lunes, 19 de septiembre de 2011

¿Quién mató a Pablo Neruda?

Por Carolina Rojas (*)

A poco de cumplirse un nuevo aniversario de su muerte, una denuncia de Manuel Araya, guardaespaldas y ex chofer del poeta chileno, apunta a que fue asesinado en la clínica.
Las berenjenas fritas a medianoche es el primer capricho que Manuel Araya recuerda de ese “niño grande” que a veces podía ser Pablo Neruda. Aunque no fuera la estación indicada, él hurgaba por todos los mercados de la región para que el poeta pudiera degustar uno de sus platos favoritos. Sólo así conciliaba el sueño. Otras veces, a “Pablito”, le daba por cucharear una leche asada y conversar hasta el amanecer para espantar el insomnio que lo acechaba en sus últimas noches de invierno. “Se puso regalón, fue el único cambio que noté en él cuando se enfermó”, dice Araya, nostálgico del oficio que cumplió con la solemnidad de un samurái.

Después de que Neruda renunciara a su cargo como embajador en Francia y volviera a Chile en noviembre de 1972, Araya fue guardaespaldas y chofer del poeta. El día de ambos comenzaba cuando el escolta le llevaba un lavatorio para que Neruda remojara las manos antes de desayunar. Neruda seguía con un hojeo a los diarios, a las diez tomaba un jugo de frutas, y se ponía a escribir con tinta verde los versos y recuerdos que se iban amontonando. Entonces, Araya enumeraba ese caos de papel. “Mira qué ordenado me salió el compañero”, le decía el poeta, y le regalaba una de las sonrisas que pronto comenzarían a escasear.

El mensajero

En su niñez, Araya vivió en una hacienda del puerto de San Antonio, en la quinta región de Chile. Cuando tenía catorce años, fue la dirigente comunista y dos veces senadora, Julieta Campusano quien lo trató como un hijo y lo acogió en Santiago. Recibió preparación en seguridad e inteligencia. Aprendió rápido. Tanto, que llegó a ser mensajero del presidente Salvador Allende. Hoy, Manuel tiene sesenta y cinco años, y una memoria envidiable. Meticuloso, hilvana los detalles de una historia que podría demostrar que Neruda no murió por la ramificación del cáncer de próstata sino por una secreta actuación de terceros.

Araya tiene el pelo cano, y la impronta de un soldado. Llega hasta un paradero de San Antonio puntual y vestido en un impecable traje plomo. Conserva un aire que revela su antigua marcialidad y también cierta aspereza, esa propia de quien ha sufrido bastante en la vida. Ya instalados en la oficina del concejal Pedro Piña –quien lo ayuda con la investigación– comienza la entrevista. Parece otra persona cuando confiesa con la voz de un abuelo cariñoso, que ha soñado con el poeta; lo ve alegre y siente que lo llama. Hace unas semanas, Araya se enfermó de un extraño agotamiento que le impidió caminar, justo después de que su verdad saltara a la prensa internacional. “¿Sabe?, en un momento creí que me moría con tanto periodista preguntándome por la historia... Me habría ido feliz.”

Cruzado de brazos, Araya comienza a recordar cómo fueron los días previos a la muerte del poeta. Ahí están vívidos los allanamientos, los gritos y el miedo. Dos días después del golpe del 11 de septiembre, llegó un camión con más de cuarenta militares a revisar la casa de Isla Negra. Un capitán subió a la pieza y le dijo a Neruda que buscaban armas. El vate, con tristeza, miró por la ventana y vio cómo excavaban su jardín y cómo la bota militar aplastaba el país que tanto amaba. El terror comenzaba a ser insostenible.

El 19 de septiembre estaba todo listo para el viaje de Neruda a México, pactado con el presidente de este país y su embajador en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá. Araya, Matilde Urrutia y el poeta partieron rumbo a Santiago. El destino era la Clínica Santa María para evitar que Neruda corriera más riesgos en la casa de Isla Negra. Según Araya, el Nobel depositó todas sus esperanzas en una mejoría en México.

Matilde, su última mujer, acompañó al poeta en la ambulancia que pidieron, y de cerca los seguía Araya en un auto Fiat 125 de color blanco, que habían comprado un mes antes. Desde el golpe, la ciudad y las carreteras estaban completamente militarizadas. Durante el viaje fueron hostigados e interceptados cada dos kilómetros para ser registrados.

Este episodio no es de extrañarse. Tras el 11 de septiembre, Isla Negra quedó bajo la gobernación de Manuel Contreras, quien quedó a cargo de la zona Tejas Verdes y Melipilla. Así consta en el registro de los gobernadores provinciales de San Antonio entre 1920 a 1973. Es decir, el entonces coronel Contreras, “El Mamo”, se dedicó a formar centros de detención y a ensayar para convertise en el director de lo que, a finales de 1973, sería la temible Dirección Nacional de Inteligencia (DINA).

