martes, 14 de septiembre de 2010

Fábula del perro solitario y el socialista indignado

Por Johann Hari (*)

Su madre lo dejó en manos de una nurse negra que lo crió, pero eso no le impidió cultivar un racismo estremecedor. London se hizo célebre por El llamado de la selva, pero los estadounidenses parecen olvidar que imaginaba un triunfo rojo en su país.

Estados Unidos tiene una habilidad asombrosa para tomar a sus más furiosos y radicales pensadores y convertirlos en eunucos.

El proceso comienza en el momento en que mueren: Mark Twain es recordado como un bromista que flota eternamente sobre el río Mississippi a la puesta del sol, mientras que sus polémicas contra el violento nacimiento del imperio americano quedan sin recordar.

Martin Luther King es recordado por su prosa poética sobre los niños tomándose de las manos en una colina de Alabama, pero pocos recuerdan que fue él quien dijo que el gobierno estadounidense era “el mayor proveedor de violencia en el mundo de hoy”.

Pero quizá el mayor acto de castración histórica es el de Jack London. Este hombre fue el socialista revolucionario más leído de la historia norteamericana, alguien que agitó en busca de la destitución del gobierno y el asesinato de los líderes políticos... y es recordado por haber escrito una linda historia sobre un perro. Es como si, dentro de un siglo, los Panteras Negras fueran recordados por haber agregado un tinte rosa a sus peinados afro.

Si Jack London es perseguido eternamente en nuestra memoria histórica por el perro que inventó, entonces se perderá una de las más bizarras e intrigantes figuras de la historia americana, inspiradora y repulsiva a la vez.

En sus 40 años de vida, fue la combinación bastarda de un espiritualista suicida de los barrios bajos, un trabajador infantil, un pirata, un vagabundo, un socialista revolucionario, un racista que pedía el genocidio, un buscador de oro, un corresponsal de guerra, un millonario, un depresivo suicida y, por un tiempo, el más popular escritor de Norteamérica. En Wolf: The Lives of Jack London (“Lobo: las vidas de Jack London”), su último biógrafo, James L. Haley, llama a London “la figura más malentendida en el canon literario estadounidense”, pero quizá eso sea porque en última instancia es imposible de entender.

London casi murió en un intento de suicidio incluso antes de que naciera. Su madre, Flora Chaney, era una desastrada histérica llena de odio que reaccionaba contra todo el que no estuviera de acuerdo con ella gritando que estaba teniendo un ataque cardíaco y tirándose al piso. Ella había crecido en una mansión de 17 habitaciones, pero huyó en la adolescencia y terminó uniéndose a un culto religioso que creía que podía comunicarse con los muertos.

Tuvo un romance con su líder, William Henry Chaney, que al enterarse de que estaba embarazada le pegó y le exigió que abortara. Flora tomó una sobredosis de láudano y se disparó en la cabeza, pero afortunadamente la pistola se trabó. Cuando la historia se publicó en la prensa, una turba intentó colgar a Chaney, que desapareció para siempre de California.

Cuando Flora dio a luz a Jack, en 1876 en los barrios bajos de San Francisco, Flora lo llamó “mi distintivo de vergüenza”, y no quiso saber nada con él. Se lo entregó a una nurse negra, una esclava liberada llamada Virginia Prentiss, que lo dejó pasar la mayor parte de su infancia entrando y saliendo de la casa.

Lo llamaba “mi negrito blanco” y “bola de algodón”, y él la llamaba “mami”, no importaba cuántas veces ella le dijera que no lo hiciera. “Estaba en lo más bajo de la sociedad, en los subterráneos de la miseria, sobre los que no es bueno ni conveniente hablar”, escribió él años después. En cuanto dejó la escuela primaria, fue enviado a trabajar en una enlatadora, metiendo pickles en jarros todo el día, todos los días, por casi nada. Por el resto de su vida fue aterrorizado por la visión de un mundo completamente mecanizado, en los que los humanos servían a La Máquina. El chirrido de las máquinas atraviesa su ficción, un ruido que demanda que los humanos sirvan a sus caprichos.

