martes, 6 de marzo de 2012

Malvinas: una guerra contra la decadencia del Imperio Británico

Por Eric J. Hobsbawm (*)
Este artículo es una versión editada de una charla ofrecida en el programa de Izquierda en Movimiento organizado por la revista Marxism Today meses después de la guerra. Fue publicado en enero de 1983 bajo el título: “Falklands fallout” (Consecuencias de las Malvinas).

Se ha hablado más de las Falklands que de ninguna otra cuestión reciente de la política británica o internacional y más gente ha perdido la chaveta por esto que por cualquier otra cosa. No quiero decir la gran mayoría de la gente, cuya reacción fue, con toda probabilidad, seguramente menos apasionada o histérica que la de aquellos cuya profesión es escribir y formular opiniones.

Quiero decir muy poco, de hecho, sobre los orígenes de la guerra de las Falklands porque esa guerra tiene, en verdad, muy poco que ver con las Falklands. Difícilmente alguien sabía algo de las Falklands. Supongo que la cantidad de gente de este país que tenía vínculos personales de algún tipo con las Falklands, o siquiera conocía a alguien que había estado allí, es minima. Los 1680 nativos de esas islas fueron casi los únicos que tenían un interés urgente en las Falklands, aparte, por supuesto, de la Falkland Island Company, que posee una buena porción de ellas, los ornitólogos y el Scott Polar Research Institute, dado que las islas son la base de todas las investigaciones en la Antártida. Nunca fueron muy importantes o, al menos, no lo han sido desde la I Guerra Mundial o quizás apenas al principio de la II Guerra Mundial.

Eran tan insignificantes y tan fuera del centro de interés que el parlamento dejó que el asunto fuera manejado por alrededor de una docena de miembros, el lobby de las Falklands, que era un amontonamiento muy, muy mezclado políticamente. Se les permitió frustrar todos los no muy urgentes esfuerzos del Foreign Office para arreglar el problema del futuro de las islas. Dado que el gobierno y todo el mundo carecían de interés en las Falklands, el hecho de que fueran de urgente interés en la Argentina, y hasta cierto punto en América Latina como un todo, fue pasado por alto. Estaban muy lejos, en verdad, de ser insignificantes para los argentinos. Eran un símbolo del nacionalismo argentino, especialmente desde Perón. Nosotros podíamos posponer el problema de las Falklands para siempre, o creíamos que podíamos, pero no los argentinos.

Ahora bien, no estoy emitiendo un juicio sobre la validez de la reivindicación argentina. Como muchas reivindicaciones nacionalistas similares, no resiste demasiada investigación. Está basado esencialmente en lo que uno podría llamar “geografía de escuela secundaria” –todo aquello que pertenece a la plataforma continental debería pertenecer al país más cercano–, pese al hecho de que ningún argentino ha vivido allí. No obstante, estamos obligados a decir que la reivindicación argentina es casi con certeza más fuerte que la británica y ha sido considerada como tal internacionalmente. Los norteamericanos, por ejemplo, nunca aceptaron la reivindicación británica, cuya justificación oficial cambió con el paso del tiempo. Pero el punto no es decidir qué reivindicación es más fuerte. El punto es que, para el gobierno británico, las Falklands estaban tan bajo como podían estar en su lista de prioridades. E ignoraba totalmente el punto de vista argentino y latinoamericano, que no era meramente el de la Junta (militar argentina) sino el de toda América Latina.

Como resultado, logró, al retirar el único barco de guerra, el Endurance, que siempre había estado allí como símbolo para indicar que no se podía tomar las Falklands, sugerir a la Junta argentina que el Reino Unido no se resistiría. Los generales argentinos, que eran palmariamente locos e ineficientes además de repugnantes, decidieron ir adelante con la invasión. Si no fuera por el mal manejo del gobierno británico, el gobierno argentino casi con certeza no habría decidido invadir. Calcularon mal y jamás deberían haber invadido, pero está perfectamente claro que el gobierno británico precipitó, en verdad, la situación, aunque no pretendiera hacerlo. Y así, el 3 de abril (de 1982), el pueblo británico descubrió que las Falklands habían sido invadidas y ocupadas. El gobierno debería haber sabido que era inminente una invasión, pero afirmó que no, o, en cualquier caso, si lo sabía no hizo nada al respecto. Esto, por supuesto, está siendo investigado actualmente por la Franks Commission.

Pero ¿cuál era la situación en Gran Bretaña cuando la guerra se desató y durante la guerra misma? Permítanme tratar de resumirlo muy brevemente. La primera cosa que ocurrió fue una casi universal indignación en un montón de personas, la idea de que uno no podía simplemente aceptarlo, de que había que hacer algo. Este era un sentimiento que se extendió hasta las bases sociales y era no político, en el sentido de que atravesaba todos los partidos y no estaba confinado a la derecha o la izquierda. Conozco mucha gente de la izquierda dentro del movimiento, incluso en la extrema izquierda, que tuvo la misma reacción que la de la derecha. Era una sensación general de indignación y humillación que fue expresada ese primer día en el parlamento cuando la presión para actuar vino, en realidad, no de (la primer ministra, Margaret) Thatcher y el gobierno, sino de todos los lados, la ultraderecha de los conservadores, los liberales y los laboristas, con sólo muy raras excepciones. Este, creo, era el sentimiento público que se podía palpar. Cualquiera que tuviera alguna sensibilidad a estas vibraciones sabía que esto es lo que pasaba y cualquiera de la izquierda que no fuera consciente de ese sentimiento en la base y de que no era una invención de los medios, al menos no en esta etapa, sino un genuino sentimiento de indignación y humillación, debería seriamente reconsiderar su capacidad para analizar la política. Puede no ser un sentimiento particularmente deseable, pero afirmar que no existió es carecer de realismo.

Ahora, bien, este brote nada tenía que ver con las Falklands en sí. Hemos visto que las Falklands eran simplemente un territorio remoto cubierto por la neblina fuera del Cabo de Hornos, acerca del cual no sabíamos nada y nos interesaba menos. Tenía todo que ver, cambio, con la historia de este país desde 1945 y la visible aceleración de la crisis del capitalismo británico desde fines de los ’60 y en particular la caída de fines de los ’70 y principios de los ’80. Mientras el gran boom internacional del capitalismo occidental persistió en los ’50 y ’60, incluso la relativamente débil Gran Bretaña fue, hasta cierto punto, llevada hacia arriba por la corriente que empujaba a otras economías capitalistas hacia adelante más rápidamente. Las cosas se estaban poniendo claramente mejor y no teníamos que preocuparnos demasiado, aunque había, obviamente, cierta nostalgia flotando en el aire.

Y, sin embargo, en cierto estadio se volvió evidente que la declinación y la crisis de la economía británica se hacían mucho más dramáticas. La depresión de los 70 intensificó esta sensación y, por supuesto, desde 1979 la depresión real, la desindustrialización del período Thatcher y el desempleo masivo, han subrayado la condición crítica de Gran Bretaña. Así que la reacción visceral que tanta gente sintió ante la noticia de que la Argentina había simplemente invadido y ocupado un pedacito de territorio británico podía haberse expresado con las siguientes palabras: “El nuestro es un país que ha ido barranca abajo por décadas, los extranjeros se han vuelto cada vez más ricos y avanzados que nosotros, todo el mundo nos mira con desprecio y  acaso con lástima, ya no podemos siquiera vencer a los argentinos o a nadie al fútbol, todo anda mal en Gran Bretaña, nadie sabe realmente qué hacer al respecto y cómo arreglarlo. Pero ahora ha llegado al punto en que un montón de extranjeros piensan que pueden simplemente enviar unas tropas a territorio británico, ocuparlo y apropiárselo, y creen que los británicos están tan acabados que nadie va a hacer nada al respecto, nada va a ocurrir. Bueno, esta es la gota que rebalsó el vaso, hay que hacer algo. Por Dios, tendremos que mostrarles que no estamos para ser pisoteados”.

