lunes, 19 de julio de 2010

Un fantasma recorre la filosofía


Por Ezequiel Adamovsky (*)



Pensadores, que no dejaron de ser comunistas, resucitan una ideología que parece volver de sus cenizas pero sin el fuego de 1917. Un libro compila posturas de Negri, Badiou, Rancière, Zizek, entre otros.

La curiosidad de los filósofos por la actualidad de idea comunista se viene haciendo notar desde hace un tiempo. En verdad, algunos nunca la abandonaron. Pero lo notable es que incluso aquellos sin credenciales previas manifestaron atracción por ese legado, a contrapelo de los tiempos.

Valga recordar el súbito interés por los Espectros de Marx con el que Derrida sorprendió en 1993, o la conversión al comunismo de Gianni Vattimo en 2004. Puesta en esa perspectiva, la desafiante afirmación de Alain Badiou de 2007 –"el comunismo es la única Idea política digna de un filósofo"– suena un poco menos extemporánea.


¿Un clima de época?

No estamos en 1919: hoy no existe nada remotamente similar a la vitalidad que por entonces tenía el movimiento comunista internacional. Pero aun así, el interés de los filósofos no está del todo despegado del espíritu de nuestra época.

Aunque poco quede hoy de lo que alguna vez fuera un movimiento subversivo de masas, los espectros gemelos de la revolución y del comunismo se niegan a volver a sus tumbas. Se los puede encontrar deambulando incluso en la cultura de masas. ¿Qué otra cosa es la insistencia pertinaz de las imágenes de revoluciones sociales en el cine hollywoodense de los últimos diez años, desde la trilogía Matrix y Yo Robot, hasta la reciente Avatar, pasando por la asombrosa V de Vendetta y otras menos conocidas?

Hay algo extraño en todas estas historias de revoluciones que enfrentan exitosamente a corporaciones capitalistas y estados poderosos, producidas por grandes corporaciones del más poderoso de los estados. La paradoja es sin dudas un síntoma, pero lo es de una manera ambigua. El hecho de que incluso grandes empresas del entretenimiento se permitan juguetear con imágenes que glorifican la acción revolucionaria es índice de una falta. Pueden hacerlo porque hoy no existe un movimiento comunista.

Si la plebe estuviera sitiando la ciudadela del capital, difícilmente Hollywood se permitiría difundir tales imágenes. Pero la falta es apenas la mitad de la explicación. Si lo hacen es porque existe una clientela que reclama esos contenidos, un público que, por algún motivo, se siente atraído por temáticas que se habían decretado añejas. La presencia espectral del comunismo es índice tanto de una falta como de un deseo.

La certeza de vivir en un mundo crecientemente devastado por el capital reenvía a muchos, inconscientemente, a una cierta nostalgia por los tiempos heroicos en los que la emancipación parecía estar al alcance de la mano y la comunidad de iguales, un sueño posible. Acaso el renovado interés de los filósofos por la actualidad de la idea comunista participe de un clima de época marcado, si no por las certezas, al menos por el renacer de los deseos de un futuro poscapitalista.


El simposio

Acaban de publicarse en castellano las contribuciones al simposio Sobre la idea del comunismo, realizado en Londres en marzo de 2009, que congregó a varios filósofos de renombre. El volumen ofrece un valioso recorrido por algunas de las cuestiones centrales en la valoración filosófica de la idea comunista.

Los posicionamientos, de alguna manera, reproducen una tensión ya presente en el siglo XIX, relativa a la interioridad o exterioridad de esa idea respecto del movimiento social. Marx insistía en que "las concepciones teóricas de los comunistas no se basan en absoluto en ideas" descubiertas o diseñadas por intelectuales, sino que son la expresión general de un movimiento histórico "que se opera ante nuestros ojos".

Sin embargo, Kautsky y Lenin defendieron más tarde la noción de que eran los intelectuales los encargados de inocularle a la clase obrera, "desde afuera", una conciencia comunista a la que, librada a sus propios medios, jamás arribaría.

