mundo desde el Imperio Romano", añadió.

Tal euforia u orgullo desmedido dio paso a la siguiente etapa derrocar a Saddam Hussein, según el objetivo de PNAC de triunfar en lo que había bautizado "guerra global contra el terrorismo", explicitado en una carta abierta a Bush y publicada nueve días después de los atentados de 2001.

"Si no se toman medidas será como rendirse antes y quizá de forma decisiva en la guerra internacional contra el terrorismo", alertó PNAC. Washington debe ampliar sus objetivos para incluir a los estados, en especial a los que son hostiles hacia Israel, que apoyan organizaciones terroristas, así como a ellas mismas.

Entonces Bush se concentró y destinó recursos militares y de inteligencia para preparar la guerra contra Iraq, en vez de concentrarse en la captura de Bin Laden y de otros líderes de Al Qaeda, y suministró asistencia material para pacificar y comenzar a construir Afganistán.

Esa ideología es ahora considerada, salvo por Cheney y sus más acérrimos defensores, como la política exterior más desastrosa que haya tomado un presidente de Estados Unidos en la última década, si no en el último siglo.

No sólo favoreció las condiciones para un posible retorno del Talibán en Afganistán, lo que ahora cuesta a Estados Unidos unos 10.000 millones de dólares al mes, sino que destruyó el apoyo y solidaridad internacional que Washington reunió enseguida después del ataque de 2001.

El hecho se hizo evidente cuando Bush no logro que el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas lo apoyara para invadir Iraq en marzo de 2003. También llevó a convencer a decenas de millones de musulmanes que Estados Unidos había lanzado una guerra contra el Islam, de acuerdo a varias encuestas de opinión.

De hecho, con la invasión a Iraq, Estados Unidos cayó en la trampa de Bin Laden, quien estaba convencido e que la ocupación de Afganistán por la hoy disuelta Unión Soviética había contribuido de forma significativa a su decadencia y que, según analistas, creía que pasaría lo mismo con Washington.

"Con los muyahidines desangramos a Rusia durante 10 años hasta que dio quiebra y se vio obligada a retirarse derrotada", señaló Bin Laden en un vídeo de 2004, al describir lo que llamó "guerra de desgaste".

"Seguiremos con la política de desangrar a Estados Unidos hasta la bancarrota", añadió. "Lo único que tenemos que hacer es enviar dos muyahidines hasta el punto más oriental y que icen un pedazo tela que diga Al Qaeda para que los generales se apuren hacia allí y que Estados Unidos sufra pérdidas humanas, económicas y políticas sin hacer nada más que beneficiar a algunas corporaciones privadas", prosiguió.

Cuando Bin Laden grabó el vídeo, las fuerzas estadounidenses combatían una creciente insurgencia en Iraq, lo que llevó a abusos en Abu Ghraib, que dañaron aun más la imagen ya hecha trizar de Washington, dejaron a ese país al borde de una guerra civil y obligaron a una intervención más profunda y costosa de Estados Unidos.

De acuerdo con la predicción de Bin Laden, Washington, incitado por partidarios de PNAC y sus alumnos, llevó sus fuerzas virtualmente a todos los sitios donde apareció una bandera de Al Qaeda, lo que debilitó a los gobiernos locales y provocó la ira de la población, en especial en Somalia y Yemen.

Lo peor es que hizo lo mismo en Pakistán, poseedor de la bomba atómica, por no mencionar a Afganistán, donde el sucesor de Bush, Barack Obama debió duplicar los efectivos estadounidenses hasta 100.000 en sus primeros dos años de gobierno, aun si retiró una cantidad similar de Iraq.

Los tres a 4,4 billones de dólares que Washington gastó de forma directa o indirecta en la llamada guerra contra el terrorismo constituyen una parte sustancial de la crisis fiscal que transformó la política del país y lo dejó al borde de la quiebra el mes pasado.

El ejército de Estados Unidos es por lejos el más fuerte del mundo, pero su fama de invencible quedó irreparablemente dañada por una mezcolanza de grupos guerrilleros que lo desafiaron y frustraron. El resultado fue una "sostenida erosión de su posición en el mundo", que Obama no ha podido revertir, señaló el columnista Ross Douthat, en The New York Times.

"Desde hace tiempo le hacemos el juego a nuestros oponentes haciendo exactamente lo que quieren que hagamos, respondiendo como ellos pretenden con sus provocaciones, perjudicando a nuestra economía y distanciando a la mayor parte de los países de Medio Oriente", escribió Richard Clarke, funcionario de seguridad del gobierno de Bush.

Clarke advirtió en su sitio dailybeast.com antes de los atentados de 2001 que Al Qaeda preparaba una gran operación en territorio estadounidense.
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¿Quién mató a Pablo Neruda?

Por Carolina Rojas (*)

A poco de cumplirse un nuevo aniversario de su muerte, una denuncia de Manuel Araya, guardaespaldas y ex chofer del poeta chileno, apunta a que fue asesinado en la clínica.
Las berenjenas fritas a medianoche es el primer capricho que Manuel Araya recuerda de ese “niño grande” que a veces podía ser Pablo Neruda. Aunque no fuera la estación indicada, él hurgaba por todos los mercados de la región para que el poeta pudiera degustar uno de sus platos favoritos. Sólo así conciliaba el sueño. Otras veces, a “Pablito”, le daba por cucharear una leche asada y conversar hasta el amanecer para espantar el insomnio que lo acechaba en sus últimas noches de invierno. “Se puso regalón, fue el único cambio que noté en él cuando se enfermó”, dice Araya, nostálgico del oficio que cumplió con la solemnidad de un samurái.