Una vez más, no estoy juzgando la validez de este punto de vista, pero creo que esto es, más o menos, lo que sintió en ese momento un montón de gente que no intentó formularlo en palabras.

Ahora bien, de hecho, nosotros, en la izquierda, siempre habíamos predicado que la pérdida del Imperio y la declinación general llevaría a alguna reacción dramática más temprano o más tarde en la política británica. No habíamos previsto esta reacción en particular, pero no hay dudas de que esta fue una reacción a la decadencia del Imperio Británico tal y como había sido predicho durante tanto tiempo.

Y es por eso que tuvo tan amplio respaldo. En si mismo, no fue mero patrioterismo. Pero, aunque este sentimiento de humillación nacional fue más allá del simple patrioterismo, fue fácilmente capturado por la derecha y controlado por lo que creo fue, políticamente, una muy brillante operación de Mrs. Thatcher y los thatcherianos. Déjenme citar su clásica declaración sobre lo que pensaba que probaba la guerra de las Falklands: “Cuando comenzamos, estaban los dubitativos y los débiles, la gente que creía que ya no podíamos hacer las grandes cosas que hicimos alguna vez, aquellos que creían que nuestra decadencia era irreversible, que no podríamos jamás ser lo que fuimos, que Gran Bretaña no era más la nación que había construido un imperio y gobernado un cuarto del mundo. Bien, estaban equivocados” (Comunicado de prensa de julio de 1982, después del fin de la guerra).

De hecho la guerra fue puramente simbólica, no probó nada de esto. Pero aquí pueden ver la combinación de alguien capturando ciertas vibraciones populares y volviéndolas hacia la derecha (vacilo, pero apenas, en decir hacia el semifascismo). Es por eso que, desde el punto de vista de la derecha, era esencial no sólo sacar a los argentinos de las Falklands, lo que era perfectamente lograble mediante una demostración de fuerza más una negociación, sino librar una guerra dramática y victoriosa. Es por eso que la guerra fue provocada por el lado británico, fuera cual fuese la actitud argentina. Hay pocas dudas de que los argentinos, tan pronto como descubrieron que esta era la actitud británica, buscaron una salida de lo que era una situación intolerable. Thatcher no estaba dispuesta a dejarlos, porque todo el objetivo de esta operación no era arreglar la cuestión sino probar que Gran Bretaña todavía era grande, aunque sólo fuera de modo simbólico. En virtualmente todas las etapas, la política del gobierno británico dentro y fuera de las Naciones Unidas fue de total intransigencia. No estoy diciendo que la Junta hiciera fácil llegar a un acuerdo, pero creo que los historiadores concluirán que una retirada negociada de los argentinos ciertamente no estaba fuera de discusión. No se intentó seriamente.

Esta política provocativa tenía una doble ventaja. Internacionalmente, dio a Gran Bretaña la chance de demostrar su equipamiento, su determinación y su poder militar. A nivel doméstico, permitió a los thatcherianos robar la iniciativa a otras fuerzas políticas, dentro y fuera del Partido Conservador. Les permitió una suerte de toma no sólo del campo conservador, sino de un gran espacio de la política británica. De modo curioso, el paralelo más cercano a la política thatcheriana durante la guerra de las Falklands es la política peronista que, por otro lado, había lanzado primero a las Falklands al centro de la política argentina. Perón, como Mrs. Thatcher y su pequeño grupo, trató de hablar a las masas por los medios de comunicación pasando por encima del establishment. En nuestro caso, esto incluía al establishment conservador así como a la oposición. Ella insistió en conducir su propia guerra. No fue una guerra conducida por el parlamento. No fue siquiera conducida por el gabinete; fue una guerra conducida por Mrs. Thatcher y un pequeño Gabinete de Guerra, que incluía al presidente del Partido Conservador. Al mismo tiempo, estableció relaciones laterales directas, que espera que no tengan efectos políticos duraderos, con los militares. Y es esta combinación de apelación demagógica directa a las masas, sobrepasando los procesos políticos y al establishment, y el forjar contacto lateral directo con los militares y la burocracia de la defensa, lo que es característico de la guerra.

N los costos ni los objetivos importaban, menos que todo, por supuesto, las Falklands, excepto como prueba simbólica de la virilidad británica, algo que pudiera ser colocado en un titular. Fue el tipo de guerra que existió para que hubiera desfiles victoriosos. Es por eso que todos los recursos simbólicamente poderosos de la guerra y el Imperio fueron movilizados en una escala de miniatura. El rol de la Armada era fundamental, de todos modos, pero la opinión pública, tradicionalmente, ha invertido mucho capital emocional en él. Las fuerzas enviadas a las Falklands eran un minimuseo de todo aquello que podía dar a la Union Jack una resonancia particular –los Guardias, los nuevos hombres fuertes de la tecnología, la SAS, los paras; todos estuvieron representados, hasta esos pequeños viejos gurkhas. No necesariamente se los precisaba, pero había que tenerlos justamente porque esta era, como fue, una recreación de algo así como los viejos durbars imperiales (NdT: grandes ceremonias para demostrar adhesión al Imperio Británico que se realizaban en la India mientras se halló bajo control colonial) o las procesiones fúnebres o la coronación de los soberanos británicos.

No podemos, en esta instancia, citar la famosa frase de Karl Marx de la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa, porque ninguna guerra es una farsa. Aún una pequeña guerra en la que murieron 250 británicos y 2.000 argentinos no es algo para hacer bromas. Pero, para los extranjeros que no comprendían el rol crucial de la guerra de las Falklands en la política doméstica británica, esta ciertamente parecía un ejercicio absolutamente incomprensible. Le Monde, en Francia, la llamó Clochemerle del Atlánico Sur. Puede que recuerden la famosa novela en la que la derecha y la izquierda de un pequeño pueblo francés llega a grandes enfrentamientos por la cuestión de dónde ubicar un baño público (NdT: Clochemerle, de Gabriel Chevallier, fue publicada en 1934). La mayoría de los europeos no podía entender  a qué venía todo este lío. Lo que no apreciaban era que todo el asunto no se refería a las Falklands, para nada, ni al derecho de autodeterminación. Era una operación referida a la política británica y al humor político británico.

Dicho esto, déjenme decir muy firmemente que la alternativa no era hacer nada o la guerra de Thatcher. Creo que era absolutamente imposible en términos políticos en esta coyuntura, para cualquier gobierno británico, hacer nada. Las alternativas no eran aceptar simplemente la ocupación argentina pasándole el fardo a las Naciones Unidas, que habría adoptado resoluciones vacías o, por el otro lado, como pretendía Thatcher, la réplica de la victoria de Kitchener sobre los sudaneses en Omdurman. La línea pacifista era una minoría pequeña y aislada, si bien una minoría con una tradición respetable en el movimiento obrero. Esa línea, políticamente, no estaba en el juego. La misma debilidad de las manifestaciones que se organizaron en ese momento lo demostró. La gente que decía que la guerra carecía de sentido y que nunca debió haber comenzado, probó que tenía razón en sentido abstracto, pero no se benefició de ello políticamente y no es probablemente que lo haga.

