lunes, 20 de febrero de 2012

¿Para qué sirve la deuda?

Por Robert Skidelsky (*)

En la actualidad Europa se encuentra perseguida por el fantasma de la deuda. Todos los líderes europeos se sienten abatidos ante esta situación. Para exorcizar a este demonio, están sometiendo a sus economías a padecimientos.

Parece que dichos padecimientos no son de ayuda. Sus economías siguen desplomándose dando tumbos, y la deuda sigue creciendo. La agencia de calificación crediticia Standard & Poor’s ha rebajado las calificaciones de la deuda soberana de nueve países de la eurozona, entre ellos la de Francia. Probablemente el Reino Unido sea el siguiente.

Para cualquiera que no esté cegado por la locura, la explicación de esta rebaja es evidente. Si el objetivo, establecido deliberadamente, es la reducción del tamaño del PIB, la relación de deuda con respecto al PIB está destinada a crecer. La única manera de reducir la deuda de un país (que no sea mediante una moratoria) es conseguir que su economía crezca.
El miedo a estar endeudado está arraigado en la naturaleza humana, por lo que el ciudadano medio aparenta estar de acuerdo en que la extinción de la deuda sea uno de los objetivos de las políticas de un país. Todos saben lo que significa contraer una deuda financiera: dinero adeudado, a menudo como resultado de préstamos. Estar endeudado puede producir ansiedad si uno no está seguro sobre si, llegado el momento, será capaz de pagar lo que debe.

Esta ansiedad se transmite fácilmente a la deuda nacional –la deuda contraída por un gobierno con sus acreedores–. Las personas se preguntan: ¿cómo reembolsarán los gobiernos la totalidad de los cientos de miles de millones de euros que deben? Como señaló el primer ministro británico David Cameron: “La deuda pública es similar a la deuda de tarjetas de crédito, tiene que ser pagada”.
Se llega al siguiente paso con facilidad: a fin de pagar, o al menos reducir, la deuda nacional, el gobierno debe eliminar su déficit presupuestario, ya que el exceso de gasto con relación a los ingresos se agrega a la deuda nacional. En efecto, si el gobierno no actúa, la deuda nacional se convertirá en lo que en el léxico actual se define como “insostenible”.

Una vez más, de manera fácil surge una analogía con el endeudamiento de los hogares. El ciudadano sensato razona y piensa que “mi muerte no extingue mi deuda”. Mis acreedores tendrán prelación de cobro sobre mi herencia –es decir, preferencia sobre todo lo que yo quería dejar como herencia a mis hijos–. Del mismo modo, cuando un gobierno deja sin pagar una deuda por demasiado tiempo se convierte en una carga para las generaciones futuras: yo podré disfrutar de los beneficios de las extravagancias del gobierno, pero mis hijos tendrán que pagar la factura.

Es por eso que en la actualidad la reducción del déficit está en el centro de la política fiscal de la mayoría de los gobiernos. Supuestamente hay menos probabilidades de que la deuda de un gobierno con un plan “creíble” de “consolidación fiscal” ingrese en moratoria o se la deje para que sea pagada por las generaciones futuras. Se cree que tal reducción del déficit permitirá que el gobierno pida prestado dinero con costos menores de los que pudiera de otra forma conseguir, esto, consecuentemente, reduce las tasas de interés para los prestatarios privados, lo que a su vez debe impulsar la actividad económica. De esta forma se llega a la conclusión que la consolidación fiscal es el gran y soberbio camino a la recuperación económica.

Esta doctrina, que es la doctrina oficial de los países más desarrollados en la actualidad, contiene al menos cinco falacias importantes, que pasan desapercibidas debido a que la narrativa es muy plausible.

En primer lugar, los gobiernos, a diferencia de los particulares, no tienen que pagar sus deudas. El gobierno de un país con su propio banco central y su propia moneda, simplemente puede seguir endeudándose mediante la impresión de dinero que luego le es prestado. Este no es el caso de los países de la eurozona. Sin embargo, los gobiernos de la eurozona tampoco tienen que pagar sus deudas. Si sus acreedores (extranjeros) ejercen demasiada presión sobre ellos, ellos simplemente ingresan en moratoria. La moratoria es mala. Pero la vida tras la moratoria continúa transcurriendo de manera muy similar a la de antes de dicha moratoria.

En segundo lugar, reducir deliberadamente el déficit no es el mejor camino para que un gobierno equilibre sus libros de contabilidad. La reducción del déficit en una economía deprimida no es el camino a la recuperación; es el camino a la contracción, ya que significa reducir la renta nacional de la cual dependen los ingresos del gobierno. Esto hará que para un gobierno sea más difícil, no más fácil, reducir el déficit. El Gobierno británico ya debe pedir prestado 112.000 millones de libras (unos 160.000 millones de euros) más de lo que había planeado cuando anunció su plan de reducción del déficit en junio del año 2010.

En tercer lugar, la deuda nacional no es una carga neta de las generaciones futuras. Incluso si dicha deuda da lugar a futuros pasivos fiscales (y alguna de la deuda si dará lugar a ello), estos pasivos serán transferencias de los contribuyentes a los tenedores de bonos. Esto puede tener desagradables consecuencias distributivas. Sin embargo, tratar de reducir la deuda ahora será una carga neta sobre las generaciones futuras: la renta del país se reducirá de inmediato, las ganancias caerán, los fondos de pensiones se reducirán, los proyectos de inversión serán cancelados o pospuestos, y no se construirán casas, hospitales y escuelas. Las generaciones futuras estarán peor que antes, después de haberse visto privadas de los bienes que de lo contrario podrían haber tenido.

En cuarto lugar, no hay ninguna conexión entre el tamaño de la deuda nacional y el precio que el gobierno debe pagar para financiarla. Las tasas de interés que Japón, Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania pagan por sus deudas nacionales son similarmente bajas, a pesar de que existen grandes diferencias en las políticas fiscales y niveles de endeudamiento de dichos países.

Por último, los bajos costos de los préstamos para los gobiernos no reducen automáticamente el costo del capital para el sector privado. Después de todo, los prestatarios empresariales, por ejemplo, no se prestan a la tasa de rendimiento “sin riesgo” que se paga por los bonos del Tesoro de Estados Unidos, y la evidencia muestra que la expansión monetaria puede empujar hacia abajo la tasa de interés de la deuda pública, pero que casi no tienen efecto sobre nuevos préstamos bancarios para empresas o hogares. De hecho, la causalidad se da a la inversa: las tasas de interés del Gobierno en el Reino Unido y en otros lugares son tan bajas debido a que las tasas de interés para los préstamos al sector privado son tan altas.

Sin embargo, al igual que lo que pasó con “el fantasma del comunismo” que persiguió a Europa en el famoso manifiesto de Carlos Marx, hoy en día “todos los poderes de la vieja Europa se han unido en una santa alianza para exorcizar” al fantasma de la deuda nacional. Pero los estadistas que tienen como objetivo liquidar la deuda deben recordar a otro fantasma famoso. Ese fantasma es el fantasma de la revolución.

(*) Miembro de la Cámara de los Lores, profesor emérito Economía Política, Universidad Warwick.

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