La tensión entre estas dos maneras de concebir la idea comunista reaparece, extremada, en las contribuciones del simposio. En un extremo, Badiou la piensa bajo una inspiración kantiana. Para él el comunismo es algo así como un ideal regulador independiente de cualquier anclaje empírico. Precisamente por poder sustraerse del mundo es que la idea comunista tiene la capacidad de transformarlo.

Esta valoración deriva de su teoría del acontecimiento radical, entendido como una "ruptura de la disposición normal de los cuerpos y de los lenguajes". No hay que asombrarse entonces, como señala Peter Hallward, que Badiou muestre una conspicua falta de interés por el análisis de movimientos sociales y procesos políticos actuales. Y en efecto, hay poco de su contribución –más preocupada en probar la consistencia interna de su modelo– que pueda ser aprovechable para un lector interesado en la política emancipatoria.

Otros participantes se mostraron mejor dispuestos en indagar los modos concretos en que podrían converger el pensamiento y la acción. En el extremo opuesto al de Badiou se situaron Michael Hardt y Toni Negri. La posibilidad y actualidad del comunismo deriva, para ellos, de la necesidad de recuperar lo común frente al despojo capitalista (pero también al despojo que supone la tradición estatista del socialismo). Lo común tiene para ellos un anclaje real y concreto en los cambios socioeconómicos de las últimas décadas.

La creciente centralidad del trabajo inmaterial y de la producción "afectiva" como las áreas más dinámicas en el proceso de valorización del capital, señala una mutación histórica decisiva. Por una parte, bienes como las ideas, diseños, conceptos, software, no sólo no disminuyen su utilidad al ser compartidos, sino que la acrecientan.

El capital interviene sobre el proceso productivo en estas áreas de un modo externo y nocivo. No lo organiza, sino que se limita a beneficiarse de sus frutos bajo la forma de renta (derechos de autor, monopolios, patentes). La producción inmaterial presiona, por ello, por salirse del corset de la propiedad privada, para volver a ser propiedad del común.

Por la otra, los productos de tipo "afectivo", como los servicios personales o los que requieren aptitudes "prosociales" por parte del trabajador para el contacto con el público, crean ellos mismos relaciones sociales. Y si hoy éstas están puestas en función de la valorización del capital, nada impide que los saberes sobre los que descansan se reorienten en un sentido inverso, hacia la producción de relaciones sociales no-capitalistas.

Por lo demás, la privatización neoliberal de lo que queda de lo común –el medioambiente– obliga a buscar nuevas formas de gestionarlo globalmente para frenar la depredación. Así, el desarrollo del capitalismo actual conduce a un incremento objetivo de la autonomía de lo común y a la búsqueda urgente de modos de librarse del dominio del capital. Como en la vieja hipótesis de Marx, es el capital el que crea sus propios sepultureros. El "acontecimiento" que pudiera ponerle fin, para Negri, será un resultado y nunca un punto de partida.

Procesando un legado

Desde el Lenin broncíneo de la tapa, el volumen remite al legado del comunismo soviético. Slavoj Zizek, quien desde 1997 viene insistiendo sobre la necesidad de "Repetir a Lenin", encontró esta vez en una frase de Beckett el mandato de la hora: "Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor". No se privó del recurso al escándalo, famoso en sus intervenciones, que esta vez llegó hasta la reivindicación del poder dictatorial, "terror disciplinario" incluido. Del legado comunista, sin embargo, su recorte es el peor.

Para las experiencias autogestivas y democráticas propias de los momentos revolucionarios, como en su momento fueron los sóviets, no tuvo sino palabras de altivo menosprecio. Afortunadamente, la mayoría de los participantes se mantuvo fiel al núcleo primero de la tradición comunista: lo común no puede instituirse sobre un desprecio elitista de la capacidad de cualquiera para el autogobierno. Sobre este punto insistió Jacques Rancière.

