lunes, 5 de marzo de 2012

libro de la semana: el miedo en Occidente

  • El miedo en Occidente, Jean Delumeau. Taurus. Madrid, 2012. 591 páginas.

El miedo representa un reflejo espontáneo ante el peligro, que dispone al organismo para evitarlo, y en ese sentido forma parte del repertorio con que la selección natural nos ha dotado y nos permite sobrevivir. Pero el miedo puede también bloquear nuestras facultades, llevarnos a decisiones erróneas, o responder a peligros imaginarios y convertirse en obsesivo. ¿Puede constituir incluso un elemento crucial en la cultura de un determinado período histórico? Esa es la tesis que el gran historiador francés Jean Delumeau, nacido en Nantes en 1923, durante años titular de una cátedra de historia de las mentalidades religiosas en el venerable Colegio de Francia, planteó en un libro de 1978 que se ha convertido en un clásico y aparece ahora en una cuidada versión española: El miedo en Occidente. Sus quinientas páginas de texto, en las que la amplia erudición del autor se combina con su agilidad narrativa, evocan los miedos vividos por nuestros antepasados en un período crucial de la historia europea, el que va de mediados del siglo XIV a mediados del siglo XVII, es decir desde la aterradora Peste Negra de 1348 hasta el final de las guerras de religión.

Fueron trescientos años en los que la historia convencional ve el paso de la Edad Media a los tiempos modernos, a través de la cesura que habría supuesto un Renacimiento al que se suele atribuir la emancipación de las mentes respecto al oscurantismo medieval. Delumeau observa, sin embargo, que se ha dado demasiado relieve al nuevo espíritu que representaban algunas figuras renacentistas excepcionales, como Leonardo da Vinci, Erasmo de Roterdam o Rabelais, y se ha prestado menos atención de la debida a los rasgos de continuidad a lo largo de todo el período, que presenció una exacerbación de obsesiones, como el terror a Satanás, que hoy tendemos a considerar medievales. Fueron esos siglos del tránsito a la modernidad, aquéllos en los que más extendido estuvo el temor a la inminente llegada del Anticristo y del Juicio final, aquéllos en que el arte mostró una delectación morbosa en los cuerpos torturados de los mártires, del propio Cristo, piénsese en el impresionante crucificado de Grünewald en el retablo de Issenheim, o de los condenados en el Infierno; aquéllos en los que el temor a Satanás fue más intenso que nunca; aquéllos en los que el odio antisemita alcanzó unas cotas que sólo los nazis llegarían a superar y aquellos en los que la vana persecución de la brujería llevó a la hoguera a más hombres y mujeres, sobre todo mujeres porque la asociación del sexo femenino con el satanismo respondía también a una agudización de la misoginia eclesiástica. Todo un catálogo de horrores que en la interpretación de Delumeau respondían a una misma actitud de fondo: el miedo.

Su análisis se mueve a dos niveles: los miedos ancestrales del pueblo y el miedo de las élites intelectuales, en especial eclesiásticos y jueces, que integraron los temores dispersos en una elaboración ideológica centrada en la concepción de una ofensiva satánica a la que había que dar respuesta por todos los medios.

Los miedos de la mayoría respondían a un repertorio de origen milenario que no necesariamente se modificó en aquellos siglos: el miedo a la oscuridad de la noche, al hambre, a los lobos, a los aparecidos, a los maleficios de los brujos o a las maquinaciones de una minoría segregada y sospechosa: los judíos. Esos miedos podían por sí mismos dar lugar a respuestas violentas, pero no a políticas de persecución sistemática de herejes, judíos o brujos como las que ensombrecieron Europa en los inicios de la Edad Moderna. En particular, los miedos supersticiosos del pueblo tenían una cierta ambigüedad, pues podía haber una magia mala pero también una buena y los difuntos, cuya inquietante presencia se hacía notar en ciertas noches, no eran aliados de Satanás. Sencillamente seguían vivos ciertos componentes de una cultura animista ancestral que se habían combinado a lo largo de los siglos con las creencias cristianas y que los celosos impulsores de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica se esforzarían en erradicar, pero que subsistieron hasta bien entrado el siglo XX en ciertas áreas rurales, por ejemplo en Bretaña o en los Balcanes.

Los demonios rurales, a menudo protagonistas de cuentos chistosos en que eran vencidos por aldeanos más listos que ellos, carecían de aterradora potencia maléfica que los eclesiásticos protestantes y católicos atribuían por entonces a Satanás y su corte infernal. El ángel caído y sus secuaces, que habían jugado un papel reducido en la mentalidad cristiana durante mil años, ganaron por primera vez popularidad en los siglos XI y XII, como lo prueban múltiples relieves románicos, pero la verdadera obsesión satánica comenzó en el siglo XIV, en el que Dante compuso su Divina Comedia, y se mantuvo durante trescientos años. Resulta hoy difícil imaginar hasta qué punto hombres como Lutero vivían atemorizados ante las continuas acechanzas de Satanás, entre cuyos agentes enumeraba el reformador alemán a papistas, judíos, turcos, campesinos rebeldes y todos sus otros enemigos de cada momento. Como siempre susceptibles a la seducción de las generalizaciones abusivas, las élites intelectuales del momento, clérigos y jueces, tanto católicos como protestantes, elaboraron una interpretación coherente de las distintas amenazas que percibían, tales como las epidemias recurrentes, las discordias religiosas, el avance turco, la indisciplina de las masas, y las presentaron como el resultado de una acción satánica que Dios permitía como castigo a los pecados de la humanidad. Las consecuencias fueron trágicas para los judíos, para todas las minorías religiosas variables en función de la mayoría dominante en cada lugar, para las aldeanas sospechosas de encantamientos maléficos y para los espíritus independientes.

Muchos judíos fueron sometidos a tormento y ejecutados por la falsa sospecha de que habían secuestrado y asesinado a niños cristianos en una rememoración ritual del deicidio del que se culpaba al pueblo de Israel, incluidos los ocho, seis de ellos conversos, que fueron condenados por la Inquisición y quemados en 1490 por el asesinato del “santo niño de la Guardia”, a pesar de que en dicha localidad toledana no había aparecido cadáver de niño alguno ni se había denunciado su desaparición.

Otro tema al que presta especial atención el profesor Delumeau, quien por cierto es un católico ferviente, es el de la caza de brujas, que alcanzó su paroxismo de mediados del siglo XVI a mediados del XVII. Algunos historiadores del siglo XIX, incluido el gran Michelet, llegaron a creer que los aquelarres documentados en los procesos por brujería habían tenido existencia real y los explicaron como una pervivencia de la religiosidad pagana, pero esta tesis ha sido desmentida por la investigación. Los aquelarres sólo existieron en la imaginación perversa de los perseguidores y en las declaraciones de víctimas sometidas a tortura. En 1631 el jesuita alemán Friedrich Spee hizo una afirmación contundente: “Si no todos hemos confesado aún ser brujos, es porque no hemos sido torturados”. Era un primer destello de sensatez y de piedad, el inicio de un cambio de actitud que en décadas sucesivas se abriría lentamente camino en toda Europa, no sin recaídas en el fanatismo y en el horror de las persecuciones.
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