El siguiente punto a señalar es más positivo. La captura de la guerra por Thatcher con la ayuda de(l diario) The Sun produjo una profunda división en la opinión pública, pero no una división política que siguiera la demarcación de los partidos. En términos generales, dividió al 80 por ciento que fue conmovido por una suerte de reacción patriótica instintiva y que, en consecuencia, se identificó con el esfuerzo de la guerra, aunque probablemente no del modo estridente en que lo hicieron los titulares del Sun, de la minoría que reconocía que, en términos de la política global realmente en juego, lo que Thatcher estaba haciendo no tenía sentido alguno. Esa minoría incluía a gente de todos los partidos y de ninguno, y muchos que no estaban en contra, per se, de enviar una Task Force. Dudo en decir que fue una división de los educados contra los no educados; aunque es un hecho que los principales bastiones contra el thatcherismo se hallaron en la prensa de calidad, más, por supuesto, el Morning Star (NdT: Periódico del Partido Comunista británico). El Financial Times, el Guardian y el Observer mantuvieron un firme tono de escepticismo respecto de todo el asunto. Creo que se puede decir que casi todo periodista político del país, esto va desde los conservadores hasta la izquierda, pensó que todo el asunto era loco. Esos eran los “débiles” contra los que despotricaba Mrs. Thatcher. El hecho de que hubo una cierta polarización pero que la oposición, aunque siguió siendo más bien una pequeña minoría, no se debilitó, aún en el curso de una guerra y, en términos técnicos, brillantemente exitosa, guerra, es significativo.

No obstante, la guerra fue ganada, por fortuna para Mrs. Thatcher, muy rápido y con un costo modesto en vidas británicas, y con ello vino una inmediata y vasta ganancia en popularidad. En consecuencia, el control de Thatcher y de los thatcherianos, de la ultraderecha, sobre el Partido Conservador aumentó enormemente de forma incuestionable. Mrs. Thatcher, mientras tanto, estaba en la nube de Úbeda y se imaginaba como la reencarnación del Duque de Wellington, pero sin ese realismo irlandés que el Duque de Hierro jamás perdió, y de Winston Churchill pero sin los cigarros y, al menos uno espera, sin el brandy.

Ahora déjenme tratar los efectos de la guerra. Debo mencionar aquí, apenas brevemente, los efectos de corto plazo, esto es entre ahora y la elección general.

El primero probablemente concernirá al debate sobre de quién es la culpa. La Franks Commission está indagando, en estos momentos, precisamente esto. Es seguro que el gobierno, incluída Mrs. Thatcher, saldrán mal parados, como merecen (NdT: La Franks Commision señaló varios errores en la política británica antes y durante la guerra, pero en última instancia absolvió al gobierno y a su primer ministra. Como conclusión, afirmó: “No tendríamos justificación para adjuntar crítica o culpa alguna al presente gobierno por la decisión de la Junta argentina de cometer su acto de agresión no provocado con la invasión de las Islas Falklands el 2 de abril de1982”. El informe fue señalado luego por la prensa como ejemplo de un “lavado de culpas”).

La segunda cuestión es el costo de la operación y el subsiguiente y continuo costo de mantener una presencia británica en las Falklands. La declaración oficial es que será de unos 700 millones de libras hasta ahora, pero mi propia estimación es que casi con certeza equivaldrá a miles de millones. La contabilidad es, como bien se sabe, una de las formas de la escritura creativa, así que cómo calcula uno el costo de una operación particular de este tipo es opcional, pero, lo que sea que fuere, resultará muy, muy caro. Seguramente la izquierda presionará sobre esta cuestión, y debería hacerlo. Sin embargo, desafortunadamente, las sumas son tan grandes que carecen de significado para la mayoría de la gente. Así que mientras las cifras serán citadas a menudo en el debate político, sospecho que esta cuestión no será muy prominente o muy efectiva en términos políticos.

La tercera cuestión es el peso de las Falklands en la política de guerra Británica, o la política de defensa, como ahora le gusta llamarla a todo el mundo. La guerra de las Falklands ciertamente intensificará la salvaje lucha intestina entre almirantes, brigadieres, generales y el Ministerio de Defensa, que ya ha producido la primera baja post-Falklands, el propio ministro, Nott. Hay muy pocas dudas de que los almirantes utilizaron el asunto de las Falklands para probar que una gran armada, capaz de operar en todo el planeta, era absolutamente esencial para Gran Bretaña –mientras todos los demás saben que no podemos costearla y, aún más, no vale la pena mantener una armada de ese tamaño para aprovisionar a Port Stanley. Estas discusiones ciertamente plantearán la cuestión de si Gran Bretaña puede costear una armada global y misiles Trident, y cuál, exactamente, es el rol y la importancia de un armamento nuclear independiente de Gran Bretaña. Así que, en esa medida, pueden jugar un papel en el desarrollo de la campaña para el desarme nuclear que no debería ser subestimado.

Luego, el futuro de las propias Islas Falklands. Esto, una vez más, es probable que sea de poco interés general, dado que las Islas dejarán de ser, de nuevo, de serio interés para la mayoría de los británicos. Pero será un enorme dolor de cabeza para los funcionarios, para el Foreign Office y para todos los involucrados, porque no tenemos política alguna para el futuro. No era el objetivo de la guerra resolver los problemas de las Islas Falklands. Estamos, simplemente, de regreso en la casilla inicial, o más bien más atrás, a la casilla menos uno, y algo habrá que hacer, más temprano o más tarde, para encontrar una solución permanente a este problema a menos que los gobiernos británicos estén contentos simplemente con mantener un enormemente caro compromiso que continuará por siempre, sin propósito alguno, allí abajo, cerca del Polo Sur.

Finalmente, permítanme tratar la más seria cuestión de los efectos de largo plazo. La guerra demostrá la fuerza y el potencial político del patriotismo, en este caso en su forma patriotera. Esto no debería, quizás, sorprendernos, pero los marxistas no han hallado fácil lidiar con el patriotismo de la clase obrera en general y con el patriotismo inglés o británico en particular. Británico, aquí, significa el lugar donde el patriotismo de los pueblos no ingleses viene a coincidir con el de los ingleses; donde no coincide, como es, a veces, en el caso de Escocia y Gales, los marxistas han estado más conscientes sobre la importancia del sentimiento nacionalista o patriótico. Incidentalmente, sospecho que mientras que los escoceses se sienten más bien británicos respecto de las Falklands, los galeses no. El único partido parlamentario que, como partido, se opuso a la guerra desde el comienzo fue el Plaid Cymru y, por supuesto, en tanto que de galeses se trata, “nuestros muchachos” y “nuestra sangre” no están en las Falklands sino en la Argentina. Son los galeses patagónicos que envían una delegación cada año al National Eistedfodd a fin de demostrar que uno puede vivir incluso en el otro extremo del planeta y ser galés. Así que, en lo que concierne a los galeses, la reacción, la apelación thatcheriana por las Falklands, el argumento de “nuestra sangre”, probablemente cayeron en saco roto.

Ahora bien, hay varias razones por las que a la izquierda y en particular a la izquierda marxista no le ha gustado realmente lidiar con la cuestión del patriotismo en este país. Hay una específica concepción histórica del internacionalismo que tiende a excluir el patriotismo nacional. Debemos, también, tener presente que la fortaleza de la tradición progresista/radical pacifista y contra la guerra, que es muy fuerte y que ciertamente ha penetrado, hasta cierto punto, en el movimiento trabajador. De allí que haya la sensación de que el patriotismo de algún modo entra en conflicto con la conciencia de clase, como en verdad hace a menudo, y que la clase gobernante y hegemónica tiene una enorme ventaja al movilizarla para sus propósitos, lo que también es verdad.

