martes, 25 de enero de 2011

La descomposición del Cáucaso



Un nuevo ciclo de venganzas amenaza la estabilidad política de toda la región, donde los fundamentalistas reclutan adeptos entre una juventud desalentada y las autoridades prorrusas locales imponen su ley con total impunidad.

Un caucásico le dijo una vez al escritor Wojciech Jagielski que en su tierra tendría lugar la guerra final entre la civilización europea y la asiática, entre el cristianismo y el islam, y sería la última guerra, la definitiva. Sin vocación apocalíptica, hay que reconocer que los ingredientes de esa profecía se están materializando en la región y en especial en el norte, escenario de una nueva oleada de violencia y de una descomposición social y económica en la que se cuelan invisibles injerencias externas. No se trata de una batalla final ni de resucitar a Huntington, pero nadie puede negar que allí coexisten conflictos en los que se mezclan factores religiosos, étnicos y sociales, amén de otros paralelos por el control del territorio y la búsqueda de influencia de países de Oriente y de Occidente, grupos mafiosos, clanes y terroristas islámicos.


En el norte, la batalla principal se libra entre dos viejos rivales, Rusia y los antiguos guerrilleros de la región, reconvertidos en fundamentalistas bastardos, hijos de madre separatista y padre financiador, Al Qaeda. Sobrecogido, Moscú observa el espantoso aumento del terrorismo, su persistencia en el tiempo y su capacidad para desestabilizar políticamente la zona y golpear como y donde quiere. A pesar de la reconstrucción, la mejora de la calidad de vida y el fin del régimen de operación antiterrorista, en Chechenia la violencia extremista, nacida de las semillas del odio, ha sobrevivido y se ha extendido en la década pasada hacia los territorios vecinos de Ingushetia, Daguestán, Osetia del Norte y Kabardino Balkaria, donde se contabilizan hasta 11 grupos fundamentalistas islámicos, según los servicios de inteligencia rusos.


En los últimos tiempos, el extremismo ha dado un paso más en su desafío. El año pasado se registró un récord histórico de incidentes violentos en el norte del Cáucaso (481 en 2009), más de un tercio con respecto al año anterior (281 en 2008), según los datos del estudio elaborado por el Center for Strategic and Internacional Studies (CSIS), que incluyen secuestros de personal militar y civil, bombas, asesinatos de líderes civiles y militares, ataques rebeldes, operaciones de la Policía o del Ejército contra militantes sospechosos, destrucción de propiedades o incautación de armas. En 2009 murieron un total de 1.263 personas (entre militares, policías y civiles) en 786 ataques guerrilleros, según cifras oficiales. A la vista de este incremento, a nadie le extraña que el presidente ruso, Dmitri Medvédev, lo considere el problema más serio de la política interior de su país.


Radicalización insurgente. Aunque Rusia lidia desde hace siglos con la legendaria rebeldía chechena, el yihadismo es un fenómeno relativamente nuevo en la zona. En la Federación Rusa hay 20 millones de musulmanes, pero el extremismo apareció hace sólo unos años, con la caída de la URSS. Entonces, los wahabíes entraron en escena para sacar tajada del maltrecho Cáucaso postsoviético, apropiándose de la causa del separatismo checheno, explotando su frustración, su odio y su impotencia de perdedor y alentando las ansias de venganza de las víctimas de la guerra. Los wahabíes divulgan un paralelismo confuso entre identidad nacional y religiosa, y lo alimentan con la ayuda inestimable de las arcas de Bin Laden, que repartió fondos para financiar a los guerrilleros chechenos en un primer momento y a los terroristas islamistas en la actualidad, según el Kremlin. De hecho, la corriente salafista comenzó a expandirse entre los separatistas a partir de 1999 y gracias a los líderes guerrilleros chechenos Khattab y Shamil Basayev, a quienes les convenía para lograr financiación exterior.

La instauración del islam radical triunfó en las trincheras pero no cuajó a gran escala, pues la mayoría de la población del Cáucaso sigue la corriente sufí, más tolerante y contraria al uso de la violencia, hoy en pie de guerra por su supervivencia frente a un islamismo militante foráneo y armado hasta los dientes. Al extremismo contribuyen los jóvenes que estudiaron en los 90 en países árabes y ahora han regresado a casa, como señala la investigadora Svetlana Akkíeva. Se han producido un choque generacional y luchas intestinas en la comunidad musulmana entre los que luchan por preservar el islam tradicional del Cáucaso y los ataques de una juventud que defiende el puro y verdadero islam, es decir, el wahabismo de Arabia Saudí. La situación está al rojo vivo, y ha llegado a tal extremo que cinco imanes murieron y otros cinco resultaron heridos en 2009 a manos de fundamentalistas, según los medios locales.


