lunes, 28 de marzo de 2011

Libia desde la izquierda

Por Farid Adley (*)

Queridos compañeros de Il Manifesto (Italia), redactores y lectores, no estoy de acuerdo con vosotros en algunas posiciones, pero sigo leyendo y difundiendo (es lo menos que puedo hacer) Il Manifesto. Las reflexiones propuestas por Rossanda, Castellina, Parlato y Di Francesco son sacrosantas, pero tienen un defecto: no sitúan la cuestión libia en su contexto histórico.

Sería un debate progresista y profundo sobre dudas y zonas de sombra si no fuera por la tragedia de un pueblo que todos los días está siendo asesinado en las plazas de las ciudades libias y en los centros de negocios del mundo industrializado. La frase del compañero Parlato "soy y seguiré siendo un admirador incondicional del coronel Gadafi"(Il Sole-24 Ore del día 18/02/2011, luego repetida en las páginas de Il Manifesto diez días más tarde) duele mucho a los que -como yo– perdieron su libertad a causa del tirano. ¡Cuántos artículos he tenido que firmar bajo seudónimo para evitar represalias contra mi familia!

En primer lugar, lo que está pasando en Libia no es una guerra civil; se podrá convertir en ello en el futuro, pero ahora es una resistencia popular contra un tirano, su familia, las milicias y los mercenarios. Es algo comparable a la resistencia italiana contra el fascismo de Mussolini.

La cuestión de la bandera izada en las zonas liberadas, la de la independencia, no es una señal de retorno al pasado. Esa bandera no es propiedad del ex rey Idriss o de la cofradía sanussita. (Por cierto, no entendí la referencia del compañero Parlato al supuesto antisemitismo de Idriss. Ser antisionista no es necesariamente antisemitismo.

Les recuerdo que antes de la ocupación de Palestina, entre los varios proyectos para la creación de Israel en la primera parte del siglo XX, la Cirenaica era uno de los lugares sugeridos. Ser contrarios a estos propósitos no es, por supuesto, antisemitismo). Yo habría usado la bandera roja, pero ni yo ni mi generación pintamos nada en esta revolución. La corriente monárquica en la oposición es absolutamente minoritaria y enarbolar la tricolor, con la estrella y la media luna en blanco, no es un apego al pasado, sino un claro rechazo al régimen.

Basar en eso una crítica a los jóvenes libios que enfrentaron a pecho desnudo las ametralladoras antitanque de las milicias y los mercenarios de Gadafi, es de una falta de generosidad desarmante. No se niega aquí la existencia de planes internacionales para poner las manos sobre el petróleo de Libia, pero la revolución libia del 17 de febrero de 2011 no está liderada por títeres del imperialismo, sino por jóvenes y demócratas que tienen una historia en el país.

La caída del muro de miedo, después de las experiencias de Túnez y Egipto, los llevó a levantar la cabeza contra la tiranía. Si no ponemos en el centro de la atención este grito de libertad, que nace desde abajo, no entenderemos nada de los movimientos de revuelta que están caracterizando la lucha de los países árabes en contra de las cariátides en el poder durante muchos, demasiados años.

La segunda cuestión se refiere al Gaddafi socialista. Las tesis sobre el denominado socialismo árabe arreciaron en los años cincuenta y sesenta, en el momento del rescate naserista-baazista de Egipto e Irak. Interesantes experiencias de burguesías nacionales en el Sur del mundo que fueron sólo por necesidad antiimperialistas en la primera etapa de su desarrollo. En el Irak, Egipto y Siria de aquellos años los comunistas y los verdaderos socialistas fueron perseguidos y reprimidos. Esas experiencias de golpes de Estado dieron muchos resultados positivos en el plano social, pero sólo en la primera etapa de su desarrollo.

La tendencia verticalista y la falta de legitimidad democrática por un lado, y el ataque por parte de los aliados occidentales de Israel por el otro (la guerra de Suez en 1956 y la del 5 de junio de 1967) convirtieron estos nuevos regímenes en oligarquías militares que no tienen nada que ver con la idea de una distribución justa de la riqueza nacional y de desarrollo social y cultural del ser humano en la que se funda toda experiencia socialista.

Gadafi llega más tarde, en 1969. El “impulso” del golpe de Estado militar contra el viejo rey Idriss, para usar las palabras de Berlinguer, se acabó muy pronto. Ya en 1973, de la revolución de los Oficiales Libres no quedaba nada, salvo la implacable represión de toda disidencia. Las horcas en la Universidad, la expulsión de los compañeros de lucha, la supresión de cualquier tipo de oposición, la prohibición de los sindicatos, la anulación de cualquier acción independiente de la sociedad civil, el asesinato en el extranjero de los opositores (Italia fue el escenario favorito para ese tipo de acciones terroristas) y las operaciones militares contra civiles que protestaban pacíficamente en contra de la voluntad del tirano (años 80 y 90 en Derna y Benghazi), así como la masacre de Abu Selim (26 de junio de 1996 ), son ejemplos del dominio de esta nueva clase dirigente que, de hecho, se ha reducido a la familia de Gaddafi y a un pequeño círculo de sus seguidores.