Después de que Neruda renunciara a su cargo como embajador en Francia y volviera a Chile en noviembre de 1972, Araya fue guardaespaldas y chofer del poeta. El día de ambos comenzaba cuando el escolta le llevaba un lavatorio para que Neruda remojara las manos antes de desayunar. Neruda seguía con un hojeo a los diarios, a las diez tomaba un jugo de frutas, y se ponía a escribir con tinta verde los versos y recuerdos que se iban amontonando. Entonces, Araya enumeraba ese caos de papel. “Mira qué ordenado me salió el compañero”, le decía el poeta, y le regalaba una de las sonrisas que pronto comenzarían a escasear.

El mensajero

En su niñez, Araya vivió en una hacienda del puerto de San Antonio, en la quinta región de Chile. Cuando tenía catorce años, fue la dirigente comunista y dos veces senadora, Julieta Campusano quien lo trató como un hijo y lo acogió en Santiago. Recibió preparación en seguridad e inteligencia. Aprendió rápido. Tanto, que llegó a ser mensajero del presidente Salvador Allende. Hoy, Manuel tiene sesenta y cinco años, y una memoria envidiable. Meticuloso, hilvana los detalles de una historia que podría demostrar que Neruda no murió por la ramificación del cáncer de próstata sino por una secreta actuación de terceros.

Araya tiene el pelo cano, y la impronta de un soldado. Llega hasta un paradero de San Antonio puntual y vestido en un impecable traje plomo. Conserva un aire que revela su antigua marcialidad y también cierta aspereza, esa propia de quien ha sufrido bastante en la vida. Ya instalados en la oficina del concejal Pedro Piña –quien lo ayuda con la investigación– comienza la entrevista. Parece otra persona cuando confiesa con la voz de un abuelo cariñoso, que ha soñado con el poeta; lo ve alegre y siente que lo llama. Hace unas semanas, Araya se enfermó de un extraño agotamiento que le impidió caminar, justo después de que su verdad saltara a la prensa internacional. “¿Sabe?, en un momento creí que me moría con tanto periodista preguntándome por la historia... Me habría ido feliz.”

Cruzado de brazos, Araya comienza a recordar cómo fueron los días previos a la muerte del poeta. Ahí están vívidos los allanamientos, los gritos y el miedo. Dos días después del golpe del 11 de septiembre, llegó un camión con más de cuarenta militares a revisar la casa de Isla Negra. Un capitán subió a la pieza y le dijo a Neruda que buscaban armas. El vate, con tristeza, miró por la ventana y vio cómo excavaban su jardín y cómo la bota militar aplastaba el país que tanto amaba. El terror comenzaba a ser insostenible.

El 19 de septiembre estaba todo listo para el viaje de Neruda a México, pactado con el presidente de este país y su embajador en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá. Araya, Matilde Urrutia y el poeta partieron rumbo a Santiago. El destino era la Clínica Santa María para evitar que Neruda corriera más riesgos en la casa de Isla Negra. Según Araya, el Nobel depositó todas sus esperanzas en una mejoría en México.

Matilde, su última mujer, acompañó al poeta en la ambulancia que pidieron, y de cerca los seguía Araya en un auto Fiat 125 de color blanco, que habían comprado un mes antes. Desde el golpe, la ciudad y las carreteras estaban completamente militarizadas. Durante el viaje fueron hostigados e interceptados cada dos kilómetros para ser registrados.

Este episodio no es de extrañarse. Tras el 11 de septiembre, Isla Negra quedó bajo la gobernación de Manuel Contreras, quien quedó a cargo de la zona Tejas Verdes y Melipilla. Así consta en el registro de los gobernadores provinciales de San Antonio entre 1920 a 1973. Es decir, el entonces coronel Contreras, “El Mamo”, se dedicó a formar centros de detención y a ensayar para convertise en el director de lo que, a finales de 1973, sería la temible Dirección Nacional de Inteligencia (DINA).

Araya sigue desahogándose de esta especie de conjuro. No se olvida de la parada en Melipilla. “Hicieron bajar de la camilla a Neruda para revisarlo con la excusa de encontrar armas. A don Pablo lo movían como un muñeco, él pidió clemencia. No hubo caso”. Llegaron a la clínica rozando el toque de queda y Neruda quedó internado en la pieza 406. Al día siguiente, el poeta siguió pasando en limpio algunos poemas con Homero Arce, su corrector. Insistía en seguir viendo las noticias en la televisión, pero Matilde ordenó que se la llevaran. Lo protegió de toda verdad: sus casas asaltadas, el asesinato de Víctor Jara y el vertedero de cadáveres en que se había convertido el río Mapocho.

El poeta les pidió a Manuel y a Matilde que regresaran a Isla Negra en busca de ropa y libros. Según Araya, salieron el 22 de septiembre y aún no se resigna de ese flanco que dejaron. “Fue un error, no debimos dejarlo solo al cuidado de su hermana Laura: ella no veía bien.” Mientras buscaban las cosas, una empleada de la Hostería Santa Elena, les llevó un ominoso recado. “Dice don Pablo que se vayan urgente, alguien lo inyectó en el estómago mientras dormitaba”. Parte de este testimonio es corroborado por Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo Neruda.“Sonó el teléfono. Era Pablo. Me pedía que regresara inmediatamente: ‘no puedo hablar más’, me dijo. Yo creí que había pasado lo peor; en forma afiebrada cerré la valija, y me puse en camino. Lo van a detener, pensé casi enloquecida. ‘Tenemos que ir lo más rápido que pueda’, le dije al chofer. No sé cómo no nos matamos”. Manuel corrige un detalle de esta versión: “En ese tiempo ya habían cortado el servicio telefónico y los mensajes los recibíamos a través de la hostería”.

