martes, 7 de septiembre de 2010

DEPENDE: EL ÁRTICO

“El Ártico está experimentando una fiebre del oro en el siglo XXI”. Incorrecto. En agosto de 2007, un pequeño submarino en el que viajaba Artur Chilingarov, un parlamentario ruso y veterano explorador, se sumergió en el mar por debajo de la capa de hielo del Polo Norte, extendió su brazo robótico y clavó una bandera rusa en el lecho marino. La reacción del mundo fue inmediata y, en algunos casos, furiosa. “No estamos en el siglo XV”, espetó Peter MacKay, el entonces ministro de Asuntos Exteriores de Canadá. “No se puede ir por el mundo plantando banderas sin más y diciendo: ‘Reclamamos este territorio’”.

Tal vez no, pero muchos países miran hoy al océano Ártico con ojos nuevos. Debido al cambio climático, la capa de hielo en verano tiene ahora la mitad de espesor que hace cincuenta años. En los últimos tiempos, las fuerzas armadas de Alemania y Canadá han realizado ejercicios al estilo de la guerra fría en el lejano norte y, en verano de 2009, un par de buques mercantes llevaron a cabo travesías a través de las aguas relativamente desheladas del Paso del Nordeste, la tan soñada ruta comercial de Europa a Asia. Y quizá lo único que se esté calentando más deprisa que el océano Ártico es la hipérbole sobre lo que subyace a este fenómeno. Según escribió el académico Scott Borgerson en Foreign Affairs en 2008: “Sin el liderazgo de Estados Unidos para ayudar a desarrollar soluciones diplomáticas a las reclamaciones en pugna y los conflictos potenciales, podría desatarse en la región una carrera armamentística frenética por sus recursos”.

Podría ocurrir pero no sucederá. La anarquía no reina en el polo superior del planeta; en realidad, la manera en que se gobierna la región no difiere de la del resto del mundo. Sus fronteras terrestres -compartidas por Canadá, Dinamarca (que controla Groenlandia), Finlandia, Noruega, Rusia, Suecia y Estados Unidos- están todas fijadas y no se cuestionan. Sí que siguen siendo objeto de disputa varias fronteras marítimas, sobre todo las que se sitúan entre Canadá y EE UU en el Mar de Beaufort, y entre Canadá y Dinamarca en la Bahía de Baffin. Pero recientemente se han hecho avances para resolver incluso los desencuentros más peliagudos: en abril, tras cuarenta años de negociaciones, Noruega y Rusia han sido capaces de forjar un acuerdo equitativo para establecer una nueva frontera en el Mar de Barents, un área de plataforma continental rica en pesca y reservas de petróleo y gas.

¿Qué pasa con la parte del Ártico donde sigue sin resolverse la cuestión de la soberanía: el lecho marino que Chilingarov intentó reclamar? A pesar de estar cubierto de hielo la mayor parte del año, el Ártico se gobierna de manera muy parecida al resto de los océanos del mundo: mediante un tratado marítimo que ha sido ratificado por todos los países árticos excepto por Estados Unidos, que, de todos modos, por lo general, respeta sus términos.

La táctica de la bandera de Chilingarov fue una apuesta inteligente para llamar la atención, pero no mucho más que eso. Aunque los recursos del lecho marino del Ártico probablemente se repartirán entre los cinco países que podrían reclamarlos de manera convincente, y no se hará por orden de llegada. El mundo ha aprendido mucho desde la toma de tierras y recursos de siglos anteriores; en la mayoría de los casos, las únicas refriegas por fronteras y petróleo en la actualidad se producen en regiones que ya son muy inestables.

“El cambio climático está impulsando su transformación”. No completamente. En las últimas décadas, la temperatura media del Ártico ha aumentado a casi el doble de velocidad que la del resto del planeta. El hielo marino está disminuyendo, los glaciares de Groenlandia se están derritiendo, la capa de nieve se está reduciendo y el permafrost (capa de hielo permanente) se está descongelando. A algunas comunidades árticas se las está llevando el agua del océano literalmente. Se trata de cambios sin precedentes, y han tenido un profundo impacto en la cultura y el estilo de vida de los cuatro millones de personas que habitan en el lejano norte, en especial en sus 400.000 habitantes indígenas.