Araya sigue desahogándose de esta especie de conjuro. No se olvida de la parada en Melipilla. “Hicieron bajar de la camilla a Neruda para revisarlo con la excusa de encontrar armas. A don Pablo lo movían como un muñeco, él pidió clemencia. No hubo caso”. Llegaron a la clínica rozando el toque de queda y Neruda quedó internado en la pieza 406. Al día siguiente, el poeta siguió pasando en limpio algunos poemas con Homero Arce, su corrector. Insistía en seguir viendo las noticias en la televisión, pero Matilde ordenó que se la llevaran. Lo protegió de toda verdad: sus casas asaltadas, el asesinato de Víctor Jara y el vertedero de cadáveres en que se había convertido el río Mapocho.

El poeta les pidió a Manuel y a Matilde que regresaran a Isla Negra en busca de ropa y libros. Según Araya, salieron el 22 de septiembre y aún no se resigna de ese flanco que dejaron. “Fue un error, no debimos dejarlo solo al cuidado de su hermana Laura: ella no veía bien.” Mientras buscaban las cosas, una empleada de la Hostería Santa Elena, les llevó un ominoso recado. “Dice don Pablo que se vayan urgente, alguien lo inyectó en el estómago mientras dormitaba”. Parte de este testimonio es corroborado por Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo Neruda.“Sonó el teléfono. Era Pablo. Me pedía que regresara inmediatamente: ‘no puedo hablar más’, me dijo. Yo creí que había pasado lo peor; en forma afiebrada cerré la valija, y me puse en camino. Lo van a detener, pensé casi enloquecida. ‘Tenemos que ir lo más rápido que pueda’, le dije al chofer. No sé cómo no nos matamos”. Manuel corrige un detalle de esta versión: “En ese tiempo ya habían cortado el servicio telefónico y los mensajes los recibíamos a través de la hostería”.

Araya recuerda que cuando llegaron a la Clínica, bajó las maletas de Neruda y las dejó en el auto diplomático que llevaría al vate al aeropuerto. Subió a la habitación, vio al poeta con la cara rojiza y con un pinchazo en el abdomen, una mancha que se extendía como ocurre con la picadura de un mosquito. Mojó una toalla para tratar de bajar la fiebre de “Pablito”. Recuerda que entró un médico a la habitación. “Era moreno y de bigotes, me dijo que tenía que comprar un medicamento, una receta que decía Urogotán y me indicó que la podía encontrar en una farmacia de la calle Vivaceta”.

Manuel subió al Fiat, tomó la calle Balmaceda y cuando iba llegando a su destino, lo detuvieron dos autos, que lo emboscaron, uno adelante y otro atrás.

–¡Huevón! ¿Eres el secretario de Neruda? –gritaban mientras lo abofetaban–. ¡Contesta!

Araya terminó en el suelo, con golpes y un disparo directo en la pierna izquierda.

Ahora sale del trance. “Le voy a mostrar”, dice Araya. Tiene una cicatriz de cinco centímetros bajo su rodilla. “¿Cómo sabían que era yo? Siempre he creído que desde la clínica estaban coludidos con la gente que me detuvo”, confiesa.

Después de estar detenido en una comisaría, a la medianoche fue trasladado al Estadio Nacional. Fue torturado e interrogado sobre el paradero de dirigentes comunistas. No cesaban las patadas ni los puñetazos. “No los conozco, no sé de qué me hablan.” Neruda le había advertido una vez que lo iban a castigar por haber trabajado como su asistente, que le preguntarían por “los compañeros” y le pidió que aunque le sacaran los ojos, nunca dijera nada. Araya cumplió su promesa.

Seis días después, fue el cardenal Raúl Silva Enríquez, encargado de resguardar a los perseguidos de la época, quien lo encontró y pidió atención médica para él. “El curita me dijo que don Pablo había muerto a las diez y media de la noche del 23 de septiembre. No lo podía creer”. Araya estuvo detenido 45 días. Sus torturadores lo liberaron en noviembre.

El diario La Segunda, del 24 de septiembre de 1973, corrobora la desaparición de Araya y la denuncia de Matilde. El vespertino cambia un elemento en la historia: dice que Manuel se extravió cuando fue a comprar una corona de flores para Neruda. Un hecho que Araya niega rotundamente. En el diario publica: “La viuda se limitó a pedir respeto por el dolor, así como denunció también que en la tarde de ayer habían desaparecido su chofer y su auto particular, luego que el conductor se dirigió a comprar una corona. No retornó y no ha vuelto a saberse de él”. Matilde Urrutia también lo documenta en su libro. “Ya se acercaba la tarde y mi chofer no había aparecido. El día anterior me dejó en la clínica y se fue a guardar el coche (...). Supe que lo detuvieron cuando llegamos de la isla, a poco de dejarme en la clínica. Y, en ese momento que yo le hacía buscar, él estaba en el Estadio Nacional sufriendo las torturas más atroces. Según ellos, era duro y no confesaba nada. Pobre muchacho que vagabundeaba con Pablo por mercados, por casas de antigüedades (...) con él yo perdía la única persona que me acompañaba en todas horas del día”.

