miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ecos de la guerra de las drogas

Christina Larson es  profesora en la cátedra Bernard L. Schwartz de la New America Foundation.

Mi hotel en las afueras de Puebla, una ciudad de 1,3 millones de habitantes en el centro de México, mira a un ondulado campo de golf bordeado por palmeras y, tras él, una transitada autopista flanqueada por concesionarios de Mazda y Mercedes. El centro histórico tiene arquitectura colonial española. Las áreas más nuevas de la ciudad presumen de subdivisiones cercadas, outlets de la cadena de productos de bricolaje Home Depot y centros comerciales. Yo he llegado para asistir a una conferencia sobre tecnología, "Ciudad de las Ideas”, ahora en su tercer año, que cuenta con lumbreras internacionales de la talla de Malcolm Gladwell y Chris Anderson como oradores. Éste es el México del primer mundo, tan refinado y cosmopolita como cualquier otro lugar de Estados Unidos o Europa. Esta parte de la élite de la sociedad mexicana presente en la conferencia luce iPhones y bolsos de Chanel, bebe café de Starbucks, y, tras escuchar que yo soy estadounidense, habla sin parar sobre sus vacaciones en Miami y San Diego.

En otras palabras, no estoy en el México de los periódicos, el México que ha sufrido de una manera tan obvia los estragos producidos por la brutal guerra del narcotráfico en el país durante la última media década. Las clase intelectual está alejada no sólo geográficamente sino, según parece, psicológicamente, de las horribles imágenes que hemos podido ver en las noticias este año, en su mayoría del norte del país: 13 jóvenes asesinados en una fiesta de cumpleaños en la ciudad fronteriza de Juárez; adolescentes reclutados por los cárteles de la droga que blanden sus machetes en vídeos caseros de torturas; cuerpos decapitados abandonados sobre la blanca arena de las playas de Acapulco; los cadáveres cosidos a balazos y con los ojos vendados de seis ex camellos pudriéndose junto a una carretera de la costa con notas escritas a mano por los asesinos (una táctica para intimidar a los miembros de las bandas rivales). Se calcula que, desde 2006, unas 30.000 personas han muerto por la violencia que emana de la actividad de los cada vez más poderosos cárteles de la droga de México. “No es sólo la cantidad de violencia lo que es terrible, es la naturaleza espectacular de esta violencia, el elaborado estilo de las ejecuciones”, dice el periodista mexicano Sergio Sarmiento. Es el mayor estallido de violencia desde la revolución mexicana hace 100 años, tantos los nuevos miembros de las bandas como las víctimas parecen volverse cada vez más jóvenes –lo que ha dado lugar a que se comience a hablar de una “generación perdida”.

Aproximadamente el 90% de la violencia se ha producido en un puñado de condados del norte, muy lejos de las piscinas y las villas protegidas por rejas de Puebla. Sin embargo, estos dos Méxicos –el privilegiado y el desesperado– no están tan separados como pudiera parecer. La violencia del narcotráfico no llega muy a menudo a Puebla, pero los líderes de los carteles de la droga –como otros empresarios mexicanos de éxito— sí lo hacen. En septiembre, uno de los más famosos jefes de un cártel del país, Sergio “El Grande" Villarreal Barragán, fue arrestado en Puebla por 30 soldados. “Se percibe a Puebla como un lugar que está en gran medida libre de violencia –lo que seguramente debe de ser tan atractivo para un señor de la droga como lo es para mí–”, escribió en el New York Times Pedro Ángel Palou, novelista residente en esta ciudad. No obstante esa percepción está cambiando: “En cierto sentido, nosotros también estamos atrapados en Puebla. En mi barrio, donde las carreteras están todavía sin asfaltar, vivimos tras altos muros y vallas electrificadas o alambradas… cualesquiera que sean los extremos a los que estemos dispuestos a llegar para preservar nuestra tranquilidad, al final la violencia traspasa”.

En México D. F., hablé con Gabriella Gomez-Mont, artista y senior fellow del programa TED, que explicó así los ecos culturales de la violencia del narcotráfico: “Ver muerte y violencia cada día en la televisión y los periódicos, ¿crees que eso no afecta a la gente? Algunos se sienten directamente amenazados, pero para otros simplemente abre un imaginario de violencia. Hay una sensación de impunidad que sienten los ciudadanos. Incluso los crímenes no relacionados con la droga… se están volviendo más violentos”.

Yo no vine a México para informar sobre las guerras de la droga. Pero hoy es imposible visitar cualquier parte de este país, incluso Puebla, y no reconocer cómo el miedo y la desesperación han permeado todos los aspectos y niveles de la vida mexicana.

"Gracias por venir. No muchos estadounidenses vienen a vernos estos días”, dice Luis Echarte, presidente de la Fundación Azteca América y antiguo director financiero de TV Azteca, una de las principales cadenas de televisión del país. Estábamos sentados en una sala de conferencias en las oficinas principales de TV Azteca en México D. F., justo tras acabar de hacer una visita a los alegres estudios de un popular programa matinal en el que mujeres de largas melenas y ensayado entusiasmo hablaban exaltadas sobre cómo organizar la mejor despedida de soltera. Yo no había mencionado las guerras de la droga, pero fue, implícitamente, el primer tema de conversación. “La situación no es tan mala como parece en las noticias, pero estamos teniendo algunos problemas graves en algunas ciudades”, afirmó Echarte. “Gracias de nuevo”, dijo mientras me marchaba. “Es muy difícil conseguir que los estadounidenses bajen hasta aquí”.