No se cepilló los dientes hasta que tuvo 19 años, para cuando sus dientes ya se habían podrido. London creció en el Estados Unidos de la primera Gran Depresión, saltando de un trabajo insoportable a otro. Estuvo paleando carbón hasta que el cuerpo no le aguantó más. Trató de matarse por primera vez ahogándose, pero un pescador lo salvó. Empezó a darse cuenta de la legión de hombres sin techo y sin dientes que se cruzaba en las calles, quebrados por el trabajo brutal y abandonados a la muerte en sus cuarenta y cincuenta años. Al principio respondió con un frío individualismo nietzscheano, insistiendo en que podría escapar a través de su propio coraje y fuerza personal.

Pero en la era desesperada de la depresión emergían nuevas ideas. London decía que lo habían “martilleado”, aun contra su voluntad: “Ninguna demostración lúcida de la lógica y la inevitabilidad del socialismo me han afectado tan profunda y convincentemente como el día en que vi cómo las murallas del Pozo Social se levantaban a mi alrededor, hundiéndome hasta el fondo”. Cuando los vagabundos organizaron una marcha por el país exigiendo trabajo en 1894, London se lanzó a la ruta con ellos, sólo para ser arrestado en Niagara Falls por “vagancia”. Cuando pidió un abogado, los policías se le rieron en la cara. Cuando intentó declararse “no culpable”, el juez le dijo que se callara. Fue encarcelado durante un mes. London ya sabía que el sistema estaba diseñado en su contra, pero ahora aprendía que la ley también lo estaba.

Cuando fue liberado, en 1894 a los 18 años, empezó a dar apasionados discursos en esquinas callejeras, y pronto empezó a aparecer en la portade de los diarios de San Francisco como “el Pibe Socialista” que alentaba a los trabajadores a levantarse y tomar el país de las manos de sus ladrones dueños. Se le ofreció un lugar en una elegante escuela preparatoria, y por un breve momento el escape pareció posible. Pero pronto la dejó, luego de que los padres protestaran contra su supuesta mala influencia en los demás alumnos. Se alistó en otra academia, sólo para ser expulsado por completar la currícula de dos años en cuatro meses, avergonzando a los demás chicos ricos. London se sintió humillado, furioso. Pronto marchó al Ártico canadiense, donde se rumoreaba que había oro. Vio morir compañeros a su alrededor por ahogamiento, congelación y escorbuto. Un doctor lo vio y le dijo que si no conseguía ayuda urgente él también moriría. Tenía 22 años y prometió que, si sobrevivía, se convertiría en escritor, sea como fuere.

Su primer trabajo, El lobo de mar (1904), una novela sobre el sobreviviente de un naufragio que es rescatado por un capitán de barco, sólo para ser esclavizado y torturado de un modo progresivamente enloquecedor, inyectó en la literatura estadounidense un estilo duro que parecía descuartizar a Edith Wharton y tirarla a los lobos. Era tan discordante y brutal como las máquinas que London había operado, y tan árido como los paisajes en los que había batallado. Los lectores fueron sorprendidos por la cruda energía de su escritura. Destrozaba los modales y los reemplazaba con manías: sus personajes eran violentos, brutales, reales.

Leído hoy, su trabajo es como una lluvia de semen que atraviesa el siglo en su país, y hace posibles a los más importantes escritores de Estados Unidos y más allá. Ernest Hemingway y John Steinbeck se abalanzaron sobre esa crudeza y la imitaron. Los autores beat siguieron su camino con un estilo más de improvisación. George Orwell lo siguió al vivir entre vagabundo y para 1984 se inspiró en la propia distopia de London El talón de hierro. Todos, de Upton Sinclair a Philip Roth, lo citan como influencia, y parece haber dejado una marca más allá de ellos. Basta ver sus fotos con una imagen insolente y desafiante para ver a Marlon Brando y James Dean.

Cuanto más rico se volvía, más radicales eran sus políticas. Pronto estaba celebrando el asesinato de líderes políticos en Rusia, y diciendo que el socialismo llegaría a América de manera inevitable. Aunque empleaba a pequeños batallones de sirvientes, insistía en que era una figura del estilo Robin Hood: debían atender a los vagabundos y sindicalistas que invitaba a su mansión.

Aun así, hay una herida infectada que cruza sus políticas y que es difícil de ignorar. “Primero de todo soy un hombre blanco, y luego un socialista”, dijo, y lo pensaba de verdad. Su socialismo perseguía un rígido apartheid: era sólo para su grupo de pigmentación. Todo otro grupo étnico, decía, debía ser subyugado o exterminado. “La historia de la civilización es una historia de un vagabundeo con la espada en la mano de razas fuertes, abriendo el camino y limpiando a los débiles, los que menos encajan”, decía muy tranquilamente. “Las razas dominantes están robando y asesinando en cada esquina del globo”. Y esto era algo bueno, porque “no son capaces de soportar la concentración y el esfuerzo sostenido que caracterizan a las razas mejor preparadas para vivir en este mundo”.