Quizás también está el hecho de que algunos de los más dramáticos y decisivos avances de la izquierda en este siglo fueron alcanzados en la lucha contra la I Guerra Mundial y que fueron alcanzados por una clase obrera que se sacudió el yugo del patriotismo y del patrioterismo y decidió optar por la lucha de clases; seguir a Lenin volviendo su hostilidad contra sus propios opresores en lugar de contra países extranjeros. Después de todo, lo que destruyó la Internacional Socialista en 1914 fue precisamente el fracaso de los trabajadores en hacer esto. Lo que, en un sentido, restauró el alma del movimiento obrero internacional fue que, después de 1917, en todos los países beligerantes los trabajadores se unieron para luchar contra la guerra, por la paz y por la Revolución Rusa.

Estas son algunas de las razones por las que los marxistas quizás fallan en prestar debida atención al problema del patriotismo. Así que déjenme sólo recordarles como historiadores que el patriotismo no puede ser desatendido. La clase obrera británica tiene una larga tradición de patriotismo que no siempre fue considera incompatible con una fuerte y militante conciencia de clase. En la historia del cartismo y de los grandes movimientos radicales de principios del siglo XIX, tenemos a remarcar la conciencia de clase. Pero cuando en 1860 uno de los pocos trabajadores británicos que escribieron acerca de la clase obrera, Thomas Wright, el “ingeniero jornalero”,  escribió una guía sobre la clase obrera británica para lectores de clase media, porque a algunos de estos trabajadores se les iba a dar el voto, ofreció un interesante esbozo de las varias generaciones de trabajadores que había conocido como hábil ingeniero. Cuando llegó a la generación cartista, gente que había nacido a principios del siglo XIX, notó que odiaban todo lo que tenía que ver con las clases altas, y que no confiaban en ellas ni una pulgada. Rehusaban tener nada que ver con lo que llamaban la clase enemiga. Al mismo tiempo, observó que eran fuertemente patrióticos, fuertemente antiextranjeros y particularmente antifranceses. Eran gentes cuya infancia había ocurrido durante las guerras napoleónicas. Los historiadores tienden a subrayar el elemento jacobino en el movimiento obrero británico durante esas guerras y no el elemento antifrancés, que también tenía raíces populares. Digo, simplemente, que uno no puede borrar el patriotismo del escenario ni siquiera de los más radicales períodos de la clase obrera inglesa.

A todo lo largo del siglo XIX, hubo una muy general admiración por la Armada como institución popular, mucho más que el Ejército. Pueden verlo todavía en todas las casas públicas que llevan el nombre de Lord Nelson, una figura genuinamente popular. La Armada y nuestros marineros eran cosas de las que los británicos, y ciertamente el pueblo inglés, se enorgullecían. Incidentalmente, una buena parte del radicalismo del siglo XIX fue construido sobre la apelación no sólo a los trabajadores y otros civiles, sino a los soldados. Reynold’s News y otros periódicos radicales de esos días eran muy leídos por las tropas porque se ocupaban sistemáticamente de los descontentos entre los soldados profesionales. No sé cuándo esto en particular dejó de ocurrir, aunque en la II Guerra Mundial el Daily Mirror logró una vasta circulación en el Ejército precisamente por la misma razón. Tanto la tradición jacobina y la tradición mayoritaria antifrancesa son, así, parte de la historia de la clase obrera inglesa aunque los historiadores del movimiento obrero han subrayado una y minimizado la otra.

De nuevo, en el comienzo de la I Guerra Mundial, el patriotismo masivo de la clase obrera era absolutamente genuino. No era algo que fuera sólo manufacturado por los medios. No excluía el respeto por la minoría dentro del movimiento obrero que no lo compartía. Los elementos contra la guerra y los pacifistas dentro del movimiento obrero no fueron marginados por los trabajadores organizados. En este aspecto, hubo una gran diferencia entre la actitud de los trabajadores y la de los pequeños burgueses patrioteros. No obstante, permanece el hecho de que el mayor reclutamiento masivo voluntario del Ejército en toda la historia fue el de los trabajadores británicos que se enlistaron en 1914-1915. Las minas hubieran quedado vacías si no hubiera sido porque el gobierno eventualmente reconoció que si no tenía algunos mineros en las minas no tendría carbón. Después de un par de años, muchos trabajadores cambiaron de idea respecto de la guerra, ese brote inicial de patriotismo es algo que tenemos que recordar. No estoy justificando estas cosas, sólo señalando su existencia e indicando que al mirar la historia de la clase obrera británica y la realidad actual debemos lidiar con estos hechos, sea que nos gusten o no. Los peligros de este patriotismo siempre fueron y todavía son obvios, en no menor medida porque fue y es enormemente vulnerable al patrioterismo de la clase dominante, al nacionalismo antiextranjero y, por supuesto, en nuestros días, al racismo.

Estos peligros son particularmente grandes allí donde el patriotismo puede ser separado de otros sentimientos y aspiraciones de la clase obrera, o aún allí donde puede ser contrapuesto a ellos: donde el nacionalismo puede ser contrapuesto a la liberación social. La razón por la que nadie presta mucha atención al, digamos, patrioterismo de los cartistas es que estaba combinado con, y enmascarado por, una enorme y militante conciencia de clase. Es cuando ambas cosas son separadas –y pueden ser fácilmente separadas—que los peligros son particularmente obvios. Inversamente, cuando las dos van juntos, multiplican no sólo la fuerza de la clase obrera sino su capacidad de colocarse a la cabeza de una amplia coalición por el cambio social e incluso dan la posibilidad de arrancar la hegemonía a la clase enemiga.

Es por eso que en el período antifascista de los ’30, la Internacional Comunista lanzó un llamado a arrancar las tradiciones nacionales a la burguesía, a capturar las banderas nacionales por tanto tiempo ondeadas por la derecha. Así, la izquierda francesa trató de conquistar, capturar o recapturar la tricolor y a Juana de Arco y, hasta cierto punto, lo logró.

En este país no buscamos exactamente lo mismo, pero tuvimos éxito en algo más importante. Como la guerra antifascista demostró muy dramáticamente, la combinación de patriotismo en una genuina guerra popular probó ser un factor de radicalización política de un grado sin precedentes. En el momento de su máximo triunfo, el ancestro de Mrs. Thatcher, Winston Churchill, el incuestionado líder de una guerra victoriosa, y de una guerra victoriosa mucho más grande que la de las Falklands, se halló, para su enorme sorpresa, empujado a un lado porque la gente que había combatido esa guerra, y combatido patrióticamente, había sido radicalizada por ella. Y la combinación de un movimiento radicalizado de la clase obrera y un movimiento popular detrás de ella se demostró enormemente efectivo y poderoso.

Michael Foot (NdT: importante líder del Partido Laborista en el siglo XX) puede ser culpado de pensar demasiado en términos de recuerdos “churchillianos” –1940, Gran Bretaña alzándose sola, la guerra antifascista y todo lo demás, y obviamente estos ecos estaban allí en la reacción laborista a las Falklands. Pero no olvidemos que nuestros recuerdos “churchillianos” no son sólo de gloria patriótica –sino de la victoria contra la reacción, tanto en el exterior como en casa: del triunfo obrero y de la derrota de Churchill. Es difícil concebir esto en 1982, pero como historiador debo recordárselos. Es peligroso dejar el patriotismo exclusivamente a la derecha.