Araya recuerda que cuando llegaron a la Clínica, bajó las maletas de Neruda y las dejó en el auto diplomático que llevaría al vate al aeropuerto. Subió a la habitación, vio al poeta con la cara rojiza y con un pinchazo en el abdomen, una mancha que se extendía como ocurre con la picadura de un mosquito. Mojó una toalla para tratar de bajar la fiebre de “Pablito”. Recuerda que entró un médico a la habitación. “Era moreno y de bigotes, me dijo que tenía que comprar un medicamento, una receta que decía Urogotán y me indicó que la podía encontrar en una farmacia de la calle Vivaceta”.

Manuel subió al Fiat, tomó la calle Balmaceda y cuando iba llegando a su destino, lo detuvieron dos autos, que lo emboscaron, uno adelante y otro atrás.

–¡Huevón! ¿Eres el secretario de Neruda? –gritaban mientras lo abofetaban–. ¡Contesta!

Araya terminó en el suelo, con golpes y un disparo directo en la pierna izquierda.

Ahora sale del trance. “Le voy a mostrar”, dice Araya. Tiene una cicatriz de cinco centímetros bajo su rodilla. “¿Cómo sabían que era yo? Siempre he creído que desde la clínica estaban coludidos con la gente que me detuvo”, confiesa.

Después de estar detenido en una comisaría, a la medianoche fue trasladado al Estadio Nacional. Fue torturado e interrogado sobre el paradero de dirigentes comunistas. No cesaban las patadas ni los puñetazos. “No los conozco, no sé de qué me hablan.” Neruda le había advertido una vez que lo iban a castigar por haber trabajado como su asistente, que le preguntarían por “los compañeros” y le pidió que aunque le sacaran los ojos, nunca dijera nada. Araya cumplió su promesa.

Seis días después, fue el cardenal Raúl Silva Enríquez, encargado de resguardar a los perseguidos de la época, quien lo encontró y pidió atención médica para él. “El curita me dijo que don Pablo había muerto a las diez y media de la noche del 23 de septiembre. No lo podía creer”. Araya estuvo detenido 45 días. Sus torturadores lo liberaron en noviembre.

El diario La Segunda, del 24 de septiembre de 1973, corrobora la desaparición de Araya y la denuncia de Matilde. El vespertino cambia un elemento en la historia: dice que Manuel se extravió cuando fue a comprar una corona de flores para Neruda. Un hecho que Araya niega rotundamente. En el diario publica: “La viuda se limitó a pedir respeto por el dolor, así como denunció también que en la tarde de ayer habían desaparecido su chofer y su auto particular, luego que el conductor se dirigió a comprar una corona. No retornó y no ha vuelto a saberse de él”. Matilde Urrutia también lo documenta en su libro. “Ya se acercaba la tarde y mi chofer no había aparecido. El día anterior me dejó en la clínica y se fue a guardar el coche (...). Supe que lo detuvieron cuando llegamos de la isla, a poco de dejarme en la clínica. Y, en ese momento que yo le hacía buscar, él estaba en el Estadio Nacional sufriendo las torturas más atroces. Según ellos, era duro y no confesaba nada. Pobre muchacho que vagabundeaba con Pablo por mercados, por casas de antigüedades (...) con él yo perdía la única persona que me acompañaba en todas horas del día”.

Un doctor de turno

Eduardo Contreras, abogado querellante del caso y reconocido por su labor en materia de derechos humanos, revela que el certificado de defunción de Neruda dice que se encontraba en estado de caquexia, es decir en extrema desnutrición y debilidad. Esa condición no coincide con el testimonio de Araya, ni con el del ex embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá. “Gonzalo me dijo ‘Pablo estaba tan robusto como siempre’, habló con él en su habitación, vieron los últimos detalles del viaje, el 23 el avión ya estaba en la loza del aeropuerto (...) Aún no hemos pedido la exhumación del cuerpo de Neruda, hasta que se haga necesario para comprobar que se le administró alguna sustancia tóxica o no”, explica Contreras, para quien basta pensar que Neruda pasó sus últimos días en la Clínica Santa María, el mismo establecimiento donde en 1984 fue asesinado el ex presidente Eduardo Frei Montalva con tres dosis de inyecciones de talio y componentes de gas mostaza. En el caso, fueron procesados cuatro doctores. “Que Neruda fuera un objetivo militar es un hecho serio y el deber nuestro es pedirle a la justicia que se investigue hasta el final”, dispara el abogado.

El embajador Martínez Corbalá hizo una declaración jurada en México, que podría llegar estos días para presentarla.

Entre los microfilms medio dañados de la Biblioteca Nacional, la prensa de la época relata las imprecisiones de los hechos entre el 23 y el 24 de septiembre. El Mercurio de Valparaíso publica el lunes 24 que Pablo Neruda está grave por consecuencia de un shock sufrido por una inyección de calmante, y agrega otros datos: “La baja brusca de presión que experimentó ayer, tras haberle dado una inyección calmante, obligó al médico tratante Roberto Vargas Salazar, distinguido urólogo y nefrólogo, a llamar a interconsulta a un cardiólogo. “Se trata de una baja de presión muy importante’ nos explicó el médico y profesor de cardiología, quien no quiso sin embargo, identificarse”.

El Mercurio de Santiago del 24 de septiembre publica “El vate chileno, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971, había sido internado en estado grave en mencionada clínica el sábado. Posteriormente, a consecuencia de un shock sufrido luego de habérsele puesto una inyección de calmante, su gravedad se acentuó”.

En la prensa del 23 de septiembre de 1973 aparece el nombre de Sergio Draper, como uno de los doctores de turno. Tras un previo rastreo, Draper, cirujano vascular acepta conversar con Ñ en su consulta (trabaja en un centro médico). Tuvo que declarar para el caso Frei, donde también fue médico de turno. Nunca ha hablado con la prensa. Contesta ofuscado, pero quiere entregar su versión donde avala el proceder de la clínica. “Sucedió hace cuarenta años, Neruda entró con un cáncer de próstata, ese diagnóstico se lo habían hecho en Francia y acá llegó con múltiples metástasis; un cáncer terminal, diseminado en todo el organismo, un estado de precoma.”

