jueves, 18 de agosto de 2011

El modelo K

Desde que murió Néstor Kirchner, la presidenta, Cristina Fernández, ha estado sola al frente de un barco cuyo destino inmediato es atracar en el puerto de su reelección. Las primarias, eufemismo para hablar de un gran ensayo general de las elecciones, –los partidos ya habían elegido a dedo a sus candidatos–, confirman que ella sigue siendo la favorita de Argentina. Ningún otro candidato, ni dentro ni fuera del peronismo, es capaz de hacerle sombra por sí mismo. La máxima aspiración del arco opositor es forzar un balotaje para intentar unificar fuerzas y tratar de arrebatarle el trono del poder en una segunda vuelta.

El kirchnerismo, versión moderna del movimiento peronista o “populismo mercantilista y nacionalista”, según define el profesor de Ciencias Económicas, Raúl Ochoa, arrastra recientes e importantes derrotas en Buenos Aires y en las provincias de Santa Fe y Córdoba. En esta última, la mujer que ocupa la Casa Rosada desde hace ocho años, –primero como consorte y después como jefa del Estado–, no fue siquiera capaz de presentar un candidato. En la capital de Argentina, Mauricio Macri, un empresario con escasa experiencia política, mantuvo a finales de julio su puesto de jefe de Gobierno y humilló al oficialista Daniel Filmus, al vencerle por casi treinta puntos de diferencia. Esta seguidilla de fracasos en las urnas, donde el 70% no votó  por el kirchnerismo, sirve en bandeja la hipótesis que sostiene que el cambio en el país posible.

Lo de probable, es otra cosa. Cristina Fernández, viuda desde hace diez meses, sigue teniendo un respaldo mayoritario. Su fortaleza, a título personal, pone de manifiesto la ausencia de alternativas sólidas. “No hay liderazgos que la hagan sombra. Argentina no ofrece, hoy por hoy, estadistas o dirigentes con discursos que calen en la sociedad”, observa el historiador, sociólogo y escritor, Juan José Sebrelli. “El mensaje de la oposición –continúa– es institucional. Se defiende el respeto a la separación de poderes y se proponen políticas de Estado pero no sirve para ganar votos”.

La Unión Cívica Radical (UCR), después de la monumental crisis que precipitó, en 2001, la dimisión de Fernando de la Rúa, no logra dar con una persona capaz de provocar entusiasmo. Ricardo Alfonsín, hijo del difunto presidente Raúl Alfonsín, recoge parte de la herencia familiar pero no convoca, como hacía su padre, a las masas. “Además, su recuerdo está ligado a la hiperinflación”, puntualiza Sebrelli. Un peronista de la vieja escuela como el ex presidente Eduardo Duhalde, conserva, según las últimas encuestas,  un nivel de rechazo demasiado alto y Elisa Carrió, ex UCR y promesa de líder truncada, no levanta vuelo. Tampoco el socialista Hermes Binner, un hombre demasiado pausado para un país que sintoniza más con dirigentes entusiastas. Beatriz Sarlo, autora de La audacia y el cálculo, una disección minuciosa del Gobierno de Néstor Kircher, reconoce “la crisis de liderazgos” pero, puntualiza, “no es patrimonio de Argentina, sucede en la mayoría de los países”.

La economía, palabra mágica en cualquier rincón del mundo, es uno de los factores que puede explicar parcialmente la Argentina de hoy. Una sensación de bienestar recorre a buena parte de la sociedad, “los sueldos se han incrementado en los dos últimos años hasta un 35%, los jubilados han mejorado sus pensiones un 76% y las clases más desfavorecidas reciben subsidios”, apunta Raúl Ochoa. Al mismo tiempo y sin entrar en contradicción, “la inflación –en torno al 30%– pulveriza los ingresos. La redistribución de la riqueza ha servido para que los amigos del poder se llenen los bolsillos mientras la gente ha vuelto a dormir en las calles. Hay campamentos de familias enteras instalados, hasta delante del Congreso y Argentina vive colgada de la soja”, recuerda Sebrelli.

La ilusión de mejor calidad de vida no es gratis y más tarde o más temprano pasa factura. El precio de arranque con el que se enmascara la realidad tiene varios dígitos: “17.000 millones de dólares (unos 12.000 millones de euros) es la cifra en subsidios que reparte el Gobierno a todos los sectores de la economía. De estos, el 85% son para congelar las tarifas de luz, gas y transporte”, recapitula Ochoa. Dicho esto, “el panorama –asegura– no es malo. El que venga, si Cristina Fernández no es reelecta, tendrá que hacer ajustes y correcciones pero Argentina, estructuralmente, tiene una protección sólida”.  Los pilares que sostienen esta afirmación, en un país con el grifo del crédito internacional cerrado, son simples. Argentina tiene una deuda asumible y el eterno problema de las reservas ya no existe. El Banco Central atesora en torno a cincuenta mil millones de dólares.

A la ilusión de bienestar se suma la de autosuficiencia. Mientras Europa y Estados Unidos atraviesan momentos críticos, el gobierno de Cristina Kirchner enarbola la bandera de la tranquilidad financiera. El batacazo de 2001 no está lejano en la memoria. Suspensión de pagos, miseria y pobreza marcaron a la población. Los ahorros quedaron diezmados por el corralito,  el corralón y la devaluación, que limitaron las extracciones de dinero en efectivo, bloquearon los depósitos y transformaron las cuentas en dólares a pesos devaluados. La depresión era en términos absolutos y abarcaba todas las áreas. Kirchner logró que el ciudadano recuperara la autoestima y resucitó el sentimiento nacionalista que su viuda sigue explotando sin desprenderse del luto. Estas pinceladas explican un cuadro político que, todavía, tiene a Cristina Fernández como protagonista.
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