Actualmente, es muy difícil para la izquierda recapturar el patriotismo. Una de las más siniestras lecciones de las Falklads es la facilidad con la que los thatcherianos capturaron el brote patriótico que inicialmente no estaba, en sentido alguno, confinado a los conservadores, y mucho menos a los thatcherianos. Recordemos la facilidad con la que los no patrioteros podían ser etiquetados, si no directamente de antipatrióticos, al menos de “suaves con los argies”; la facilidad con la cual la Union Jack pudo ser movilizada contra los enemigos domésticos así como los extranjeros. Recuerden la fotografía de las tropas regresando en sus transportes, con una cartel que decía: “Terminen con la huelga ferroviaria o mandamos un ataque aéreo” (NdT: En inglés, es un juego de palabras entre strike como huelga y strike como ataque: ‘Call off the rail strike or we’ll call an air strike’). Aquí yace el significado de largo plazo de las Falklands en los asuntos políticos británicos.

Es una señal de un muy gran peligro. El patrioterismo hoy es particularmente fuerte porque actúa como una suerte de compensación de los sentimientos de decadencia, desmoralización e inferioridad, que la mayoría de la gente de este país siente, incluyendo a muchos trabajadores. Este sentimiento es intensificado por la crisis económica. Simbólicamente, el patrioterismo ayuda a la gene a sentir que Gran Bretaña no se está hundiendo sin más, que todavía puede hacer y lograr algo, puede ser tomada seriamente, puede, según dicen, ser “Gran” Bretaña. Es simbólico porque, de hecho, el patrioterismo thatcheriano no ha logrado nada en términos prácticos y no puede lograr nada. Rule Britannia se ha vuelto de nuevo, y creo que por primera vez desde 1914, algo así como el Himno Nacional. Valdría la pena estudiar un día por qué, hasta el período de las Falklands, Rule Britannia se había convertido en una pieza de arqueología musical y por qué ha dejado de serlo. En el mismo momento en que Gran Bretaña patentemente no gobierno ya las olas o un imperio, la canción ha resurgido y, sin dudas, tocado un nervio en la gente que la canta. No es sólo que hayamos ganado una pequeña guerra que tuvo pocas bajas, combatida allá a lo lejos contra extranjeros a los que ya no podemos vencer al fútbol, y que esto haya alegrado al pueblo, como si hubiéramos ganado el Mundial con armas. Pero ¿ha hecho algo más, a la larga? Es difícil advertir que haya logrado, o pueda lograr, algo más.

Y, sin embargo, hay un peligro. Siendo muchacho, viví algunos de los muy jóvenes y formativos años de la República de Weimar, con otro pueblo que se sentía derrotado, que había perdido sus viejas certezas y amarras, relegado en la liga internacional, compadecido por los extranjeros. Añadan depresión y desempleo masivo y lo que obtuvimos entonces fue Hitler. Ahora no nos tocará un fascismo del viejo tipo. Pero el peligro de una derecha populista, radical, que se mueve aún más a la derecha, es patente. Ese peligro es particularmente grande porque la izquierda hoy está dividida y desmoralizada y, más que nada, porque vastas masas de británicos, o en cualquier caso de ingleses, han perdido la esperanza y la confianza en los procesos políticos y en los políticos: cualquier político. La principal carta de triunfo de Mrs. Thatcher es que la gente dice que no es como un político. Hoy, con 3.500.000 de desempleados, 45% de los electores de Northfield, 65% de los electores de Peckham, no se molestan en votar. En Peckham, 41% del electorado votó por el Laborismo en 1974, 34% en 1979 y 19.1% hoy. No estoy hablando de votos emitididos, sino del electorado total en esos distritos.En  Northfield, que se encuentra en el medio de la zona de devastación de la industria automotriz británica, 41% votó por el laborismo en 1974, 32% en 1979 y 20% hoy.

El principal peligro yace en la despolitización, que refleja una desilusión con la política nacida de una sensación de impotencia. Lo que vemos hoy no es un aumento sustancial en el apoyo a Thatcher o a los thatcherianos. El episodio de las Falklands puede haber hecho sentir mucho mejor a un montón de británicos temporariamente, aunque el “factor Falklands” es casi con certeza un capital que se reduce para los conservadores; pero no ha hecho mucha diferencia respecto de la desesperanza, la apatía y el derrotismo básicos de tantos en este país, el sentimiento de que no podemos hacer mucho respecto de nuestro destino. Si el gobierno parece retener el apoyo mejor de lo que podría esperase, es porque la gente (muy equivocadamente) no culpa a Thatcher por la miserable condición del país actual, sino, más o menos vagamente, a factores que están más allá de su control, o del de cualquier gobierno. Si el laborismo no ha recuperado suficiente apoyo hasta ahora –aunque puede hacerlo todavía—, no es sólo por sus divisiones internas, sino también, en gran medida, porque muchos trabajadores no tienen mucha fe en las promesas de ningún político de superar la depresión y la crisis de largo plazo de la economía británica. Así que ¿para qué votar por unos en lugar de otros? Demasiada gente está perdiendo la fe en la política, incluyendo su propio poder de hacer algo al respecto.

Pero supongan que aparezca un salvador en un caballo blanco. No parece probable, pero sólo supongamos que alguien apelara a las emociones, a hacer fluir la adrenalina movilizando contra los extranjeros en el exterior o en el interior del país, quizás mediante otra pequeña guerra, la cual podría en las presentes circunstancias encontrarse convertida en una gran guerra, la que, como bien sabemos, sería la última de las guerras. Es posible. No creo que ese salvador vaya a ser Thatcher, y en esa medida puedo terminar en un tono algo más optimista. La idea de la libre empresa, con la cual está comprometida, no es ganadora, como la propaganda fascista reconoció en los ‘30. No se puede ganar diciendo: “Dejen que los ricos se hagan más ricos y al cuerno con los pobres”. Las perspectivas de Thatcher son menos buenas que las de Hitler, porque tres años después de la llegada de éste al poder no quedaba mucho desempleo en Alemania, mientras que tres años después de la llegada de Thatcher al poder el desempleo es más alto que nunca antes y probablemente crecerá. Ella está silbando en la oscuridad. Todavía puede ser derrotada. Pero el patriotismo y el patrioterismo han sido utilizados una vez para cambiar la situación política en su favor y pueden ser utilizados de nuevo. Debemos estar alertas. Los gobiernos desesperados de la derecha intentan cualquier cosa.


(*) Eric J. Hobsbawm es uno de los más grandes historiadores de la era moderna y uno de los intelectuales más destacados del último siglo. Nacido en Alejandría (Egipto) en 1917, se crió en Viena y Berlín, y emigró a Londres en 1933. En su vasta obra, universalmente reconocida por su calidad y brillantez, se destaca la serie dedicada al desarrollo de la modernidad y el capitalismo, del siglo XVIII a la actualidad: The Age of Revolution, The Age of Capital, The Age of Empire, The Age of Extremes ( La Era de la Revolución, La Era del Capitalismo, La Era del Imperio, Historia del Siglo XX). En 2011, a los noventa y cuatro años, publicó “How to Change The World” (Cómo cambiar el mundo, Marx y el marxismo, 1840-2011), una brillante y erudita colección de artículos sobre la obra de Karl Marx y el marxismo, cuya herencia aún reivindica.
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lunes, 5 de marzo de 2012

América Latina, banco de pruebas para la moneda china

Por Fabiana Frayssinet (*)

China puso la mira en América Latina para experimentar con su yuan, o renminbi, como nueva divisa en reemplazo del dólar, aprovechando la creciente expansión de su comercio e inversiones.
Pero debido a que el volumen aún es insignificante, el impacto en las economías de la región es una incógnita. El estallido de la crisis financiera en 2008 en Estados Unidos, que luego saltó fronteras hasta afectar hoy especialmente al mundo industrializado, llevó a China a impulsar la utilización de su moneda en las transacciones con sus principales socios, explicó a IPS el economista brasileño Rodrigo Branco.