–¿Ha leído las declaraciones de Manuel Araya, ex chofer de Neruda?

–Eso lo ignoro pero sí puedo decir que el tratamiento que se le hacía a Neruda era el indicado por Vargas Salazar. La clínica no hace ningún tratamiento que no sea el indicado por el médico tratante. (...) Lo vi solamente un instante el domingo 23 de septiembre, a mí no me correpondía atenderlo. Ese día, la enfermera de turno me dijo que aparentemente Neruda sufría de mucho dolor, le dije que se le aplicaría la inyección indicada por su médico, si mal no recuerdo fue una dipirona. Si la clínica era tan mala, ¿por qué los médicos tratantes llevaban a sus pacientes?

–En la clínica Santa María se asesinó al presidente Frei Montalva, es posible tener dudas, al menos de que pudo haber dolo en la atención al vate.

–Ordené que se le diera una inyección indicada por su médico. Fui nada más que un interlocutor. Es el colmo que estemos constantemente bajo sospecha...

Araya insiste que a Neruda algo le hicieron en la clínica, y asegura que seguirá buscando pistas que avalen su testimonio. Se frota los brazos de frío, y se da cuenta de que ya oscureció. “Lo quería harto, sabe”, dice, para explicar que fue bueno conocer ese lado del poeta que muchos ignoran; el cercano, pero también el acérrimo comunista. Días antes del golpe, leyó Los sonetos de la muerte de Mistral. Quizás ya presagiaba la pesadilla que se avecinaba, y tal vez hasta su propio deceso. Araya se da cuenta de que no ha contado el final de su sueño. “Ah, a Pablito lo veo sonriendo. Lo escuché clarito, me dijo: ‘Manuel parece que llegamos a un feliz puerto’”.

(*) Periodista
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El peronismo como un todo es imposible

Por Pablo E. Chacon (*)

Alfredo Pucciarelli pasó parte de la última dictadura exiliado en México. Es doctor en filosofía con especialización en ciencias sociales, y desde el Instituto Gino Germani es profesor consulto en esa disciplina en la UBA. Acaba de publicar Los años de Menem. La construcción del orden neoliberal (Siglo XXI), una compilación de artículos de diferentes autores que buscar dar una visión panorámica y evaluar en qué medida el menemismo fue superado o persisten algunos de sus efectos y, en última instancia, qué clase de artefacto político es el peronismo.


-¿Por qué es pertinente volver a revisar algunas políticas que en su momento ejecutó Carlos Menem?

-Sin dudas, porque muchas de esas políticas han tenido consecuencias que están presentes en el actual escenario. El intento de descentralización de la educación, por ejemplo, es un ejemplo perfecto de cómo hacer las cosas mal. El grupo de investigadores que me acompaña revisó esa cuestión, y en el artículo correspondiente, demuestra la diferencia que existe entre descentralizar y federalizar. Otro ejemplo es el de la privatización de las AFJP. Sólo sirvió para enriquecer a algunas empresas y empeorar los servicios. La recuperación de las AFJP por parte del Estado es una medida acertada, pero esos fondos no deberían estar destinados –excepto en casos de urgencia– a financiar políticas deficitarias, que a largo o a corto plazo, tienen fecha de vencimiento.

-En su artículo, que da título al libro, usted se dedica a la economía.

Es cierto. Las privatizaciones de los recursos fundamentales de la economía argentina siguen teniendo consecuencias hoy día. El agua, el gas, la luz están subsidiadas. Pero hay que ver lo que pasó con los recursos energéticos para saber cuánto se perdió, aunque se hayan tomado medidas paliativas. La privatización de los servicios de salud permitió cientos de negociados, algunos de los cuales persisten: prepagas, obras sociales privadas, etc. No digo que no tengan que existir. Pero a la salud también debe tener acceso la población menos favorecida. Con este modelo hay muchos empresarios que acumularon más dinero que en la época de Menem. Este es un proyecto de optimización del capital. Acaso lo que más debería preocupar es la cuestión educativa. En ese punto las cosas no están bien. Y hay muchos jóvenes que ni siquiera han completado sus estudios formales.

El otro problema es el de la policía: es una institución que parece intocable. La impunidad policial y la deficiencia educativa se articulan para lo peor. Pero es necesario decir que frente a la virtual desaparición de la UCR, por el momento, el único partido que pareciera ser capaz de gobernar este país es el peronismo.


¿Y qué es el peronismo?

¿Será eso que le respondió la presidenta Cristina Fernández a su par colombiano Juan Manuel Santos en su reciente visita? Es decir, ¿será un movimiento que considera que no debe haber demasiado mercado ni demasiado Estado; que debe mantener un equilibrio entre lo público y lo privado; que se tiene que llegar a un punto en que la distribución de la riqueza sea del 50 por ciento para los sectores populares y el otro 50 para los empresarios? Esos objetivos, ¿se consiguieron?

Usted es el especialista.

Yo creo que en el libro hay una hipótesis que parece haber funcionado. Si el kirchnerismo se sobrepuso al fenómeno Menem, su posibilidad de adaptarse y readaptarse puede repetirse muchas veces. Pero tampoco hay que olvidar que la construcción del neoliberalismo, durante los 90, el proceso de demolición de la historia de las distintas fracciones del peronismo, fue posible gracias a la connivencia del movimiento.

¿Entonces?

Entonces hablar del peronismo como un todo es imposible; no ayuda al análisis. El peronismo es una organización que presenta segmentos ideológicos, sociales e institucionales diferentes. En algunos casos, muy contradictorios, que coexisten durante ciertos períodos; pero que en otros confrontan, se separan o dividen. Y todos se reclaman peronistas.

El kirchnerismo, ¿sería ese estadio superior del peronismo que muchos imaginan?