Pero la economía global y la disponibilidad de recursos están impulsando la transformación de la forma en que los humanos utilizan las tierras interiores del Ártico tanto como el cambio climático. Esto se debe en buena medida al trabajo de un puñado de industrias: el desarrollo de recursos naturales (petróleo, gas, minerales y madera), el turismo marítimo (cruceros) y la pesca.

El calentamiento regional ha tenido un efecto reducido, tanto positivo como negativo, en los planes de extracción de Noruega y Rusia, que se han visto impulsados por los precios globales del crudo y el gas. El recién descubierto interés de la industria de los cruceros por el Ártico, sobre todo los que surcan en la actualidad la costa oeste de Groenlandia, reside en seguir con la expansión del turismo hacia destinos de todo el mundo antes remotos. Los viajes por esta zona son lucrativos, demandados y relativamente seguros (los piratas son escasos y están dispersos en Baffin Bay). En lo que respecta a la pesca, las flotas y algunas poblaciones de peces están desplazándose hacia el norte a medida que los mares árticos y subárticos se van calentando y haciendo más navegables. Pero las flotas también están en el área porque las reservas pesqueras en aguas más templadas han sido esquilmadas de forma grave, y no necesariamente solo por el cambio climático.

“Es una enorme reserva de recursos naturales”. Verdad. Es posible que los recursos del Ártico no estén sometidos a un batiburrillo anárquico, pero eso no significa que no tengan un enorme valor. La mina de zinc más grande del mundo, llamada Red Dog, está ubicada al noroeste de Alaska. En el Ártico, en la Siberia occidental, se encuentra el colosal complejo minero de Norilsk Nickel, la fuente de níquel y paladio más importante de la Tierra y uno de sus más importantes productores de cobre. La Isla de Baffin en Canadá alberga uno de los mejores yacimientos de hierro no explotado del planeta; las empresas europeas del acero ya están experimentando con formas de transportarlo a sus altos hornos y planificando una flota de cargueros polares que podrían despachar el mineral durante todo el año. También hay recursos renovables: pesca de calidad internacional en los mares de Barents y Bering y abundante agua dulce en otros lugares.

Pero es posible que las materias primas árticas más valiosas, hoy y en el futuro, sean el petróleo y el gas. En 2008 el Geological Survey de EE UU divulgó un informe que indicaba que el gas natural en el Círculo Polar Ártico podría ascender al 30% de las reservas mundiales no descubiertas; se estimaba que el crudo de la región suponía un 13% de los suministros por descubrir en el planeta (Arabia Saudí, en comparación, posee el 21% de las reservas globales de oro negro conocidas).

Dos Estados árticos ya están contando con las reservas de petróleo y gas en sus fronteras del norte: Noruega ha desarrollado el campo de gas Snohvit en el Mar de Barents cerca de la comunidad pesquera transformada en puerto industrial de Hammerfest y está transportando sus extracciones de gas natural licuado a América del Norte y Europa. Asimismo, Rusia se ha afanado en explotar sus campos de crudo y gas de Siberia occidental y, recientemente, ha comenzado a transportar oro negro desde una plataforma submarina en el Mar de Pechora hasta Murmansk. Pero, a pesar de la actual superabundancia global de gas natural, el gigante ruso Gazprom estaría llevando a cabo sus antiguos planes para desarrollar el campo de Shtokman al este del Mar de Barents, uno de los mayores depósitos de este recurso natural del mundo. Groenlandia también ha vinculado su futuro económico y tal vez político a la excavación petrolera en mar abierto, y ha comenzado recientemente a trabajar a poca distancia de la costa oeste de la isla de Disko.

Teniendo en cuenta lo anterior, esto significa que los recursos distantes y antaño económicamente inviables del lejano norte estarán más estrechamente vinculados a los mercados globales que nunca, desempeñando un papel cada vez más importante en la economía global. Constituyen una nueva frontera de inversión e industrialización y aumentarán de manera considerable las fortunas de los países que los posean. Pero estas riquezas suponen una inyección económica de ánimo, no algo que pueda cambiar las reglas del juego de manera decisiva para los ocho Estados árticos, la mayoría de los cuales ya son importantes productores de petróleo, gas y minerales. Podría decirse que los países que destacan por sufrir la mayor transformación como consecuencia del boom de los recursos del Ártico no están en absoluto ubicados en la zona; son economías emergentes, ávidas de recursos, como China e India, cuyo desarrollo futuro probablemente se verá impulsado por las exportaciones del lejano norte.

