martes, 28 de diciembre de 2010

Cinco pasos para ganar en Afganistán

Por Andrew Exum

Andrew Exum es investigador en el Center for a New American Security. Hace poco fue coautor de un documento estratégico con el teniente general retirado David Barno, escrito para dicho centro, sobre la transición de poder en Afganistán después de la retirada de las fuerzas estadounidenses.

Mientras el presidente Barack Obama se dispone a hacer una valoración de la guerra encabezada por Estados Unidos en Afganistán y a explicar las últimas novedades en los planes que puso en marcha hace un año para ganar la guerra, el panorama estratégico del país sigue siendo sombrío. Aunque EE UU y sus aliados han logrado importantes victorias tácticas en los últimos 12 meses -diezmando las redes rebeldes y asegurando distritos que eran muy violentos en el sur del país-, no tienen un plan claro para acabar con los santuarios insurgentes en Pakistán ni para hacer frente a la corrupción y el comportamiento depredador de la clase política afgana, que amenaza con anular los éxitos militares de los aliados.

Combatí en Afganistán en 2002 y 2004 y volví a formar parte del equipo inicial de evaluación del general Stanley McChrystal en 2009. Durante las últimas dos semanas, he recorrido el país entrevistando a jefes militares estadounidenses y de la OTAN, policías y políticos afganos, miembros de ONG, periodistas y habitantes locales.

Las batallas tácticas diarias en Afganistán pueden parecer lejanas y los retos estratégicos temibles, pero los políticos de Washington pueden hacer cosas. Pueden apoyar los esfuerzos del general David Petraeus y sus tropas en el país centroasiático de cinco maneras fundamentales.

1. Recortar los fondos de guerra


Puede parecer un contrasentido, como mínimo. Pero en estos momentos, la enorme cantidad de dinero que llega a Kabul está alimentando el conflicto. Tanto los talibanes como el Gobierno afgano están interesados hoy en perpetuar la guerra: los dos bandos ganan millones de dólares con el dinero para desarrollo que está saturando el país. Esto distorsiona el sistema de incentivos y ofrece amplias oportunidades de sobornos, comisiones y otras formas de corrupción. No es extraño que Transparencia Internacional considere Afganistán como el tercer Estado más corrupto del mundo.

EE UU y sus aliados tendrían que gastar en Afganistán sólo el dinero que puedan administrar y supervisar debidamente. Además, deberían centrarse en desarrollar formas de invertir los recursos de forma más sensata. Una manera de hacerlo sería permitir que los fondos de ayuda y desarrollo no gastados en un año fiscal se trasladen al siguiente. Los programas bien construidos, como el Programa de Solidaridad Nacional afgano, poseen fideicomisos que permiten guardar los fondos no gastados un año para gastarlos más adelante.

Los oficiales del Ejército estadounidense, por ejemplo, conocen bien el concepto de “SPENDEX”, que consiste en que toda la munición no utilizada a lo largo de un año  fiscal se dispara -a veces, a lo loco- al final, para que no se reduzca la cantidad de munición asignada para el año siguiente. El mismo principio se aplica a la ayuda, pero, en vez de malgastar balas, las organizaciones desperdician dólares. En lugar de afrontar la perspectiva de una reducción de fondos en el futuro, los responsables de la ayuda y el desarrollo reciben presiones para agotar hasta el último centavo que reciben y eso significa alimentar la economía distorsionada de Afganistán, que sólo beneficia a la insurgencia y a los funcionarios corruptos.

2. Llegar a un acuerdo sobre  ‘facilitadores de combate’

Todos los días, el presidente Obama afronta la difícil tarea de determinar cuántos recursos gastar en intervenciones en el extranjero teniendo en cuenta las prioridades internas. Ha decidido implantar un “techo” blando al número de soldados en Afganistán y limitar las tropas desplegadas a la cifra que el Departamento de Defensa estadounidense y él acordaron en el otoño de 2009.

Al mismo tiempo, sin embargo, Obama y su equipo deberían tener la flexibilidad suficiente para apoyar a los jefes militares en el este y el sur de Afganistán y proporcionarles los facilitadores cruciales que necesitan para lograr triunfos tácticos. Lo que más necesitan nuestros jefes sobre el terreno son más aparatos de alas giratorias y capaces de llevar cargas pesadas. La escasez de helicópteros hace que sea increíblemente difícil operar en el terreno montañoso del país. El presidente de EE UU debería enviar de inmediato más helicópteros CH-47, aunque tenga que cambiárselos a David Petraeus por un batallón de infantería para mantener el número global de soldados más o menos igual. Asimismo, se necesitan más dispositivos para labores de inteligencia, como aparatos no pilotados y dirigibles de observación. Por último, sería posible acelerar el desarrollo de programas locales de seguridad como la Policía Local afgana si se emplearan en ello más equipos de las Fuerzas Especiales.