No lo sé. Sé que es un movimiento, o partido que se recicla todo el tiempo, pero no es igual a sí mismo. Es cierto que todas las fracciones tienen elementos comunes que se enraízan en la sociedad de una manera muy fuerte, adaptados a los diferentes momentos de la historia. Pero también hay otras maneras de pensarlo. Como dicen algunos autores –Ernesto Laclau, por ejemplo– el peronismo puede pensarse como un “significante vacío”, donde permanece el vínculo con los sindicatos, los llamados movimientos sociales y la juventud, pero a condición de ir cambiando las condiciones de intercambio todo el tiempo. El kirchnerismo, en sus términos, sí pudo recuperarse de la ola neoliberal del menemismo, lo cual debería asegurarle cierta supervivencia. Pero eso está por verse.

¿Qué es lo que está por verse?

Si el que pareciera ser el próximo gobierno de Cristina Fernández es capaz de pasar de la gestión del aparato del Estado, una vieja impronta peronista, a una articulación de intereses menos centralizados, a una política de Estado. Habrá que ver, además, si será capaz de incorporar a su agenda temas que no son de su tradición (el aborto, la despenalización del uso personal de drogas, una ley para la muerte digna), que son parte del programa, por ejemplo, de los socialistas. Y para eso serán necesarias alianzas puntuales, descentralizar decisiones, diversificar áreas de control territorial, informar, abrir el juego, delegar. Estamos hablando de un socialismo que no es el de Américo Ghioldi sino de uno más cercano a los programas del Frente Amplio uruguayo o el PT brasileño. En ese sentido, creo que es razonable preguntarse qué es un movimiento.

Bien, ¿qué es un movimiento?

Como aproximación, movimiento significa mayor nivel de coexistencia de corrientes representativas de distintos sectores sociales que se integran en un lugar donde la disciplina partidaria es bastante laxa. El movimiento también es capaz de reunir elementos diversos. Y tiene una voluntad de poder que no ha tenido otro partido en la Argentina. Pero insisto: el salto cualitativo es de la gestión del aparato del Estado a la articulación de políticas de Estado. Y en ese punto se acaba el clientelismo y cierta discrecionalidad en el manejo y el reparto de las cuentas públicas.

(*) Periodista.
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viernes, 16 de septiembre de 2011

La tercera posición ante la crisis global

Por Gisela Carpineta


La era de la globalización terminó. Lo que se vive, especialmente a partir de la crisis financiera 2008-2009, es un tiempo de incertidumbre sobre las relaciones de poder en el mundo. La vacante que Estados Unidos empieza a dejar potencia no sólo a China como futura primera economía mundial, sino que también provoca alianzas entre naciones muy diferentes y, sobre todo, el fortalecimiento de distintos bloques regionales. La globalización, que pretendió dar cuenta del mundo después de la Guerra Fría, quedará asimilada al voraz período de hiperhegemonía de Estados Unidos. Una etapa que arrancó con el llamado Consenso de Washington, cuyo lanzamiento coincidió con el derribamiento del Muro de Berlín, en diciembre de 1989. En esos años, la Organización Mundial de Comercio, los tratados de libre comercio y los planes de ajuste del FMI permitieron al capital financiero y a un grupo de grandes corporaciones con actividades muy diversificadas derribar los otros muros, aquellos protectores de sectores industriales nativos así como las medidas que permitían proteger las exportaciones en beneficio de las cuentas de cada nación.

Ese capitalismo global no sólo sumaba a la ex Unión Soviética y al este europeo a sus negocios sino que hizo retroceder a los llamados países periféricos. En América latina el caso más duro fue el de México, que en 1994 se sumó al Nafta (siglas en inglés del tratado de libre comercio de Norteamérica) con un costo altísimo en materia de soberanía. El resto de las naciones al sur del río Bravo entraron, de diverso modo, en los planes neoliberales. El combo de privatizaciones, desnacionalización del petróleo y los recursos minerales y achicamiento del Estado provocaron que los noventa fueran los años que convirtieron al continente no en el más pobre (lugar que le quedó a África), pero sí el más injusto en la distribución de la riqueza.

Con Europa de socia en el asalto al este de Berlín, con el patio trasero domesticado y con China como un gigante que todavía no asomaba como un actor fundamental, los halcones de Estados Unidos asaltaron el poder global. Empezó con la elección de George Bush (h) y coincidió, por motivos que todavía resultan difíciles de desentrañar, con el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 por parte de Al Qaeda. Con la rapidez del rayo, las tropas de asalto norteamericanas fueron a Afganistán. En vez de consumar la cacería de Osama Bin Laden y retirarse, la ocupación militar de esa nación pobre e islamista lleva diez años. Más que la invasión a Vietnam de la que los norteamericanos se fueron derrotados. Afganistán es la cabeza de playa o eventual base operativa para cualquier conflicto futuro con las dos naciones emergentes –India y especialmente China- capaces de modificar radicalmente el mapa de poder en el mundo.

En esta década, Estados Unidos pasó de ser la primera potencia económica y militar a ser una nación con una economía devastada y un presupuesto militar en aumento. Si desde el fin de la Segunda Guerra (1945) hasta la implosión de la ex Urss (1991) la presencia militar norteamericana estaba enmascarada en la defensa de los ideales de Occidente, en los últimos veinte años no hay otro motivo que la defensa de los intereses de unas pocas corporaciones con base en los Estados Unidos. El sabotaje de los republicanos a Barack Obama no es para evitar su reelección sino para mostrar que los halcones son el brazo armado de esas compañías, cuyos intereses traspasan las fronteras de los 50 estados. Es más, está muy lejos de interesarles el futuro de los 14 millones de desempleados y el de otros tantos millones que no pueden hacer frente a sus deudas hipotecarias.
Debido al altísimo componente de especulación financiera del poder de estas corporaciones, el debilitamiento de Estados Unidos coincidió con la crisis de su principal socio comercial, la Comunidad Económica Europea. Para tomar dimensión de la importancia de esta alianza, no llegan al 20 por ciento de la población mundial pero concentran el 40 por ciento de los bienes y servicios que se producen en el mundo y más de la mitad del comercio exterior global. Difícilmente puedan ponderarse los riesgos y las alternativas que tienen otras naciones y regiones del planeta si no se comprenden el poder que todavía tienen así como la pérdida de iniciativa que evidencian quienes ocuparon el lugar hegemónico y central de los últimos veinte años.

