miércoles, 1 de junio de 2011

¿Puede un chavista convertirse en lulista?

Michael Shifter

Como transformación política, la del aspirante presidencial peruano Ollanta Humala ha sido espectacular. El antiguo oficial del Ejército apoyó un golpe militar en 2005 y se presentó como pretendiente al máximo cargo de Perú, sin ninguna posibilidad de ganar, un año después. Su campaña se centró en el orgullo de ser un candidato ferozmente antisistema y admirador confeso del presidente populista e izquierdista de Venezuela, Hugo Chávez; perdió por 5 puntos en la segunda vuelta ante el presidente actual, Alan García. Sin embargo, en 2011, Humala ha intentado convencer de que es la prudencia y la moderación personificadas, y se presenta, no como el Chávez peruano, sino como la reencarnación del popularísimo ex presidente de Brasil Luiz Inacio Lula da Silva. La pregunta es: ¿se creerán los peruanos esa conversión?

La respuesta llegará el 5 de junio, cuando Humala, de 48 años, se enfrente a Keiko Fujimori en la segunda vuelta de las elecciones. Fujimori, una congresista de 55 años, tiene su propio lastre: es la hija de Alberto Fujimori, presidente de Perú durante los 90, que cumple una condena de 25 años de cárcel por violaciones de los derechos humanos y corrupción. Pero, ahora que Keiko Fujimori está haciendo todo lo posible para sembrar dudas sobre las afirmaciones de su rival e inspirar miedo sobre la posibilidad de que él tome las riendas de Perú, las verdaderas convicciones de Humala están sometidas a un escrutinio más atento que nunca.

Da la impresión de que la estrategia está funcionando: la última encuesta de DATUM muestra que Fujimori ha invertido la escasa delantera que tenía antes Humala y le aventaja ahora por un estrecho margen, menos del 4% (un 13,8% está aún indeciso o piensa votar en blanco). Según el sondeo, más del 55% de los peruanos opina que, si Humala saliera elegido, gobernaría en Perú de la misma forma que Chávez en Venezuela, nacionalizando empresas privadas y ahuyentando a nuevos inversores. Los ciudadanos desconfían (con motivo) de las promesas políticas, después de numerosos escándalos de corrupción que han afectado a políticos de todas las ideologías, y también se muestran escépticos ante una de las principales promesas de Fujimori: que, si gana, no concederá el indulto a su padre. Una promesa que se cree menos del 25%.

Ni Fujimori ni Humala eran los candidatos favoritos de los inversores internacionales. Los dos se han esforzado en expresar su respaldo a las políticas de mercado. Ahora bien, si hay que elegir, la mayoría considera que Fujimori es menos peligrosa y tranquiliza más a los mercados. Éstos siguen muy de cerca los resultados de las encuestas. La ventaja inicial de Humala produjo una brusca caída de las bolsas y de la divisa peruana, que se han recuperado ahora que Fujimori va en cabeza.

No es extraño que Humala quiera que los peruanos lo asocien con Lula, que dejó su cargo en enero con un índice de popularidad del 80%. El ex líder laboral convertido en campeón de la globalización demostró una capacidad única de abarcar todo el espectro ideológico, un don que le granjeó el afecto de la clase trabajadora sin distanciarle de la élite económica y empresarial. Además, Lula ofreció a los brasileños resultados concretos, sacó a unos 30 millones de personas de la pobreza durante sus ocho años de mandato y catapultó su país a su indiscutible situación actual en el mundo.

El aparente cambio de opinión de Humala puede ser sincero, no una mera treta electoral, pero no hay duda de que su brusca metamorfosis huele mucho a oportunismo. La comparación con Lula es particularmente engañosa. Al fin y al cabo, el pensamiento político del ex presidente brasileño evolucionó a lo largo de varios decenios, como resultado de su experiencia de dirigente sindical, opositor a la dictadura militar de Brasil y presidente del Partido de los Trabajadores. Obtuvo y moldeó sus credenciales democráticas –el consumado arte de toma y daca– durante varias batallas políticas. De hecho, a Lula le costó cuatro intentos alcanzar la presidencia.