3. Reinventar, no sustituir, al enviado especial

Tratar de reemplazar a un gigante de la diplomacia como el difunto embajador Richard Holbrooke es una tarea imposible. Obama no debe ni intentarlo. Sin embargo, va a seguir necesitando a funcionarios que coordinen las políticas afgana y paquistaní de Estados Unidos. El Representante Especial en funciones para AfPak, Frank Ruggiero, con un perfil relativamente discreto, podría encargarse de ello con el equipo de Holbrooke.

En cuanto al puesto de súperenviado regional que Holbrooke trató de desempeñar (con aciertos y errores, todo hay que decirlo), tal vez lo mejor sería dejárselo a un diplomático respetado de Naciones Unidas como Lakhdar Brahimi, que hace tiempo consiguió obtener el apoyo de los vecinos de Afganistán. De esa forma, sería posible utilizar a los funcionarios del Departamento de Estado de EE UU y al jefe del CENTCOM, James Mattis, junto con enviados en Kabul y Islamabad, para asignar debidamente los recursos diplomáticos y militares entre los dos países.

En Afganistán, el embajador Karl Eikenberry debe de estar a punto de regresar a casa. Obama y la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, deberían dedicar más tiempo a buscarle un sustituto que a tratar de reemplazar a Holbrooke. Estoy seguro de que el general Petraeus agradecería que se intentase sacar al ex embajador en Irak Ryan Crocker de su semiretiro para que vuelva a la región.

4. Encontrar y presionar a personas con doble nacionalidad

Los analistas hablan siempre de lo difícil que es ejercer presión a los funcionarios afganos corruptos y a los intermediarios locales. Pero muchos de ellos posee otras nacionalidades aparte de la afgana o tienen hijos que residen en otros países. Que yo sepa, no se ha hecho ningún intento de reunir una lista de dichas personas y emplear las leyes de Estados Unidos y otros países occidentales para enjuiciar a los funcionarios corruptos fuera de Afganistán. Los servicios de inteligencia deben dedicarse a esa lista de inmediato.

Esta estrategia tiene precedente. Mahmud Karzai, hermano del presidente afgano y ciudadano de EE UU, es objeto en la actualidad de una investigación sobre corrupción federal que está llevándose a cabo en Nueva York. Es de suponer que los gobiernos occidentales son capaces de montar procesos contra otros políticos afganos a los que se considere involucrados en actividades ilícitas o, al menos, de utilizar la amenaza de investigarlos como instrumento de presión. Para muchos intermediarios afganos y sus familias, un pasaporte occidental es su vía de escape si Afganistán desciende en el caos de una guerra civil. Los servicios de inteligencia de EE UU deben presionarles con la amenaza de anular sus planes futuros para que actúen hoy de forma responsable.

5. Quedarse más tiempo


Los afganos viven con el miedo a que la comunidad internacional los abandone. Aunque los talibanes son impopulares, la gente de la calle sólo trata de sobrevivir y espera a ver en qué acaba este conflicto. Mientras tanto, Pakistán está guardándose las espaldas, apoyando a actores secundarios como los talibanes de Quetta Shura y la red Haqqani, que podrían oponerse a los intereses indios en Kabul cuando EE UU y los aliados se retiren. Los santuarios insurgentes en Pakistán son uno de los dos talones de Aquiles de la estrategia de la OTAN; el otro lo constituyen las prácticas de gobierno en Afganistán.

Estados Unidos podría contrarrestar tanto los temores afganos como las predicciones paquistaníes garantizando un compromiso militar de larga duración en el país. Ahora que EE UU y sus aliados están poniendo fin a su campaña contra la insurgencia que tantos recursos ha empleado, deben estar dispuestos a dejar entre 25.000 y 35.000 miembros de las fuerzas especiales y de equipos de entrenamiento pasado el límite de 2014. Los dirigentes afganos, incluido el presidente Hamid Karzai, llevan mucho tiempo pidiendo a Washington que se comprometa a garantizar la seguridad de su país. Ese contingente residual protegerá los intereses estadounidenses en Afganistán y Asia Central tras la marcha del grueso de las tropas y además indicará a Pakistán que su estrategia de utilizar a grupos extremistas difíciles de controlar es una amenaza peor, a largo plazo, para la estabilidad paquistaní que para el gobierno de Kabul.

En Afganistán todo es difícil, y es difícil todo el tiempo. Pero 150.000 soldados de Estados Unidos y la OTAN están logrando allí importantes victorias tácticas cada día. Las autoridades de Washington pueden ayudarles con unas cuantas victorias estratégicas en la retaguardia.
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