El sur existe. La historia de las relaciones de naciones suramericanas con Estados Unidos, especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue dependiente de los planes de dominación mundial establecidos por la Casa Blanca y el Pentágono. El caso argentino es sumamente aleccionador. El inicio de 1945 estuvo signado por la descarada campaña del embajador Spruille Braden en contra de Juan Domingo Perón. La diplomacia norteamericana no estaba dispuesta a soportar que el gobierno argentino (entonces encabezado, de facto, por el general Edelmiro Farrell y con una fuerte impronta del entonces coronel Perón) hubiera osado no firmar el Acta de Chapultepec que sí rubricaron el resto de naciones americanas y que era la aceptación lisa y llana de la doctrina Monroe al sur del río Bravo. Las naciones de mayor porte en aquellos años eran México, Brasil y Argentina. Las dos primeras se alinearon con Estados Unidos y declararon la guerra al Eje en 1942. Ambos países recibieron ayuda financiera y material bélico norteamericano. La Argentina, en cambio, mantuvo la neutralidad y recién rompió relaciones diplomáticas con Alemania, Italia y Japón a principios de 1944 y declaró la guerra en marzo de 1945. Nótese que el 1º de mayo las tropas soviéticas plantaban la bandera roja en el Reichstag, el Parlamento alemán sito en Berlín.

Esa actitud de soberanía no resultaba gratuita. Desde aquellos días, Argentina se convertía en la cueva de nazis más peligrosa del mundo y Perón en su malvado jefe. Casi como las cuevas afganas con los terroristas de Al Qaeda. Puede decirse, con razón, que Estados Unidos tiene una diplomacia inteligente para construir enemigos, aunque no existan. En este caso, sin exagerar, podría afirmarse que motivos no les faltaron. Mientras Franklin D. Roosevelt se paseaba en jeep revistando tropas brasileñas sentado al lado de su presidente, Getulio Vargas, los militares argentinos usaban unos cascos que parecían prusianos. Ese era todo el pecado. Eso sí, Brasil pagó caro su alineamiento, ya que los submarinos alemanes hundieron una buena cantidad de barcos mercantes.
Sellada la paz, y con el mundo dividido entre prosoviéticos y pronorteamericanos, la Argentina promovió la tercera posición.

En un imprescindible libro para entender la caracterización del Departamento de Estado sobre esa tercera posición, La Argentina y Estados Unidos, de Harold Peterson, el autor relata las dificultades económicas y financieras que, hacia 1947, pasaban la mayoría de los países del sur de América mientras que la Argentina gozaba de un momento de crecimiento con un modelo independiente. El autor menciona un artículo de The New York Times (14/10/47) que advierte que “sobre la cresta de una repentina prosperidad, Perón no dejó de aprovechar la coyuntura. Mediante acuerdos bilaterales, otorgó préstamos y créditos a largo plazo a sus vecinos Bolivia y Chile y a media docena de naciones europeas. Los voceros peronistas ya hablan del Plan Perón”. Más adelante, que en la conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio llevada a cabo en La Habana a fines de ese año, el Departamento de Estado se mostraba preocupado –según Peterson– porque la Argentina no se había afiliado al Banco Interamericano de Desarrollo, ni al Fondo Monetario Internacional ni a la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y tampoco ratificaba el Acuerdo General de Tarifas Aduaneras y Comercio”.

Perón formulaba por entonces el Proyecto ABC (Argentina, Brasil y Chile). Con el seudónimo de Descartes, decía: “La Cruz del Sur es el símbolo de la América austral. Ni Argentina, Brasil o Chile aislados pueden alcanzar la grandeza. Unidos, en cambio, constituyen una entidad formidable a horcajadas de dos océanos. Desde allí, hacia el norte, se construirá la Confederación Sudamericana. Vinculados son inconquistables. Separados, indefendibles”.

Ese período apasionante de la historia suramericana merece ser revisitado en un momento como éste. El plan de Perón estaba enlazado con la determinación de avanzar en la sustitución de importaciones, pero el escenario internacional que encontró al asumir su segundo mandato (1952) era diferente. Ya no había un saldo tan favorable en la balanza comercial y, además, Estados Unidos había pasado la etapa del Plan Marshall destinado a la reconstrucción europea y miraba con determinación al patio trasero. El mismo Perón destacaba que con Chile podía avanzar. Ese mismo 1952 asumía Carlos Ibáñez la presidencia en ese país y mostraba entusiasmo en el Proyecto ABC. No pasaba lo mismo con Brasil. Getulio Vargas asumía su cuarto mandato en 1951 y pese a ser el presidente de los pobres no quiso asociarse al proyecto promovido por Perón.