“Se convertirá en una superruta marítima”. No tan rápido. Ya en el siglo XV, a los monarcas y los capitalistas europeos se les hacía la boca agua al pensar en la idea de una ruta marítima navegable por el norte que les permitiera llegar al océano Pacífico sin tener que realizar una penosa travesía rodeando África ni tener que atravesar Asia Central por tierra. Algunos en la industria de la navegación actual no están menos enamorados de esta perspectiva: según una estimativa (tal vez optimista), trasladar un carguero desde Europa Occidental a la costa oeste de EE UU a través del legendario Paso del Noroeste de Canadá -cuya ruta de aguas profundas permaneció sin hielo durante unos cuantos días en el verano de 2007- podría reducir los costes de navegación un 20%, y los peligros y amenazas a la seguridad (de nuevo, los piratas) serían mínimos.

Pero el solo hecho de que los barcos pronto podrán atravesar el Ártico no significa que muchos lo vayan a hacer realmente. El Paso del Noroeste y la Ruta del Mar del Norte a través del norte de Rusia se han convertido ciertamente en navegables a causa del cambio climático, pero solo durante unos cuantos días o semanas al año. Aunque varios modelos climáticos pronostican un Ártico sin hielo durante un breve periodo todos los veranos ya a partir del año 2030, también prevén un océano en su mayoría cubierto de hielo en invierno, primavera y otoño hasta por lo menos el siglo XXI. Nadie pronostica que estará descongelado todo el año.

Esto significa que una travesía por este océano, aunque teóricamente posible, es probable que sea demasiado difícil y costosa como para que merezca la pena el esfuerzo. Cuanto más hielo hay en una ruta de navegación por el Ártico, más reducida es la velocidad de la embarcación, un factor que podría fácilmente anular el acortamiento de la distancia ganada al navegar por el polo superior del mundo. Se seguirían necesitando barcos caros de tipo polar -cargueros rompehielos- para la mayor parte de las operaciones. Y todavía tienen que ultimarse muchos otros detalles. La Evaluación de la Navegación Marina en el Ártico del año pasado reveló significativos retos y cuestiones por responder con respecto a este esfuerzo: ¿Puede ser económicamente viable como ruta comercial global si no puede recorrerse durante todo el año? ¿Cuáles son los riesgos asumidos en la navegación ártica, y cómo responderá a ellos la industria de los seguros marítimos?

De modo que, aunque se podrían transportar volúmenes modestos de mercancías en los próximos veranos, la mayoría de los viajes por el Ártico en las décadas venideras tendrán un destino concreto: un barco navega hacia el norte, desarrolla una actividad en el Ártico y vuelve a su lugar de origen. En otras palabras, no se puede esperar que se convierta en un nuevo Canal de Panamá o de Suez. E incluso esta actividad más limitada exigirá adaptación. El verdadero reto será el desarrollo de reglas para proteger el medio ambiente y a los habitantes de la zona del nuevo tráfico marítimo, se dirija hacia donde se dirija.

“Es necesario un nuevo tratado que rija el Ártico”. En realidad, no. ¿Es preciso un nuevo sistema internacional para garantizar que el futuro del Ártico se gestione de manera equitativa y responsable? Eso fue lo que decidieron los siete países con reivindicaciones territoriales en la otra región polar de la Tierra en 1959, cuando las dejaron a un lado para unirse a otros cinco países en el Tratado Antártico. Concebido en el punto álgido de la guerra fría, éste reservaba la Antártida deshabitada para fines pacíficos, en especial la investigación científica, y prohibía toda actividad militar, así como las explosiones nucleares y el vertido de residuos radioactivos. Medio siglo después, destaca como un hito en la cooperación pacífica, la desmilitarización y la gobernanza compartida entre los 47 países que lo suscribieron.

Sin embargo, es bastante improbable que los países del Ártico lleguen a ponerse de acuerdo para firmar el mismo tipo de tratado integral para el norte. Todos poseen enormes intereses económicos en la zona; algunos llevan siglos con sus reivindicaciones de soberanía sobre la región, y otros continúan utilizando sus rutas marítimas para fines estratégicos, incluso veinte años después de la guerra fría. Y no pasa nada, porque ya contamos con un marco diplomático que rige la mayor parte del Ártico: la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. El tratado permite a los Estados costeros de todo el mundo -no solo a los del Ártico- ampliar sus reivindicaciones sobre el lecho marino más allá de sus aguas territoriales, pero solo tras exhaustivos estudios científicos y la presentación de datos geológicos a la Comisión de Límites de la Plataforma Continental con sede en Nueva York. Se trata de un proceso complejo, pero ordenado. Y no es nuevo: se han presentado más de cincuenta reclamaciones a la comisión en la última década. La Organización Marítima Internacional, una agencia de la ONU, también puede establecer reglas para navegar por el océano Ártico.