La corrupción galopante y el control total por parte de los servicios secretos en la vida cotidiana de los ciudadanos son la base de un régimen que ha gastado la riqueza del país, no en construir una Libia moderna capaz de crear puestos de trabajo y prosperidad para el pueblo, sino en comprar conciencias, en ganarse el apoyo de otros dictadores, en imposibles y perdedoras guerras en África (Uganda, Chad...) y en el lujo para sus hijos y seguidores. Libia es un país rico, pero los libios son pobres. Un empleado gana el equivalente de 170 dólares mensuales, mientras que uno de los hijos tontos del tirano se gastó dos millones de dólares en un espectáculo de una sola hora, de la cantante estadounidense Beyoncé, en un club nocturno de Las Vegas.

Del socialismo de Gadafi los libios tienen un débil recuerdo de los supermercados vacíos de mercancías y de la aburrida y estúpida burocracia corrupta, semejante a lo que han heredado las generaciones más jóvenes de Europa del Este. Y no todo era anticomunismo. No creo que Gadafi represente una continuación de la experiencia no alineada de Nasser. Castellina hace bien en recordar la importancia de esa idea, silenciada por lo demás por la despiadada agresión imperialista, del rechazo a tomar partido a la fuerza por uno de los dos pactos militares en los que se dividió el mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Nasser murió pobre y su hijo no heredó ningún papel político. En cambio aquí (en Libia) la riqueza petrolera del país se considera una propiedad privada de la familia y el poder de la Jamahiriya ha sido reducido a una ridícula monarquía.

Considerar a Gadafi como parte de aquel mundo que trató de seguir la estela del noble experimento de los “No Alineados” ha sido un error de valoración de la compañera Castellina.


¡Las buenas intenciones del coronel no bastan! En política lo que importa es la acción. Al igual que muchos jóvenes libios de aquellos tiempos, yo también ocupé el Consulado de Libia en Milán y destruí la fotografía del rey Idriss. Pero ya en 1973 la Unión General de los estudiantes libios, que yo lideraba, ocupó la embajada libia en Roma para protestar contra el ahorcamiento en el campus de la Universidad de Benghazi (por otra parte sin juicio) de los estudiantes que pedían libertad y representación.

La izquierda libia se ha suprimido con asesinatos y detenciones y en algunos casos con la compraventa de conciencias, en un silencio total. Ha sido también culpa nuestra porque no hemos sido capaces de comunicar y establecer relaciones y hemos vivido la acción de oposición en formas organizativas muy fragmentarias. Pero no se puede dar a Gadafi la patente de representante de ninguna variante de socialismo. Los errores de este tirano no se limitan a los últimos diez años, como sostiene el compañero Parlato (Il Manifesto, 27 de febrero), sino que se remontan mucho más atrás.

Gadafi enarboló las banderas del antiimperialismo y del anticolonialismo, pero por debajo de la mesa negoció su propia salvación personal mediante acuerdos que abrieron Libia al saqueo de los países ricos. Somos conscientes de que el petróleo es tentador para muchos. Y por eso nos oponemos a cualquier intervención militar externa. La oposición ha pedido una zona de exclusión para impedir el uso de la fuerza aérea por parte del coronel.

Los hombres que forman el gobierno provisional de salvación pública son personas que conozco personalmente y son serias y dignas de confianza. No son secesionistas ni fundamentalistas. La matriz demócrata que los empuja a rebelarse contra las órdenes del tirano está fuera de toda discusión. No escucharlos sería un grave error por parte de la izquierda italiana y de la Italia democrática entera. Por último, el masoquismo.

Perseverar en el error sería lo peor de todo. El juicio positivo que se daba a algunas experiencias de los países en el hemisferio sur no veta la posibilidad de una revisión crítica. Como sucedió con la crítica a los países del socialismo real en Europa del Este, también hoy es posible tomar nota del fin de una ilusión. El juicio de entonces tenía sus razones contingentes y de contexto. La situación actual es diferente. Y hay que reconocerla tal y como es. No creo que sea muy clarividente por nuestra parte fustigarnos por los errores de valoración y análisis del pasado. Recordemos que también Mussolini fue socialista y que Giuliano Ferrara fue comunista.

(*) Bajo el seudónimo de Abi Elkafi, escribió en Il Manifesto varias crónicas de la revuelta libia.
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