Pero también es una exageración decir que Humala, en el fondo, es un Chávez. No hay duda de que ambos comparten el haber sido tenientes coroneles con historiales discutibles: Humala ha sido objeto de denuncias creíbles por violaciones de los derechos humanos en los primeros años noventa, y existen numerosas pruebas de que el líder venezolano ayudó a financiar su campaña en 2006. Sin embargo, en esta ocasión, pese a los rumores y sospechas generalizados, no existen esas pruebas. Y tras su victoria en la primera vuelta, después de que Chávez le llamara “un buen soldado peruano”, el candidato pidió públicamente al Presidente que no se inmiscuyera en la política de su país.

Aunque Humala sea presidente de Perú e intente engañar al electorado, se encontraría con enorme resistencia para emprender la misma vía que ha recorrido Chávez en Venezuela. Para empezar, la riqueza petrolera ha financiado la “revolución” bolivariana de Chávez o, al menos, le ha permitido comprar a sus detractores y favorecer a sus bases populares, los ciudadanos más pobres. En Perú no existen recursos comparables, lo cual significa que el presidente no tendría medios para implantar nuevas políticas radicales ni podría permitirse la enemistar de los grupos financieros.

Todavía más importante es que estos dos países han seguido trayectorias totalmente distintas en las últimas décadas. Cuando Chávez ganó sus primeras elecciones, en 1998,  Venezuela llevaba 20 años de crecimiento estancado, y había un ansia popular de cambio. Perú, por el contrario, ha tenido el mayor índice de crecimiento de Latinoamérica en la última década. Los niveles de pobreza han disminuido enormemente e incluso la brecha entre ricos y pobres se ha reducido.

Humala, por tanto, ha conectado con un deseo de cambio moderado, al comprometerse a bajar los niveles de corrupción y criminalidad e incluir a los peruanos a los que no han llegado los beneficios de la buena racha nacional. Pero ahora que la campaña llega a su fin, este candidato  –que tiene su apoyo fundamental entre los pobres de las zonas rurales de la meseta sur– debe convencer al decisivo grupo de los votantes de clase media en Lima de que no tienen nada que temer de su presidencia.

En esa tarea están ayudándole asesores reclutados, en gran parte, del Partido de los Trabajadores de Lula. Humala no ha tenido reparos en imitar la campaña de “Paz y amor” que llevó a cabo el líder brasileño en 2002, en la que el viejo y duro luchador se esforzó por presentar una imagen más suave y amable ante el electorado. El compromiso de estabilidad que ha ofrecido Humala a los sectores empresariales de Perú, que llama un “compromiso con el pueblo peruano”, guarda una semejanza extraordinaria con “la carta al pueblo brasileño” con la que Lula quiso tranquilizar a sus electores. En el equipo de Humala hay varios economistas procedentes de la campaña del ex presidente Alejandro Toledo, cuyas opiniones están dentro de las corrientes mayoritarias.

Humala se ha retractado de un compromiso que hizo al comienzo de la campaña, el de revisar la constitución, como hizo Chávez en Venezuela poco después de tomar posesión en 1999 (y como posteriormente hicieron Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador). Durante la campaña se ha mostrado a favor de un impuesto extraordinario sobre “ganancias inesperadas” para las compañías mineras, y se opone a las nacionalizaciones drásticas (otra diferencia con las políticas de Chávez). Su estridente retórica nacionalista de otros tiempos, con frecuencia dirigida de manera muy agresiva contra el vecino Chile, está hoy mucho más contenida. Ya no es contrario al acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Perú, aprobado en 2007, y está a favor de mantener buenas relaciones con Washington. Incluso ha llegado a distanciarse de su propia familia: su padre es famoso por fomentar una filosofía violentamente nacionalista y su hermano menor intentó en 2005 un golpe contra Toledo que le supuso acabar condenado a 25 años de cárcel. (Humala ha dicho que no le indultará, pero, como ocurre en el caso de Fujimori y su padre, muchos tienen dudas).