También está el Consejo Ártico, un foro intergubernamental creado hace 14 años, que reúne a los ocho países de la zona y a seis grupos indígenas (y otros observadores) en torno a la mesa de negociación para abordar la protección medioambiental y el desarrollo sostenible. El consejo está básicamente cojo, al menos desde el punto de vista jurídico: no está sujeto a ningún tratado, y sus miembros han optado por no abordar cuestiones militares y de seguridad, ni la gestión de la pesca. Pero, no obstante, se ha constituido como una fuerza positiva, consiguiendo generar el hábito de abordar el futuro de la región en un marco diplomático. Asimismo, ha llevado a cabo varias evaluaciones pioneras sobre cambio climático, petróleo y gas, y navegación por este océano. Es de esperar que asuma un papel más convincente a medida que, con el tiempo, las relaciones en el Ártico adquieran una mayor importancia. Ya cuenta con un grupo de trabajo para negociar el primer acuerdo jurídicamente vinculante entre sus miembros sobre búsqueda y rescate en la región.

“El conflicto es inevitable”. No, no lo es. El Ártico ya ha sido antes un polvorín geopolítico: durante la guerra fría, EE UU y la URSS mantuvieron un enfrentamiento directo en la región. Pero eso sucedió en el pasado. Hoy está gobernado por ocho países desarrollados que se puede decir que cooperan más de lo que lo han hecho en cualquier otro periodo de la historia. La colaboración internacional en materia de investigación científica, por ejemplo, alcanza hoy niveles récord en esta región.

El inminente boom de recursos del Ártico no amenaza su estabilidad, sino que la refuerza. Países como Noruega y Rusia tienen mucho que perder económicamente con un conflicto, al igual que los muchos países no árticos y las empresas multinacionales que figurarán entre los posibles inversores en las futuras iniciativas en la zona y sus consumidores. Nadie cuestiona la soberanía de nadie en la región; de hecho, el Ártico podría un día albergar la emergencia de un nuevo Estado soberano, Groenlandia, con el apoyo y el estímulo de Dinamarca, su gobierno colonial desde hace mucho tiempo.

Esto no quiere decir que el ruido de sables no se haya producido o que no se vaya a repetir en el futuro. Canadá, Noruega y Rusia han llevado a cabo operaciones militares y navales en la región para exhibir su capacidad y demostrar su soberanía. (EE UU ha sido más modesto a este respecto, aunque la Marina estadounidense divulgó el pasado otoño una hoja de ruta para el Ártico, haciendo hincapié en la necesidad de una capacidad militar fácilmente desplegable en el lejano norte). El papel de la OTAN en el Ártico es incierto y desenfocado -cinco Estados árticos son miembros, pero tres (Suecia, Finlandia y Rusia) no lo son- y la organización podría hacer mucho en lo que respecta a la reducción de la tensión y la creación de confianza en la región mediante la promoción de la cooperación en materias de seguridad militar, aplicación de la ley y contraterrorismo en la región.

Pero ninguna de estás fricciones queda fuera del campo de la diplomacia. Hasta Chilingarov, que defiende y blande la bandera del expansionismo ruso en el norte, reconoce las virtudes de la negociación. Según se ha informado, cuando se reunió en junio con Chuck Strahl, el ministro canadiense encargado de los asuntos del norte, lo primero que hizo fue invitar a su potencial adversario a una conferencia -titulada “El Ártico: Territorio de Diálogo”- prevista para este septiembre en Moscú. Desde entonces, los representantes de los dos países han presumido a bombo y platillo de sus cordiales relaciones en el Ártico, y se han reunido de forma regular e incluso han abordado planes para trabajar codo con codo en el mapeo del lecho marino donde Chilingarov clavó el estandarte ruso. La lección está suficientemente clara: el mundo tiene muchas regiones donde los graves conflictos ya son una forma de vida. Preocupémonos de ellas primero.
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