Nadie entiende del todo cómo las cosas pasaron a ponerse tan mal, tan rápidamente, o por qué la violencia es mucho más espectacular y truculenta que aquella también relacionada con las drogas en lugares como Colombia. Entre los políticos con los que hablé, algunos dicen que el perfil alto de la campaña de “guerra contra las drogas” que desde 2006 ha llevado a cabo el presidente, Felipe Calderón, contra los jefes mexicanos del narcotráfico como Villarreal Barragán sólo ha servido para disparar la violencia, porque eliminar a los líderes de los cárteles simplemente aviva la rivalidad entre los aspirantes a sucederles y las bandas de la competencia. Otros sostienen que la violencia habría aumentado independientemente de las políticas del Presidente, debido a la existencia estimada de unos 7 millones de “ni nis” –jóvenes que ni trabajan ni estudian y tienen pocas oportunidades de ganar dinero al margen de los cárteles— víctimas tanto de la floja situación de la economía como de los depredadores jefes del narcotráfico.

Algunos dicen que detener la demanda de las drogas ilegales que entran de contrabando en EE UU, por ejemplo legalizando la marihuana, ayudaría a contener el problema. Otros sostienen que si no fueran las drogas sería otra cosa (los cárteles mexicanos solían traficar con hachís e incluso electrodomésticos) –en otras palabras, el problema no es tanto las drogas como el crimen organizado.

Y respecto a qué sucederá a partir de ahora, a algunos les preocupan las implicaciones en materia de derechos humanos de la noción popular de que esto es “el 11-S de México”, una tragedia nacional que justifica que se aumente el poder de la policía (a las fuerzas de lucha contra el crimen de México ya se les ha otorgado una mayor flexibilidad para detener a sospechosos y para hacer uso de pruebas obtenidas mediante escuchas telefónicas en los tribunales). Otros dicen que la histórica debilidad de las instituciones mexicanas y de la sociedad civil crearon las condiciones iniciales para que floreciera la ilegalidad.

Tomemos como ejemplo a Juárez, ahora tristemente célebre como la ciudad más violenta del país. Se trata de una población fronteriza del norte situada en una muy importante ruta del narcotráfico. Y quizá igualmente significativo es el hecho de que fuera una de las ciudades más afectadas por las transformaciones económicas que comenzaron en México en los 60 y 70, y que se aceleraron tras la entrada en vigor del NAFTA en 1994. Los trabajadores se trasladaron desde el sur y el centro de México a Juárez, donde encontraron empleos para los que apenas se requería formación en las recién abiertas maquiladoras, fábricas que pagaban sueldos muy bajos y manufacturaban productos para exportar al norte de la frontera. Los hijos de estos emigrantes internos –contemporáneos de los líderes de los cárteles de la droga de hoy— crecieron sin modelos a imitar y con muy poco que los vinculara a la comunidad.

“En Juárez, pensaron que lo único que importaba era tener un trabajo. Pero uno no puede ver la verdadera dimensión de la pobreza tomando en consideración sólo el empleo”, explica Cecilia Balli, profesora adjunta de Antropología en la Universidad de Texas en Austin (EE UU) que ha pasado tiempo en Juárez entrevistando a funcionarios locales y a víctimas de la violencia relacionada con las bandas. “Lugares de México como éste nunca desarrollaron el imperio de la ley; [este tipo de ciudades] no incorporaron a los pobres a ninguna clase de proceso democrático. Hay sencillamente capas y capas de dejadez: social, psicológica, abandono económico”. Su investigación le ha llevado a creer que los jóvenes y los desempleados de México están incluso más desconectados de la sociedad que sus equivalentes por todo el mundo. Juárez es un caso que sobresale especialmente, pero otras ciudades maquiladoras del norte han estado también entre las más susceptibles a la captación por parte de los cárteles y a una violencia terrible.

Este año, México conmemoró el 200 aniversario de su independencia. Pero las celebraciones se estropearon. En Juárez, poco después del desfile de celebración, un fotógrafo de un periódico local –supuestamente amigo del hijo de un investigador local de temas de derechos humanos— fue abatido a tiros en mitad de la tarde. Incluso al margen de la reciente violencia relacionada con las drogas, hay un elemento de pesimismo que reina en la narrativa nacional y que inmediatamente llama la atención al visitante. “Nosotros en cierto momento fuimos un país muy rico”, en palabras del periodista Sarmiento. “Cuando Estados Unidos estaba construyendo cabañas de madera, nosotros en México teníamos enormes y resplandecientes ciudades. Entonces comenzaron a suceder cosas; comenzamos a cometer errores, comenzamos a vivir por debajo de nuestro potencial… Todavía no hemos averiguado qué es lo que hicimos mal en los últimos 200 años, qué es exactamente lo que no marcha en México”.

Sentada en el interior de la fuertemente custodiada residencia presidencial de Los Pinos, en México D.F, esperando para hablar con uno de los asesores de Calderón, examiné los retratos de los bigotudos héroes nacionales que me miraban desde lo alto de sus marcos dorados. ¿Cómo contestarían ellos a la pregunta de Sarmiento? El palacio transmitía una sensación de búnker, pero no porque las guerras de la droga se parezcan a “una insurgencia”, como dijo en septiembre la secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton, –ya que es claro que la mayor parte de la violencia está dirigida hacia las bandas rivales no al Estado. Pero está también claro que la guerra contra el narcotráfico de México no puede ser considerada únicamente como una cuestión de seguridad pública; afecta al conjunto de la sociedad. Y se debe implicar a la sociedad entera si se pretende acabar con esta guerra alguna vez.
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