"Este cambio se debió principalmente a la necesidad de garantizar un abastecimiento continuo de las materias primas y también por la inestabilidad de las economías industrializadas", agregó Branco, de la brasileña Fundación de Comercio Exterior.

China, que desde 2008 forma parte del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), incrementó su intercambio comercial con los países de América Latina y el Caribe casi 16 veces desde una década atrás hasta alcanzar el año pasado los 188.000 millones de dólares.

Solo con Brasil, que tiene en China a su principal inversionista y socio comercial, el intercambio llegó en 2011 a unos 77.000 millones de dólares, 37,5 por ciento más que en 2010.

En este marco "el gigante asiático se lanzó a financiar infraestructura en la región para expandir su producción y garantizar así sus fuentes de materia prima, a la vez de tratar de reducir los precios de sus importaciones", precisó a IPS el director de la Asociación Brasileña de Comercio Exterior de Brasil, economista José Augusto de Castro.

En este financiamiento e incremento comercial entra en juego el yuan, nombre de la pieza de valor "1" de la moneda china y como se la conoce en el exterior, aunque su denominación oficial es renminbi.

Esa incidencia se ve, por ejemplo, en préstamos a países como Venezuela, con el que mantiene una relación estratégica, como lo expresó el presidente Hugo Chávez.

Según un artículo del diario estadounidense The Wall Street Journal, los bancos estatales chinos buscan expandir sus créditos a países latinoamericanos proveedores de materias primas claves –minerales y alimentos–, estimulando el uso del yuan frente al dólar como parte de una estrategia para promover su moneda en el comercio internacional.

El Banco de Exportaciones-Importaciones de China (China Exim) negocia con el BID la creación de un fondo en yuanes, equivalentes a 1.000 millones de dólares, para iniciativas de infraestructura.

Las dos instituciones firmaron un acuerdo en septiembre a través del cual el China Exim se comprometió a ofrecer hasta 200 millones de dólares para financiar el comercio entre ese país y la región, una parte en yuanes.

La decisión china de fortalecer el BID muestra también, según De Castro, su interés prioritario en mejorar la infraestructura latinoamericana.

Para Branco "lo más importante de este asunto es el cambio de postura del gobierno chino, que antes no quería convertir al yuan en una moneda de circulación internacional porque su posible volatilidad haría que el país quedara de rehén de la situación económica externa".

Efecto incógnita

"El efecto en las economías latinoamericanas de un yuan convertido en divisa internacional es aún incierto. No tenemos cómo evaluar los impactos mientras no haya un mercado ya formado y negociando la moneda libremente", indicó Branco.

El economista recordó que China demostró interés en la región de tres formas: a través de la compra directa de minerales y productos agropecuarios de países con ventajas comparativas, como Brasil, Argentina y Chile, en la fusión o creación de empresas binacionales y en créditos y aportes de capitales, con líneas en yuanes, para financiar importaciones e infraestructuras.

"El aumento de las negociaciones en yuanes tiene como fin diversificar el riesgo respecto del dólar y del euro, ante la volatilidad de estas dos últimas monedas", reforzó Branco.

"Además de eso, el aumento en la circulación internacional de la moneda china busca la implementación de una nueva divisa, que ya está siendo negociada en mercados importantes como el de Hong Kong", añadió.

De Castro tampoco cree que el aporte en yuanes de los nuevos créditos tenga efectos en el comercio o las políticas monetarias de la región a corto plazo, pues para que esa moneda se convierta en una divisa internacional tendrían que existir otras condiciones políticas en China.

"El sistema chino es cerrado. Todos sabemos que el gobierno ajusta el tipo de cambio de acuerdo a sus intereses… Tendría que crear credibilidad internacional para que la convertibilidad de su moneda fuera aplicada en la práctica y no en la teoría", concluyó.

El economista Mauricio Claverí, de la consultora argentina Abeceb, considera que para analizar eventuales efectos de la introducción del yuan en el comercio regional hay que remitirse a lo que ocurrió dentro del Mercosur (Mercado Común del Sur), conformado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay.

"La experiencia de comercio en monedas locales entre Argentina y Brasil fue que apenas un sector muy reducido, de entre dos y 2,5 por ciento del intercambio, se hace en monedas locales", recordó. "Pero las grandes firmas siguen usando el dólar", añadió.

Incluso Argentina y Brasil tenían la idea de sumar a esa iniciativa a Uruguay y Chile, pero no lo hicieron y "el sistema nunca despegó, porque las empresas están muy apegadas al dólar", dijo el experto a IPS.

Pero la posible expansión del yuan en América Latina plantea otras dudas. Por ejemplo, ¿qué se haría con esa divisa?

Branco opinó que la primera utilización del yuan sería inicialmente en futuras negociaciones con la propia China. "Esa moneda podría ser utilizada como garantía de contratos en momentos en que el euro o el dólar tengan mayor volatilidad, como ha ocurrido últimamente", sostuvo.

Pero la creación de reservas en yuanes, evaluó, ocurriría en un segundo momento, después de la solidificación del mercado financiero global en esa moneda.

De Castro advirtió que, "como el yuan no es una moneda convertible, tendría dificultades de ser negociada en el mercado interno". En el caso de Brasil, el Banco Central debería absorber los yuanes y después intentar colocarlos en el mercado internacional, lo cual implica un riesgo financiero, analizó.

Un informe del centro estadounidense de análisis Dialogo Interamericano publicado este mes indicó que China otorgó créditos por 37.000 millones de dólares a América Latina en 2010, más de lo que prestaron juntos el Banco Mundial, el BID y el banco de exportaciones e importaciones de Estados Unidos.

Más de 90 por ciento de ese monto se destinó a Venezuela, Brasil, Argentina y Ecuador, especialmente para financiar la compra de materias primas y para empresas con capital chino con inversiones en esos países.

Países como Venezuela y Ecuador, para quienes no es fácil obtener préstamos multilaterales, se benefician particularmente con esa asistencia.

En el marco de un plan estratégico de por lo menos 20 años, China ha prestado desde 2007 a Venezuela más de 40.000 millones de dólares. El primero fue de 4.000 millones, del cual se han hecho reposiciones a un "Fondo chino-venezolano" para inversiones en infraestructura y programas sociales cuyas cifras exactas se desconocen.

En 2010 fue negociada una línea de crédito por 20.000 millones de dólares, la mitad de ellos en esta moneda y la otra en yuanes, destinada fundamentalmente a adquirir bienes y a pagar servicios a China.

También las corporaciones petroleras chinas CNPC y CNOOC pusieron a disposición de la firma estatal Petróleos de Venezuela varios miles de millones de dólares para proyectos de la industria.

Las inversiones chinas en Venezuela han ido desde la producción de petróleo hasta ferrocarriles, obras de infraestructura, construcción de viviendas y plantas de ensamblaje de autos, motocicletas y teléfonos móviles, entre otras.