Este escenario era leído atentamente por los opositores en la Argentina. Una lectura atenta del Segundo Plan Quinquenal indica que Perón, al mismo tiempo que jugaba sus fichas a la alianza regional para no entrar en la órbita imperial de Estados Unidos, preveía la necesidad de captar las inversiones externas en sectores claves de la industria pesada y la energía. Es muy reveladora la mirada de otro norteamericano, Carlos Solberg, autor de Petróleo y nacionalismo en la Argentina, ya que, entre otras cosas, el autor advierte cómo las empresas norteamericanas e inglesas no le vendían maquinaria y equipos que le permitieran a YPF avanzar en la exploración y explotación de las cuencas petroleras. Solberg destaca que “la nueva Constitución peronista (1949) declaraba que todos los recursos minerales eran propiedad inalienable de la Nación y otorgaba al Gobierno Central jurisdicción sobre todas las concesiones petroleras por primera vez en la historia”. Más adelante, afirma: “Decididos a oponerse a Perón a causa de sus supuestas simpatías fascistas, los Estados Unidos adoptaron una política que el secretario de Estado definió con estas palabras: Resulta esencial no permitir la expansión de la industria pesada argentina”. El funcionario en cuestión no era otro que el general George Marshall, el mismo que daba nombre al plan de ayuda a Europa.

No alcanza la ingenuidad principista para entender los contratos con una filial de la Standard Oil of California. La Tercera Posición fue una doctrina y Perón, además, era un político, un hombre que timoneaba el Estado en función de una relación de fuerzas que entraba en escenarios cambiantes. Se estrechaba el espacio para la Tercera Posición. Y fue una oposición sumisa a los consejos y mandatos del Departamento de Estado norteamericano la que promovió el golpe de 1955. Pasado más de medio siglo y ante un momento excepcional para la unidad suramericana es preciso entender que aquella postura de Perón es identitaria, constitutiva del Proyecto Nacional. Es preciso entender que aquella formulación tiene una historia y constituye un antecedente fundamental para comprender por qué no es un dato menor la relación estrecha que crearon Brasil y Argentina para consensuar planes regionales comunes. Unasur, Banco del Sur, obras públicas del Sur, cultura del Sur, no sólo remiten a los héroes de la Primera Independencia. Tienen un antecedente importante en los años de la Segunda Guerra y, en especial, a la década posterior al fin del conflicto.

Todos los esfuerzos de las dictaduras cívico-militares argentinas desde 1955 tuvieron el propósito de borrar de la memoria histórica esa Tercera Posición y mostrar sumisión a los mandatos del Departamento de Estado norteamericano. Brasil, por su parte, pudo mudar de la política popular de Vargas a la dictadura militar de 1964 sin variar su política pronorteamericana. Precisamente Joao Goulart, el presidente depuesto en aquel golpe, resultaba una rara avis porque se oponía abiertamente a ese alineamiento automático. Goulart se exilió en Uruguay pero también tuvo que mudarse de allí en 1973 cuando se consumó un golpe militar en ese país. Se mudó a la Argentina y murió a fines de 1976 en circunstancias que se investigan: podría haberse tratado de otra víctima del Plan Cóndor diseñado por el Departamento de Estado.

Precisamente, Goulart se asilaba en la Argentina apenas asumido Héctor Cámpora, quien daba la primera puntada al plan que Perón había pensado para volver a poner a la Argentina en un lugar en el mundo. Multilateralismo, participación en el Movimiento de Países No Alineados, fortalecimiento de las relaciones con Cuba, comercio con destinos no tradicionales y promoción de exportaciones de origen industrial fueron algunos de los ejes que Perón trató de poner en marcha. Para esto, no sólo Perón alentó la participación de los trabajadores organizados sino que también abrió las puertas a lo que pretendía ser el rearmado de una burguesía criolla con ambiciones de convertirse en una burguesía nacional. En ese sentido, la asunción de José Ber Gelbard como ministro de Economía era toda una definición. Gelbard presidía la Confederación General Económica, que nucleaba a pequeños y medianos empresarios más algunos de mayor peso. Una entidad que era la contracara de los ejecutivos que respondía a la Unión Industrial Argentina y que habían formado parte de todos los proyectos antinacionales. El plan era interesante. Pero el contexto era abrumador. No sólo por las turbulencias políticas internas. Así como 1973 era para la Argentina el año del fin de la proscripción del peronismo y de las elecciones democráticas, los países vecinos caían uno tras otro en manos de golpistas teledirigidos por el Departamento de Estado norteamericano. Uruguay en junio y Chile el 11 de septiembre.

Bolivia ya había caído dos años antes. Brasil desde 1964. En los funcionarios norteamericanos que diseñaban la diplomacia imperial resonaba la frase del general Marshall que indicaba impedir el desarrollo de la industria pesada. No sólo en Argentina sino en el resto del sur. Industria pesada quería decir soberanía.

Es posible que en los últimos años, los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner no hayan puesto hincapié en la formulación de frases o discursos que tengan verborragia antiimperialista. Sin embargo, un ejercicio para ver cómo ve a la Argentina la diplomacia norteamericana puede ser el de recorrer los documentos analizados por Santiago O’Donnell en su reciente libro Argenleaks. Como dice el autor, no cuenta sino que muestra los cables elaborados por los empleados de la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires durante los años en los que estaba al frente Anthony Wayne. Desde las peroratas de Héctor Magnetto para convencerlo de que la agenda política la marcaba Clarín hasta las advertencias de Domingo Cavallo de que la Argentina (2006) entraba en estanflación muestran que la Argentina era observada con la desconfianza de siempre por parte del Departamento de Estado, pero con una salvedad importante: la política exterior argentina se fue construyendo de lo pequeño a lo grande, evitó los desbordes verborrágicos, aprendió de unir fuerzas y de encontrar interlocutores hasta lograr recuperar sus historias de soberanía o, como fue en la mayoría de los casos, de luchas por conquistar la soberanía. Hoy, más allá del orgullo recuperado, puede afirmarse que la Argentina conquistó un lugar en el mundo como fruto de su propia política y de la mano de las políticas de las otras naciones suramericanas.

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miércoles, 14 de septiembre de 2011

El regreso de la pobreza

por Michel Wieviorka
Sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.