Alexander Cherkasov, miembro de la organización de defensa de los derechos humanos Memorial (premio Sajárov 2009 a la libertad de conciencia), confirma la radicalización de la resistencia chechena en los últimos años: “En 2003, los jóvenes se iban a las montañas para unirse a los guerrilleros y su objetivo era únicamente la independencia, su ansia de participación en el espacio político”. Sin embargo, “ahora ha aparecido el que se hace llamar emir Doku Umarov –responsable de los atentados de abril en el metro de Moscú–, que ha anunciado la creación de un emirato del Cáucaso del Norte y su alineación con la yihad”, asegura.


Pero, a pesar de la escenografía y la retórica yihadista, esos muchachos que se entregan a la muerte por una causa no lo hacen por Alá. “Lo que buscan es justicia”, asegura Cherkasov. Se trata en su mayoría de familiares de fallecidos en los conflictos con Rusia o en la guerra sucia actual, y “su búsqueda de venganza responde a la necesidad de encontrar justicia social en su tierra. La represión rusa y la impunidad los empujan a integrar esos grupos salafistas”. Su compañera en Memorial, Stevtlana Galúshkina, coincide en que “parte de culpa la tienen las autoridades locales tuteladas por Rusia, que aterrorizan a la población empujando a estos jóvenes al radicalismo”. En definitiva, la religión es un catalizador y no un factor determinante de la violencia.


La falta de oportunidades y la crisis económica terminan de captar a una juventud que convierte el cinturón de explosivos en su última palabra. Los nuevos kamikazes son adolescentes de entre 10 y 14 años que inhalan el islam extremista en una shisha moral que narcotiza la desilusión y devuelve la confianza. “Los jóvenes se unen a estos grupos porque no tienen otra opción”, señala Ganúshkina. “En Chechenia no pueden criticar al presidente, Ramzan Kadírov, porque corren el peligro de ser torturados o asesinados. Por lo tanto, para ellos entrar en un grupo fundamentalista es la protesta final”, asegura.


En el país, la perpetuidad de la violencia más allá del fin de la contienda “es el resultado de la política rusa, de su represión, de las desapariciones, los secuestros, las prisiones secretas, las torturas, las ejecuciones extrajudiciales” de estos años, denuncia Cherkasov. Memorial perdió en Grozny a una de sus activistas, Natalia Estemírova, encargada de documentar el terrorismo de Estado, asesinada el 16 de julio de 2009. Su cadáver apareció a las afueras de la ciudad. En la última década se contabilizan más de tres mil desaparecidos en la república autónoma, según los datos de Memorial.


Kadírov, artífice de la ‘guerra sucia’. El presidente Ramzan Kadírov, de 33 años, es un dirigente excéntrico y peculiar que gusta de excesos y de rarezas. Hijo de un muftí asesinado en 2004 y musulmán practicante, tiene el mérito de mantener a raya a los clanes y a las mafias locales, eliminando de raíz el terrorismo extremista con mano de hierro. Este hijo pródigo que “pacifica” la zona, según Putin, goza de una amplísima confianza y del amparo protector de las autoridades rusas. Buen alumno, se ha beneficiado de importantes sumas que le han ayudado a reconstruir Grozny y a lograr, por ejemplo, que la electricidad llegue hasta las recónditas zonas montañosas, algo impensable en tiempos soviéticos. A cambio de su lealtad, Putin y Medvédev callan ante las atrocidades que denuncian los activistas de derechos humanos y los periodistas en Chechenia, uno de los lugares más peligrosos en el ranking de los 40 “depredadores” de la libertad de prensa, según el informe de Reporteros Sin Fronteras 2010.


Sus venganzas no sólo se ciñen a los límites geográficos de la república que dirige. Según Cherkasov, Kadírov no tiene escrúpulos a la hora de eliminar a sus enemigos, incluso en Europa. Es el caso de Umar Israilov, un joven de 27 años asesinado en enero de este año en Viena, donde vivía como refugiado tras abandonar los kadirovtzi, el grupo paramilitar al servicio de la guerra sucia de Kadírov en Chechenia. Umar se había convertido en una molestia porque denunció ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos las torturas, las ejecuciones extrajudiciales y las violaciones que presenció. “El problema ya no se circunscribe a Rusia, sino que comienza a ser un peligro también para Europa”, advierte Cherkasov. De hecho, es la primera vez que una autoridad occidental, la fiscalía austriaca, presenta ante un tribunal pruebas directas que relacionan al presidente checheno y a su consejero Shaa Turlayev –que viajó a Viena poco antes del asesinato del refugiado– con la muerte de un oponente.