Sin embargo, a pesar de todas estas acusaciones, existen indicios de que las clases medias y altas de Lima se resisten a dar una oportunidad a Humala. Temen que desbarate el progreso económico logrado hasta ahora, por tener una ideología caprichosa o por incompetencia. En general tienen también grandes reservas a propósito de Fujimori, pero, dado el miedo de los mercados financieros, que están dispuestos a reaccionar de forma negativa a una posible victoria del candidato de izquierdas, los votantes de este grupo, en su mayoría, prefieren no correr riesgos. Por eso es posible que Fujimori se beneficie del “voto oculto” de la clase media. Una excepción muy conocida es la del premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa, que perdió una elección presidencial frente a Alberto Fujimori en 1990 y ha asegurado que va a votar por Humala, aunque sea “a su pesar y con miedo”.

Los buenos recuerdos del viejo Fujimori que conservan unos electores fieles ayudan a explicar la capacidad de atracción de su hija, que ha utilizado los éxitos que tuvo su padre cuando consiguió acabar con la hiperinflación, la brutal actividad de los rebeldes y la implantación de programas sociales populares. Ha prometido continuar con el crecimiento económico y mejorar el acceso a viviendas con mejores condiciones de salubridad. Además ha hecho campaña como candidata de la ley y el orden, y ha dicho que apoya el restablecimiento de la pena de muerte para ciertos crímenes graves; incluso ha contratado al ex alcalde de Nueva York Rudy Giuliani  como asesor en temas relacionados con la criminalidad.

A pocos días de la votación definitiva, en Perú se ha desatado una guerra mediática en la que ambos bandos se intercambian feas denuncias y acusaciones. El ambiente está tenso, desagradable y polarizado, y lo estará aún más a medida que los dos candidatos luchen para convencer al casi 45% de los peruanos que en la primera vuelta votaron por alguno de los otros tres candidatos, más moderados.

El resto de Suramérica –en especial Brasil, Chile y Colombia– sigue las elecciones peruanas con gran interés y cierto grado de preocupación. Ninguna de las dos opciones es atractiva para la región, porque los dos candidatos parecen estar desconectados de las tendencias actuales, más alentadoras, en el continente, hacia gobiernos más democráticos y políticas sociales eficaces.

A estas alturas, la batalla entre las distintas corrientes de la izquierda en Latinoamérica está resuelta. El contraste entre un Brasil pujante y una Venezuela absolutamente deteriorada es escandaloso. Las tremendas diferencias reflejan dos formas distintas de gobernar, la primera mediante la negociación y el compromiso y la segunda mediante dictados arbitrarios.

En los países latinoamericanos se ha producido un proceso gradual, a base de prueba y error y revisión constante, que ha desembocado en el asentamiento de la política pragmática con un tinte izquierdista: Brasil con Lula y Dilma Rousseff, Chile con Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, Uruguay con Tabaré Vásquez y ahora José Mujica, y El Salvador con Mauricio Funes. Todos ellos han combinado reformas sociales progresistas con políticas económicas más centristas, mientras que otros, como Ecuador y Bolivia, han emprendido vías más conflictivas, con reformas constitucionales y enfrentamientos con las clases políticas y empresariales tradicionales.

Algunos peruanos creen que un Humala aparentemente más moderado es una oportunidad de ocupar un espacio político similar al de sus vecinos brasileños y chilenos. Si logra la victoria el 5 de junio, tendrá la ocasión de demostrar que su transformación es genuina. De ser así, sería otro golpe importante para Chávez y una prueba más de que cada vez es más irrelevante en la región.

Presidente de Diálogo Interamericano y profesor adjunto en la Universidad de Georgetown (EE UU)
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