(*) Periodista IPS. Brasi
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La insinuación como propaganda de Guerra

Por Anthony Gregory (*)

En 2002, y principios de 2003, el gobierno de Bush quiso demostrar que tenía razón para iniciar la guerra contra Irak. Hubo afirmaciones de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva y de que tenía vínculos con al-Qaida.

Lo que nunca se dijo explícitamente, sin embargo, fue que Sadam hubiera sido responsable del 11-S. No obstante, a finales de 2003, un 70% de los estadounidenses encuestados pensaba que Sadam Hussein era responsable personalmente del 11-S. Especialmente los votantes republicanos de Bush estaban convencidos.

Sin embargo, Bush y sus funcionarios nunca lo dijeron. Y después de que empezasen a presentarse con gran claridad los múltiples desastres de la guerra de Irak, la opinión pública cuestionó la información previa a la guerra que dieron los funcionarios de Bush. Y estos pudieron decir que, hablando estrictamente, nunca afirmaron que Sadam estuviera detrás del 11-S.

Condoleezza Rice dijo algo en el sentido de que los ataques se originaron en la zona de Irak. Hubo toda clase de insinuaciones de que Sadam pudo estar involucrado. Y por cierto el equipo de Bush nunca hizo el menor esfuerzo para desengañar al pueblo de EE.UU. de la idea completamente falsa de que Sadam hubiera estado detrás del 11-S.

La inmensa mayoría de los estadounidenses lo creía –incluso había estadounidenses que se oponían a la guerra de Irak que también pensaban que Sadam estuvo detrás de los atentados- lo cual no solo era totalmente erróneo sino que además no estaba basado en ninguna afirmación explícita del gobierno.

Varios comentaristas favorables a la guerra lo habían dicho, pero Bush, Cheney, Rumsfeld, Rice y Powell no lo dijeron.Avancemos rápidamente una década hasta la actualidad. Un 71% de los estadounidenses –casi exactamente el porcentaje que pensó que Sadam estaba detrás del 11-S– piensa que Irán posee armas nucleares.

Es una pequeña muestra, pero concuerda con los sondeos realizados durante los últimos años y todos muestran que la mayoría cree que Irán ya tiene armas nucleares. Y casi nueve de cada diez estadounidenses están seguros de que Irán sigue esforzándose para tenerlas.

Por cierto, hablando con “liberales respetables” –el tipo de personas que oyen NPR y ven a Jon Stewart– encuentro repetidamente que incluso gente que no quiere ir a la guerra asume que todo estadounidense razonable sabe que Irán está a punto de conseguir bombas nucleares, si es que todavía no las tiene.Lo extraño es que aparte de que no existe evidencia verosímil de que Irán tenga armas nucleares, ¡tampoco hay nadie en una posición de autoridad oficial que lo afirme! Todos los informes del Organismo Internacional de Energía Atómica, incluso aunque esté amañando para que señale a Irán como inquietante, confirma que no hay “desviación” de materiales nucleares destinados a fabricar armas.

La CIA y la comunidad de los servicios de inteligencia han mantenido sistemáticamente los resultados del Cálculo Nacional de Inteligencia de que Irán no ha intentado fabricar armas nucleares desde 2003 (y que lo hiciera entonces solo es una leve sospecha basada en evidencias mínimas preparadas por el gobierno israelí).

Además la semana pasada el secretario de Defensa Leon Panetta subrayó que Irán no solo no tiene armas nucleares; ¡ni siquiera existe la evidencia de que quiera conseguirlas!

Incluso aunque Irán quisiera fabricar armas nucleares, probablemente necesitaría tres años o más. Según las informaciones, Irán intenta enriquecer sus unidades de 19,75% LEU. Las armas nucleares requieren 95% y no hay evidencia de que Irán tenga medios para hacerlo.

Incluso es más dudoso creer que un Irán con armas nucleares sería una especie de amenaza sin precedentes para EE.UU., pero esto no viene al caso.

¿De qué estamos hablando entonces? El gobierno de Obama (y el de Bush y la ONU) tienen la misma posición oficial: Irán no tiene bombas nucleares y probablemente los iraníes no pretenden tenerlas. Sin embargo siete de cada diez estadounidenses piensan que Irán ya las tiene.

Mientras tanto todos los candidatos presidenciales republicanos, con excepción de Ron Paul, advierten de la amenaza sin igual de un Irán Nuclear. Y la Casa Blancade Obama castiga al país con sanciones más duras y cada vez con más amenazas.Por cierto, Obama ha medrado a costa de la insinuación de que Irán tiene bombas nucleares.

Cuando se puso más duro en 2009 porque atraparon a Irán con las manos en la masa en su nueva instalación nuclear en Qom –una instalación nuclear civil de la cual Irán ya había informado a la comunidad internacional, lo que concuerda con su continuo respeto del Tratado de No Proliferación del cual es firmante– lo hizo sobre el transfondo de la insinuación de que era evidente que todos saben que Irán quiere armas nucleares.

Lo hizo a pesar de que todo lo que existía en Qom, según un funcionario del OIEA, era un “hoyo en una montaña”. ¿Por qué no recordó el presidente al público que no hay mucho que cause preocupación, ya que todo el Departamento de Defensa y la comunidad de la defensa confirman que Irán no tiene un programa de armas nucleares?Si comienza una guerra con Irán, se basará en gran parte en la propaganda creída por el público, una propaganda que nunca ha sido oficialmente articulada por el gobierno.

En el pasado, EE.UU. aprovechó mentiras totales para justificar guerras: el incidente del Golfo de Tonkín, los bebés kuwaitíes arrancados de las incubadoras, etc. Desde hace tiempo hay una buena cantidad de afirmaciones no corroboradas involucradas en las grandes guerras de EE.UU., el USS Maine hundido por los españoles, el Telegrama Zimmerman como una verdadera amenaza a EE.UU., el genocidio serbio de albaneses étnicos, la muerte de decenas de miles de civiles a finales de los años noventa, etc.Pero las mentiras y afirmaciones actuales no corroboradas, no son suficientes. El Estado bélico EE.UU. parece medrar con la insinuación en su propaganda bélica. Los mandamases de la maquinaria bélica de EE.UU. nunca hacen las afirmaciones más provocativas respecto a los enemigos de EE.UU.

De esa manera si la guerra va mal y la gente comienza a acusar a la clase política de engañarla, los defensores del imperio pueden decir fácilmente (y exactamente en la palabra aunque no en el espíritu): “¡Bush nunca afirmó que Sadam estuviera detrás del 11-S! ¡Obama nunca afirmó que Irán tuviera armas nucleares!”Pero no hay que pensar ni por un instante que nuestros gobernantes no estén contentos de que el pueblo estadounidense crea lo que cree.

Es mucho más fácil ir a la guerra si el público acepta todo tipo de estupideces. La posibilidad de denegación que la propaganda insinuada ofrece a la clase gobernante solo es el toque final.


(*) Es analista de investigación en The Independent Institute.

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32 años del PT

Por Raul Pont (*)

Hacen 32 años, aquel inolvidable 10 de febrero de 1980, en el Colegio Sion, en San Pablo, delegaciones de 17 estados brasileños fundaron el Partido de los Trabajadores.
Por ironía de la historia, el aristocrático barrio de Higienópolis sirvió de cuna para que la nueva vanguardia del movimiento sindical de los años 70 liderara la formación de un partido clasista en el país.

Nacimos en una coyuntura de declinación y crisis del régimen militar de 1964. El autoritarismo de la dictadura y su sistema político bipartidario impuesto no soportaba más el rápido desarrollo industrial y los nuevos actores sociales que el crecimiento económico del “milagro brasileño” producía.