El kremlin se desentiende Mientras tanto, Moscú mira hacia otro lado. Su política en el norte del Cáucaso consiste en responder con la máxima contundencia a cada ataque terrorista, intentando golpear más fuerte. A un atentado le sigue una oleada sin piedad de represión con operaciones especiales del Servicio Federal de Seguridad (FSB, ex KGB) que buscan “aniquilar” a los responsables, sobre todo en Daguestán e Ingushetia. El último ejemplo es la muerte a tiros del presunto terrorista Magomed Gardanov en una mezquita de Nazrán el pasado 5 de mayo. El horror se complementa con el incendio de las casas de los familiares de los sospechosos de terrorismo, o incluso con el secuestro de sus seres queridos, que en algunos casos desaparecen. Esto sucede con la mayor impunidad, sin denuncias ni juicios, según Memorial.


Lejos de cambiar, el presidente ruso, Dmitri Medvédev, demostró en abril que el Kremlin cree en su política de castigo y que, una vez más en el ciclo de la historia, no le tiembla el pulso en el Cáucaso. En una visita a Majashcalá (Daguestán) tras los atentados del metro, anunció que los métodos contra el terrorismo debían ser todavía más firmes y, “si se quiere, más crueles y preventivos, para evitar atentados terroristas”. Añadió que Rusia ha conseguido “arrancar la cabeza a los bandidos más odiosos” y prometió “encontrarlos y castigarlos a todos”. Aunque al mismo tiempo y en otros foros, el tándem Medvédev-Putin reconoce que, a pesar de que extremistas islámicos reciben ayuda desde el exterior, hay otros motores que hacen funcionar esa violencia, como la “persistente pobreza, el alto índice de desempleo y la corrupción a gran escala”, según el presidente, a los que el primer ministro añade el crimen organizado y la guerra entre clanes.


De modo que Moscú practica una de cal y otra de arena, apretando fuerte pero aflojando la correa con la designación de presidentes moderados y aperturistas, como Iunusbek Yevkúrov, que sustituyó en Ingushetia al agente del FSB Murat Ziázikov, quien gobernaba con métodos brutales e impunidad total. Heredó un territorio con casi un 50% de paro, un salario medio de unos 160 euros al mes y una corrupción endémica a todos los niveles. Dos años después y pesar de los pesares, Yevkúrov ha comprobado en sus propias carnes un empeoramiento de la situación, saliendo vivo de un atentado que casi le cuesta la vida en 2009.


Para Ganúshkina, “el Gobierno ya no puede proteger a la población y actúa de manera arbitraria. El actual presidente está intentando cambiar la situación, aunque con poco éxito. Pero al menos lo intenta”. En Daguestán, Magamed Magomedsalam Magomédov hace lo propio, pero los terroristas parecen reproducirse de la nada y multiplican sus acciones, como la que acabó con la vida del ministro del Interior en 2009, Adilgueréi Magomedtaguírov. En un último intento de apaciguar la región, el Kremlin creó en enero un nuevo distrito federal que agrupa las unidades administrativas más conflictivas, dirigido por Alexandr Jloponin, con fama de buen gestor económico.

Clanes, mafias y ‘vendettas’ La solución a todos estos problemas no es sencilla. En palabras de Thornike Gordadze, investigador responsable del Observatorio del Cáucaso en Estambul, el norte del Cáucaso es un hogar de insurrección permanente desde el siglo XIX y no hay una receta milagro. Se trata de una región donde cohabitan decenas de etnias distintas y los actores son múltiples. “En Daguestán está la mafia, que ha hecho su negocio con el petróleo y el caviar del mar Caspio, los islamistas y grupos de todo tipo con una lealtad cambiante”, asegura. El poder federal ruso lleva a cabo una política de chechenización, pagando a unos grupos para combatir a otros. No es nada nuevo: Stalin ya utilizó en su época el “divide y vencerás” en esta zona, enfrentando a osetios con ingushetios, a kabardinos con bálkaros o a chechenos con daguestaníes.


Al enfrentamiento étnico contribuyó también el desmoronamiento de la Unión Soviética, que despertó una desatada exaltación de identidades nacionales, dando lugar a 15 nuevos Estados y a diversos conflictos armados con los que tuvo que lidiar el actual primer ministro y ex agente del KGB, Vladímir Putin, el hombre para el que la caída de la URSS fue la mayor catástrofe del siglo XX. Parte del problema hoy es la perpetuidad de Putin en el poder, dirigente identificado en el Cáucaso como parte activa de los crueles y sangrientos conflictos separatistas que se desataron en el norte y en el sur, resueltos todos a cañonazos.