¿Y qué, entonces, con aquellos que no estaban “mejor preparados para vivir en este mundo”. En su cuento “The Unparalleled Invasion”, de 1910, los Estados Unidos (con la plena aprobación del autor) llevan adelante una guerra biológica contra China, para diezmar su población. Luego la invaden y toman el control. Es, según sostiene la historia, “la única solución posible al problema chino”. En su biografía, en general sólida y competente, Haley es sin embargo horriblemente blando con el racismo de London, diciendo que él pensaba que las razas debían estar separadas. No pensaba eso, sino que los blancos debían matar al resto.

¿Cómo se convirtió en eso? Su madre era racista. Aterrorizada por la pérdida de status, encontró que vivir cerca de los negros era una humillación permanente. London también debería haber sentido un fuerte impulso a identificarse con gente “atrapada en el abismo”. Sin embargo, él también lo encontró humillante, y necesitó que existiera una clase aún inferior. Aun así, en sus orígenes estaba Virginia Prentiss, que virtualmente lo crió. ¿No pensó en ella cuando comparó a los negros con monos? Por momentos, por exasperantes momentos, el hombre podía ser tan elocuente en su compasión por un grupo de víctimas que parecía estar diciendo algo vil de otra persona. En un punto, London dice que la fuerza del socialismo es que “transciende el prejuicio racial”, pero entonces el prejuicio vuelve, tan vicioso como antes. Cuando visitó Hawai se asombró por su cultura nativa, pero inmediatamente pidió que los Estados Unidos lo conquistaran.

Su casi constante ingestión de whisky hizo que sus pensamientos fueran aún menos consistentes o coherentes. Cada día parecía tratar de terminar aquel intento prenatal de suicidio. Escribió: “Estaba tan obsesionado con el deseo de morir que temía cometer el acto en pleno sueño, y tuve que darle mi revólver a alguien que lo ocultara, para evitar que el subconsciente guiara mi mano”. Luchó contra esta profunda y oscura depresión con el alcohol, el trabajo (escribió mil palabras al día, cada día) y el socialismo. Fue su causa trascendental. Dijo que podía ir a los mitines políticos en estado de desesperación y ser “elevado de mí mismo, hasta volver a casa feliz, satisfecho”.

Era también feliz por escribir entretenimientos, pero no los veía como su fuerza impulsora. London hoy se sorprendería de descubrir que es recordado casi exclusivamente por El llamado de la selva (1903), la novela sobre un perro consentido que es secuestrado y forzado a ser un perro de trabajo en Alaska, y que eventualmente huye para vivir entre los lobos. Como casi todos los héroes de London, es forzado a un paisaje áspero, oculto, donde debe luchar o morir. Hay un protoambientalismo en la historia, con su mensaje de que no se puede escapar de la naturaleza, que nos reclamará a todos, por más civilizados que seamos. Pero su escritura se fue degradando tanto como sus riñones. Cuanto menos experimentó la brutal realidad exterior, más afectado se volvió su trabajo.

Aun cuando El llamado de la selva ya era uno de los libros más vendidos en la historia de los Estados Unidos, los editoriales de los diarios pedían que London fuera encarcelado o deportado por sus discursos socialistas. A los 40 estaba quebrado. Tomaba morfina para detener el dolor de sus riñones e hígado destrozados por el alcohol. Mientras seguía matándose con el whisky, London empezó a sentirse progresivamente desanimado por el hecho de que Estados Unidos no se estaba convirtiendo en la república socialista que había profetizado. “A veces llego a odiar a la masa, a burlarme de los sueños de reforma”, le escribió a un amigo. Renunció al Partido Socialista, argumentando que se había vuelto demasiado moderado y reformista y que debía ser empujado por la acción directa, pero no hizo nada. Alejado de su gran causa, en menos de un año había muerto. Su mayordomo lo encontró agonizando, junto a una nota que calculaba cuánta morfina era necesaria para matarse. 40 años después de lo planeado, la bala de Flora Chaney había llegado a destino.

¿No vale la pena darle a esta historia tanto valor como a la de un perro solitario?

(*) De The Independent De Gran Bretaña.
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