Un doctor de turno

Eduardo Contreras, abogado querellante del caso y reconocido por su labor en materia de derechos humanos, revela que el certificado de defunción de Neruda dice que se encontraba en estado de caquexia, es decir en extrema desnutrición y debilidad. Esa condición no coincide con el testimonio de Araya, ni con el del ex embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá. “Gonzalo me dijo ‘Pablo estaba tan robusto como siempre’, habló con él en su habitación, vieron los últimos detalles del viaje, el 23 el avión ya estaba en la loza del aeropuerto (...) Aún no hemos pedido la exhumación del cuerpo de Neruda, hasta que se haga necesario para comprobar que se le administró alguna sustancia tóxica o no”, explica Contreras, para quien basta pensar que Neruda pasó sus últimos días en la Clínica Santa María, el mismo establecimiento donde en 1984 fue asesinado el ex presidente Eduardo Frei Montalva con tres dosis de inyecciones de talio y componentes de gas mostaza. En el caso, fueron procesados cuatro doctores. “Que Neruda fuera un objetivo militar es un hecho serio y el deber nuestro es pedirle a la justicia que se investigue hasta el final”, dispara el abogado.

El embajador Martínez Corbalá hizo una declaración jurada en México, que podría llegar estos días para presentarla.

Entre los microfilms medio dañados de la Biblioteca Nacional, la prensa de la época relata las imprecisiones de los hechos entre el 23 y el 24 de septiembre. El Mercurio de Valparaíso publica el lunes 24 que Pablo Neruda está grave por consecuencia de un shock sufrido por una inyección de calmante, y agrega otros datos: “La baja brusca de presión que experimentó ayer, tras haberle dado una inyección calmante, obligó al médico tratante Roberto Vargas Salazar, distinguido urólogo y nefrólogo, a llamar a interconsulta a un cardiólogo. “Se trata de una baja de presión muy importante’ nos explicó el médico y profesor de cardiología, quien no quiso sin embargo, identificarse”.

El Mercurio de Santiago del 24 de septiembre publica “El vate chileno, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1971, había sido internado en estado grave en mencionada clínica el sábado. Posteriormente, a consecuencia de un shock sufrido luego de habérsele puesto una inyección de calmante, su gravedad se acentuó”.

En la prensa del 23 de septiembre de 1973 aparece el nombre de Sergio Draper, como uno de los doctores de turno. Tras un previo rastreo, Draper, cirujano vascular acepta conversar con Ñ en su consulta (trabaja en un centro médico). Tuvo que declarar para el caso Frei, donde también fue médico de turno. Nunca ha hablado con la prensa. Contesta ofuscado, pero quiere entregar su versión donde avala el proceder de la clínica. “Sucedió hace cuarenta años, Neruda entró con un cáncer de próstata, ese diagnóstico se lo habían hecho en Francia y acá llegó con múltiples metástasis; un cáncer terminal, diseminado en todo el organismo, un estado de precoma.”

–¿Ha leído las declaraciones de Manuel Araya, ex chofer de Neruda?

–Eso lo ignoro pero sí puedo decir que el tratamiento que se le hacía a Neruda era el indicado por Vargas Salazar. La clínica no hace ningún tratamiento que no sea el indicado por el médico tratante. (...) Lo vi solamente un instante el domingo 23 de septiembre, a mí no me correpondía atenderlo. Ese día, la enfermera de turno me dijo que aparentemente Neruda sufría de mucho dolor, le dije que se le aplicaría la inyección indicada por su médico, si mal no recuerdo fue una dipirona. Si la clínica era tan mala, ¿por qué los médicos tratantes llevaban a sus pacientes?

–En la clínica Santa María se asesinó al presidente Frei Montalva, es posible tener dudas, al menos de que pudo haber dolo en la atención al vate.

–Ordené que se le diera una inyección indicada por su médico. Fui nada más que un interlocutor. Es el colmo que estemos constantemente bajo sospecha...

Araya insiste que a Neruda algo le hicieron en la clínica, y asegura que seguirá buscando pistas que avalen su testimonio. Se frota los brazos de frío, y se da cuenta de que ya oscureció. “Lo quería harto, sabe”, dice, para explicar que fue bueno conocer ese lado del poeta que muchos ignoran; el cercano, pero también el acérrimo comunista. Días antes del golpe, leyó Los sonetos de la muerte de Mistral. Quizás ya presagiaba la pesadilla que se avecinaba, y tal vez hasta su propio deceso. Araya se da cuenta de que no ha contado el final de su sueño. “Ah, a Pablito lo veo sonriendo. Lo escuché clarito, me dijo: ‘Manuel parece que llegamos a un feliz puerto’”.

(*) Periodista
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