En el momento del nacimiento de la sociedad industrial en Europa, el tema de la pobreza –miseria, se la llamaba entonces– estaba aún muy presente, y las principales respuestas que suscitaba eran de orden caritativo y a menudo obra de las iglesias. A continuación, se desarrolló la idea de que la cuestión social no era tanto la de la pobreza como la de una relación de dominación donde se oponían los obreros y los dueños del trabajo. La explotación de los trabajadores se convirtió entonces en el gran asunto. La transformación quedó ilustrada de forma espectacular en la respuesta dada por Karl Marx a Joseph Proudhon, que publicó a mediados del siglo XIX Filosofía de la miseria y fue objeto de la réplica de Marx en un libro titulado Miseria de la filosofía. Ya no era el momento de tratar sobre la pobreza; de hacer caso a Marx, lo que había que hacer era aplicarse a desarrollar un conocimiento concreto y crítico del movimiento histórico y acabar con la "crasa ignorancia" y el carácter "pequeño burgués" del proceder de Proudhon.

En efecto, el siglo XX hasta la década de 1980 dio más bien la razón a Marx, al menos sobre ese punto. Dejando de lado un desempleo a menudo residual o las épocas de crisis, las sociedades industriales incluyeron a los obreros; y, si estos se movilizaron, fue más para denunciar la injusticia, incluso la brutalidad de las relaciones de producción, que la miseria o la pobreza. Los obreros podían definirse como proletarios, el discurso político podía hablar de su pauperización, pero el corazón de la cuestión social ya no se encontraba ahí: estaban ante todo dominados y explotados, privados del control que consideraban legítimo sobre las herramientas de producción, los frutos de su trabajo y, de modo más amplio, las orientaciones generales de la vida colectiva. El movimiento obrero no pedía tanto librar a los obreros de la pobreza como asegurarles la dirección de la historicidad, el control de la inversión, el gobierno de la sociedad. Y, si había que aportar respuestas a las dificultades propiamente económicas de la población, éstas no se esperaban tanto de las organizaciones caritativas como del Estado, que se suponía que debía asegurar la redistribución y contribuir a la justicia social (el Estado-providencia o Estado del bienestar). Por su parte, las capas medias, esa "pequeña burguesía" tan a menudo vilipendiada por los marxistas, se analizaron casi siempre a partir de una idea de polarización, pensando que oscilaban o vacilaban entre los dos campos del conflicto estructural, llamado por muchos de clase.

Entonces llegaron las décadas de 1980 y 1990, la salida de la época industrial clásica y con ella el declive del movimiento obrero, pero también la exclusión, la relegación en barrios que se volvían miserables y una no relación social que ocupaba el lugar de las relaciones de producción. El Estado de bienestar se fue destruyendo a medida que se desarrollaban las ideologías liberales y luego neoliberales que acompañaron ese movimiento de conjunto para justificarlo mejor. Se extendió el desempleo y, con él, la precariedad. Varios países occidentales conocieron entonces disturbios urbanos, se habló de guetos, se crearon o reforzaron organizaciones humanitarias para ayudar a mantener la cabeza fuera del agua a unas poblaciones en situación desesperada.

A partir del 2008, la crisis financiera y económica ha amplificado esta evolución hasta el punto de poder decir que hoy el principal drama social consiste en no ser explotado, estar sin trabajo o muy precarizado. En los países occidentales, no se percibió de forma inmediata que esas transformaciones ponían en entredicho de un modo fundamental la estructura social, quizá debido a que las instituciones encargadas de la redistribución o de la seguridad social fueron capaces de evitar lo peor.

Sin embargo, esa ya no es la situación. En todas partes, en Europa y fuera de ella, los informes presentan la misma constatación: la pobreza progresa masivamente, incluso en el seno de los países septentrionales. Lo medido en esos países es relativo, y el cálculo consiste por lo general en considerar los ingresos medios. La pobreza se sitúa en Europaa partir del momento en que una persona gana menos del 60 por ciento de tales ingresos. En otras palabras, hablar de pobreza es hablar de desigualdades. Y decir que aumenta la pobreza es decir que se incrementan las desigualdades. En toda Europa se impone hoy la misma constatación: los ricos son más ricos que antes, y los pobres, más pobres.

Y, en semejante contexto, quienes se encuentran en medio, las capas medias, se inquietan: ¿no están también ellas amenazadas, sobre todo en estos tiempos de crisis, y no corren también el riesgo de quedar atrapadas en la espiral de la caída social? Los que tienen más edad se preguntan por el futuro de sus hijos, que vivirán peor que ellos; y es también en el seno de esas categorías intermedias donde se encuentran con frecuencia los actores más activos en los movimientos de indignados.

Los años de neoliberalismo triunfal han engendrado desigualdades crecientes, una clase cada vez más numerosa de pobres que son también cada vez más unos excluidos, una clase de ricos muy reducida, y sin relación alguna que los vincule y oponga al mismo tiempo unos con otros, y unas capas medias inquietas. El capitalismo fabrica hoy miedo, rabia, repliegue, o también pulsiones nacionalistas y xenófobas o racistas; es mucho menos que ayer una relación social de dominación organizada en el trabajo, las fábricas y los talleres. Y las capas medias, tradicionalmente activas en términos políticos y culturales, se sienten también ellas abandonadas, rezagadas o al borde de la movilidad descendente.

En contra de lo que ocurría cuando una relación social fundamental estructuraba la vida colectiva a partir de una relación antagónica entre el movimiento obrero y el capital, ya no buscan el sentido de su acción junto al primero, que ya apenas existe, ni del segundo, que se ha alejado considerablemente de ellas. Se está insinuando una nueva estructura social marcada por fuertes desigualdades, la ansiedad de las capas medias y la ausencia de un principio central de conflictualización. Es lo que viene a decir, en última instancia, la constatación actual acerca del incremento de la pobreza.

La historia dirá si se trata sólo del final del proceso de descomposición de la antigua sociedad o del nacimiento de una nueva.



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