En la actualidad, al terrorismo islamista, la inestabilidad política, la altísima corrupción y el desempleo se suman los conflictos derivados de la extrema diversidad étnica y religiosa. En el Cáucaso se practican al menos siete religiones, se hablan más de sesenta lenguas distintas y, por si fuera poco ,conviven múltiples clanes que aún practican la tradicional vendetta o venganza de sangre, espirales de ajustes de cuentas sin fin que en algunas ocasiones se arreglan con acuerdos económicos. A ello hay que sumar las distintas actividades ilícitas presentes en la región, entre las que destaca el narcotráfico, disperso entre el norte y el sur, al ser zona de paso de la heroína afgana. La población vive atrapada en estas múltiples formas de violencia, sumamente complejas y difíciles de esquivar en la vida cotidiana.

La transcaucasia, zona de paso de gas y petróleo Para completar el mapa, si el norte vive horas difíciles, en el sur Georgia, Osetia del Sur y Abjasia se encuentran en un periodo de postguerra tras los enfrentamientos exprés entre Tiflis y Moscú en agosto de 2008 que desembocaron en la anexión por parte de Rusia de dos territorios largamente deseados (Osetia del Sur y Abjasia), sin que la comunidad internacional hiciera nada por impedirlo. Georgia, aliado de Estados Unidos y de la Unión Europea (UE) en el Cáucaso, ha pagado muy cara su fidelidad a Occidente y su voluntad de convertirse en zona de paso de oleoductos desde el mar Caspio. Una alternativa de la UE para esquivar a Rusia y sus caprichosos cortes de suministro. En concreto, por Georgia transcurre ya el oleoducto BTC, de 1.768 kilómetros y el segundo del mundo capaz de bombear un millón de barriles diarios, que compite con los del gigante ruso Gazprom.


En definitiva, el sur del Cáucaso o Transcaucasia (que incluye los territorios independientes de Azerbaiyán, Armenia y Georgia) es hoy una zona castigada por guerras y limpiezas étnicas, con un conflicto enquistado y dilatado en el tiempo, el del Alto Karabaj (territorio disputado desde 1988 entre Armenia y Azerbaiyán, y aún sin resolver); con una importancia estratégica creciente, al ser limítrofe con Turquía e Irán, y con una importante red de oleoductos y gasoductos expuesta al vaivén de las potencias –codiciada por su emplazamiento estratégico entre el mar Caspio y el mar Negro–. De esto último, el que parece sacar más partido es Azerbaiyán, ribereño del Caspio (que contiene casi el 15% del total de las reservas petroleras del mundo y un 50% de las reservas de gas natural) y cuyo PIB en 2007 alcanzó el 24% de crecimiento anual, cifra no superada por ninguna nación del mundo, según el análisis del profesor del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) Ricardo Álvarez-Maldonado.


De norte a sur, de este a oeste, el Cáucaso, puente entre culturas mil veces conquistado, políticamente frágil, plural, tradicional, multiétnico y multirreligioso, no termina de encontrar la paz en la era postsoviética. Para alcanzar la estabilidad será esencial el papel de la Rusia de Putin, el verdadero líder en la sombra del país, cuya política exterior se reduce en la actualidad a operaciones antiterroristas y a la feroz recuperación de la influencia en el espacio perdido tras la caída de la URSS (o al impedimento de que otros la consigan, como la Unión Europea o la OTAN). En este sentido, la guerra de Georgia le ha otorgado un papel de fortaleza que resulta decisivo en el cambio de óptica política de territorios como Ucrania o Uzbekistán, donde se producen acercamientos con Moscú.


En el norte, la pacificación de la zona debería comenzar de la mano del Kremlin. El terrorismo parece ser el problema único y prioritario para los dirigentes rusos, sin atender a otros factores, como el desarrollo económico, la democracia y los derechos humanos. “El terrorismo está ahí y hay que resolverlo a largo plazo, no se puede solucionar de un día para otro”, afirma Cherkasov. Existe un futuro posible si se legisla contra el extremismo y el terrorismo, se sientan las bases para atajar la corrupción, se crea un sistema judicial democrático y se termina con la guerra sucia de raíz. En cuanto al sur, Rusia debería dejar a Georgia buscar sus propios intereses respetando su soberanía, aunque se oriente hacia la UE o la OTAN y no guste. Un esfuerzo es necesario para que el Cáucaso deje de ser, parafraseando a Jagielski, un buen lugar para morir.

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