martes, 25 de octubre de 2011

Una guerra perdida

Por Otfried Nassauer (*)

Después de diez años, puede afirmarse que la guerra en Afganistán está ya perdida. Para los EE.UU. y sus aliados se trata ahora solamente de cómo salvar la cara.

 

Barack Obama ha recibido en verdad una pesada herencia. Su predecesor en el cargo, George W. Bush, dejó tras de sí tres guerras. Las tres la comenzó Bush pero durante sus ocho años de mandato no consiguió terminar ninguna: Irak, Afganistán y la Guerra contra el terrorismo.

Obama ha de recordar ahora otra vez esta dolorosa herencia. Hace exactamente diez años, el 7 de octubre de 2001, Bush puso a Afganistán en el punto de mira. Con un ataque al feudo de Osama Bin Laden en Hindu Kush comenzó la guerra de Bush contra el terrorismo mundial: fue su respuesta a los ataques del 11 de septiembre de 2011 a Nueva York y Washington.

Sin embargo, la lucha contra el terorrismo en Afganistán pronto se convirtió, a pesar de una rápida victoria sobre el régimen talibán, en una guerra contra el país. Esta guerra entrará dentro de poco en su undécimo aniversario. Con ello, la presencia del ejército estadounidense en Afganistán superará a la del Ejército Rojo.

Obama sabe que esta guerra tiene que terminar cuanto antes. No puede ganarla y no puede perderla. El tiempo trabaja contra los Estados Unidos y sus aliados. Para el 2014 las tropas estadounidense deberían retirarse prácticamente del país. Las primeras unidades deberían hacerlo este mismo año.

Muchos aliados han anunciado ya la disminución de su presencia en el país. También Alemania, que deja el ritmo de retirada de la Bundeswehr en manos de los Estados Unidos siguiendo la lógica del comienzo de la guerra. Alemania y el resto de Aliados participaron en la guerra en Afganistán sobre todo para mostrar su solidaridad con Norteamérica.

La retirada de las tropas de la OTAN se prepara desde hace tiempo. Los insurgentes cuentan con más combatientes entre sus filas y luchan con mayor ferocidad. Las fuerzas de seguridad del gobierno se incrementan y crece su responsabilidad en la seguridad del país y la lucha contra los insurgentes.

Se espera que el detestado y corrupto gobierno de Karzai sobreviva a la retirada de las tropas extranjeras con sus propias fuerzas y apoyo externo. Al menos de manera provisonal. Salvar la cara: ése es el objetivo de esta estrategia.

Nadie sabe si tendrá éxito. Desde hace semanas los talibanes han demostrado que son capaces de llevar a cabo acciones militares en la capital misma. Los partidarios de Karzai son atacados repetidamente en atentados terroristas.

Con la reciente muerte del antiguo presidente Burnahuddin Rabbani a manos de un terrorista suicida desapareció también el mediador más importante, alguien capaz de atraerse pacificamente a los talibanes para un futuro gobierno afgano. La región fronteriza afgano-pakistaní sigue siendo una zona problemática e incontrolable. Ni el gobierno de Pakistán ni el de Afganistán, y tampoco las tropas estadounidenses y sus aliados han podido evitar esto.

Desde que fuerzas especiales de los Estados Unidos acabasen con la vida de Osama bin Laden en una misión en el interior de Pakistán el pasado mes de mayo, las relaciones entre los Estados Unidos y Pakistán han empeorado visiblemente.

A pesar de toda esta incertidumbre algo es claro: Obama debe poner fin rápidamente a esta guerra. Limitar los daños es la mejor posibilidad que le queda.
Una derrota visible y una retirada de las tropas que tuviera lugar de manera evidente por la presión de los insurgentes mandaría una señal fatal para los Estados Unidos, pues debilitaría a la OTAN, aumentaría la inseguridad de los aliados y pondría en cuestión la capacidad de los Estados Unidos, cuyo papel de gendarme mundial quedaría también seriamente cuestionado.
La dudosa reputación de Afganistán como cementerio de las grandes potencias se renovaría.

Obama está ahora apremiado por otro de los legados de George W. Bush: una deuda estatal que limita seriamente la capacidad comercial de los Estados Unidos. Durante el mandato de Bush ésta prácticamente se duplicó a más de diez billones de dólares.

Su origen fue, entre otras cosas, los costes por la guerra, los intereses crecientes y los cientos de miles de millones de euros que Bush inyectó en el sistema financiero estadounidense. Las obligaciones financieras para los años siguientes, que Bush redujo, aumentaron esta montaña de deuda en el 2009 y el 2010 a más de tres billones de dólares.

Obama debe ahora rebajar de manera clara las cargas financiera de la guerra en Washington y, a la vez, asegurar a los Estados Unidos el papel dirigente para el futuro.

Las primeras consecuencias no han tardado en aparecer. Cuando Francia y el Reino Unido llamaron a una intervención militar en Libia, el gobierno de Obama no prestó su apoyo militar. Rechazó claramente la adopción de un papel dirigente y la intervención de tropas terrestres. Sencillamente, no estaba preparado para asumir una carga de una nueva guerra, posiblemente prolongada.

La responsabilidad para una larga, cara y a menudo poco exitosa Nation-Building deberán cargarla otros. Obama tiene ahora nuevas prioridades. En junio informó de los primeros pasos para una retirada de tropas en Afganistán: América ha de concentrarse ahora en la reconstrucción de la nación aquí, en nuestra casa.


(*) Otfried Nassauer es periodista. Dirige el Centro de información para la Seguridad Transatlántica de Berlín (BITS, por sus siglas alemanes).
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