Existió sin embargo entre los presentes un consenso universal sobre la necesidad de la organización política o, en otras palabras, sobre la insuficiencia de la mera acumulación de luchas sociales. Incluso Negri, tan entusiasta del trabajo cotidiano y constante de la multitud, destacó que ella "se constituye en una totalidad de instituciones singulares" que acepta diferentes composiciones políticas, de acuerdo con los matices y vicisitudes de las relaciones de poder. La tarea del momento, para él, es la de vislumbrar las nuevas instituciones de lo común.

En cuanto a la cuestión del sujeto de la emancipación, las búsquedas se alejaron también de las certezas de la tradición leninista, en un intento de conceptualizar de un modo consistente la multiplicidad de quienes hoy enfrentan al capital. Contra el solaz en una clase obrera idealizada, los filósofos exploraron apelaciones a la plebe (Bruno Bosteels retomando a Alvaro García Linera), la radicalización de la noción de proletariado hasta convertirlo en una categoría "de nivel existencial" que incluiría a todos los perjudicados por la apropiación capitalista de lo común (Zizek) y, por supuesto, la multitud de Hardt y Negri.

Pero lo más interesante del simposio estuvo en las preguntas incómodas que formularon algunos invitados de menor renombre. Susan Buck-Morss advirtió que, si el comunismo es hoy impensable sino como universalismo, entonces la idea comunista debe salirse de los marcos de referencia exclusivamente occidentales. Ningún comunismo será verdaderamente contemporáneo si sus fuentes de inspiración empiezan y terminan en el canon racionalista europeo. Y esto porque en las periferias la idea comunista se abrió camino por senderos distintos.

En tren de recuperar un pensamiento sobre lo común, el legado, por ejemplo, del islamismo radical no podría soslayarse. En lugar de seguir revisando esos "polvorientos pensadores occidentales", Buck-Morss convocó a sus colegas a informarse sobre la obra de intelectuales como el egipcio Sayyid Qutb o el iraní Alí Shariati. "Tenemos que tomar seriamente el núcleo radical de la religión, porque en nuestro tiempo el poder revolucionario depende de que podamos rescatarlo y reinventarlo", los urgió.

Otra pregunta incómoda estuvo a cargo de Judith Balso y pareció impugnar en buena medida los fines del propio simposio. Hay que dejar de dirigirle a la filosofía –sostuvo– preguntas que sólo la política puede responder, ya que la política es "un espacio de pensamiento absolutamente singular e intrínseco de los procesos organizados de la política misma". Y en efecto, uno no puede dejar de coincidir con ella.

El lector interesado en la actualidad de la idea comunista encontrará contribuciones bastante más interesantes y relevantes si aleja su mirada de los debates puramente filosóficos y busca, en cambio, en la amplia literatura producida por personas más cercanas a luchas y prácticas concretas de los diversos movimientos sociales y políticos que hoy existen en todo el mundo. El nuevo pensamiento sobre lo común acaso llegue, previsiblemente, del común.


El destino de un nombre

La derrota moral del experimento soviético y la presencia de un Partido Comunista al frente de la economía más dinámica del capitalismo actual plantearon dudas sobre la pertinencia del nombre que lleva la cosa que se discute. Se equivoca la compiladora cuando dice en la introducción que todos los presentes en el simposio coincidieron en la necesidad de permanecer fieles al nombre "comunismo". Balso sostuvo la idea de una "caducidad de la hipótesis comunista", mientras que Alessandro Russo invitó a "la invención de otros nombres para designar proyectos de autoliberación de las masas".

Para la enorme mayoría de las personas de todas las clases, la palabra "comunismo" tiene hoy resonancias negativas. Incluso las tiene para muchos de los que detestan el capitalismo. Esto nos lleva de vuelta a la relación entre política y filosofía. Si en los próximos tiempos se rearticulara un vasto movimiento emancipatorio capaz de sacarnos de la barbarie capitalista y de instaurar una sociedad de iguales, no serán los filósofos los que le den el nombre. Acaso no esté del todo mal que quienes protagonicen esa historia olviden activamente partes de un legado cuyo fracaso está fuera de toda duda. Como parte de ese proceso, no sería extraño que inventaran un nuevo nombre para lo que, en rigor, será un nuevo proyecto histórico.

* Periodista.
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