El PT fue una expresión política de aquel momento histórico de Brasil. Crecimos al interior de las grandes huelgas del final de los años 70 en el ABCD y en varias capitales, bajo el liderazgo de los principales dirigentes sindicales que las luchas sociales engendraban en ese período.

La singularidad histórica de aquel momento fue la conjunción de una profunda crisis de dominación del régimen militar, con un ascenso de los movimiento sociales, en especial el sindical, y la reorganización partidaria para superar la falencia representativa del bipartidismo consentido desde 1965.

Desde los primeros pasos del Movimiento Pro-PT en 1978, supimos integrar en esa construcción los más representativos líderes sindicales y la mayor parte de los grupos y personalidades de la izquierda marxista que en los años 60 habían roto con el populismo trabalhista y con las concepciones predominantes de la izquierda en nuestro país. Sabíamos que el heterogéneo frente de resistencia democrático en torno al MDB cerraba su ciclo. La conquista de la reorganización partidaria exigía la osadía de un partido clasista y socialista.

La lucha por la organización partidaria independiente de los trabajadores, herencia de las tentativas buscadas desde las primeras décadas el siglo, se transformó en realidad por la maduración capitalista del Brasil y el surgimiento de una nueva vanguardia anclada en las experiencias y avances teóricos programáticos desenvueltos a partir de los años 60 por sectores de la izquierda brasileña.

A pesar del golpe de 1964 y la traumática consecuencia para el campo popular, la izquierda en la segunda mitad de la década produjo una profunda reinterpretación de la historia del país, de su formación socioeconómica y del comportamiento de las clases sociales y de los partidos.

La presencia de una nueva generación de dirigentes sindicales, crítica de la estructura sometida al Estado que venia del autoritarismo populista de Getúlio Vargas, encontró respaldo en una nueva generación de socialistas, que se forjó en la resistencia al régimen militar, en la crítica al reformismo y en las luchas estudiantiles de los años 60 y 70. A la nueva vanguardia adherían amplios sectores del movimiento eclesiástico de base de la Iglesia progresista. Ese origen tornó al PT inédito, entre otras experiencias de la izquierda internacional.

El PT nació de las luchas sociales de aquella coyuntura y supo hacer la fusión de las vertientes sociales que venían del sindicalismo combativo, de la resistencia de los grupos de la izquierda y de los movimientos comunitarios urbanos. No nacimos adentro del Parlamento – como ley previa y posibilitadora de facilidades – sino de la base, de la libre organización de los movimientos sociales que enfrentaban el régimen militar pero que no se sentían representados por los partidos de elite y en las tradicionales conciliaciones de las clases dominantes brasileñas.

La presencia de figuras históricas y simbólicas en la fundación del partido (Mario Pedrosa, Antônio Cândido, Apolônio de Carvalho, Manuel da Conceiçâo, Herminio Sachetta, Sergio Buarque de Holanda, entre otros) recordaba a las nuevas generaciones de sindicalistas (Jacó Bittar, Henos Amorina, José Ibrahim, Lula, Olivio Dutra, Paulo Skromov, Wagner Benevides y otros) y de jóvenes socialistas y cristianos progresistas que retomábamos, también, fuertes tradiciones de las luchas revolucionarias y anti estalinistas de la izquierda en el Brasil.

En el 1º Congreso, de 1991, el derecho de tendencia fue refirmado, con la adopción de la proporcionalidad en las direcciones ejecutivas, conforme lo aprobado en el VII encuentro y con el reglamento para corrientes al interior del Partido. El 1º Congreso mostró la gran victoria alcanzada por las compañeras mujeres que garantizaron un mínimo del 30 por ciento en todas las instancias directivas del partido.

Esa concepción democrática plural, que no es contradictoria con la unidad partidaria, constituye nuestra mayor virtud orgánica y nuestro principal patrimonio político. La experiencia que garantiza la unidad y el crecimiento a lo largo de estos 32 años de existencia. Esta democracia interna nos posibilita corregir o cambiar rumbos de nuestra propia práctica y experiencia vivida en los parlamento, en las administraciones y en las políticas públicas que desenvolvemos en la sociedad.

Inauguramos una nueva práctica en la política brasileña: control de los electos por el partido, para evitar tentaciones de burocratización y de los privilegios; bancadas en sintonía con el partido y con los compromisos asumidos con los electores, a través de la voluntaria adopción de la fidelidad partidaria, democráticamente construida; y una acción parlamentaria y administrativa que cohíben privilegios, ventajas personales y la histórica visión patrimonialista que los políticos brasileños tienen con relación al Estado y los bienes públicos.

El PT contribuyó, igualmente, a estimular y organizar la acción independiente de los movimientos sociales. La construcción de la Central Única de los Trabajadores (CUT) en 1983 constituyó una referencia en la ruptura con el sindicalismo de Estado practicado en Brasil desde el Estado Novo (1937-1945).
A lo largo de estos 32 años estuvimos en la vanguardia de las grandes jornadas nacionales como la lucha por la Amnistía, por las Elecciones Directas, por la convocatoria a una verdadera Asamblea Nacional Constituyente soberana y exclusiva y por la destitución del Collor de Melo en 1992.

En Rio Grande do Sul, gobernamos durante 16 años la ciudad de Porto Alegre (1989/2004), donde construimos una nueva experiencia de gestión pública que va más allá de la democracia representativa. Mostramos a través del Presupuesto Participativo y de los variados instrumentos de democracia participativa, que la población, cuando tiene el poder de decisión, aprueba más y mejores servicios públicos.

Probamos que autarquías y empresas públicas, cuando están administradas sin corrupción, con transparencia y control democrático de la población, son superavitarias. Y también que son posibles nuevas políticas educacionales, mantener los servicios de salud públicos y gratuitos, innovar y ser creativos en la política de habitación social como un derecho de ciudadanía.

En 1998, llegamos por primera vez al gobierno del Estado, con Olivio Dutra y el Frente Popular. En la primera gestión del PT, a pesar de las dificultades impuestas por el escenario federal y la coyuntura internacional adversa, Río Grande do Sul fue el estado brasileño con mayor crecimiento industrial. Además de eso consiguió avanzar en educación, salud, transporte, turismo, seguridad pública y bienestar de la población, con participación popular a través del Presupuesto Participativo, los consejos sectoriales y los movimientos sociales, sin vender el patrimonio público.

En enero de 2001 vivimos en Porto Alegre un salto de calidad en ese proceso. Para contraponer al 31º Foro Económico Mundial de Davos, un conjunto de instituciones y de movimientos convocó a la capital gaúcha al Primer Foro Social Mundial. Actividad que se transformó en ejemplo de lucha contra el neoliberalismo y que se realizó cinco veces en la ciudad.

Fueron estas experiencias y su efecto demostración – la trayectoria singular de más de tres décadas de una nueva forma de hacer política con democracia, participación popular, transparencia administrativa - que garantizaron la identidad política para llegar al Palacio del Planalto. Es bueno recordar que este proceso tuvo lugar exactamente a contramano de la hegemonía mundial del neoliberalismo. A lo largo de estas décadas por más que avanzara el neoliberalismo en el mundo y en Brasil, el PT resistía y continuaba creciendo.

En 2002, con la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva inauguramos un nuevo período histórico en el país, de inclusión social, desarrollo económico y soberanía nacional como nunca habíamos tenido en nuestra historia. Esta experiencia reciente ha demostrado que la inversión social, la distribución de la renta y el crecimiento son caminos para resolver los problemas estructurales.

En 2010 reelegimos nuestro proyecto nacional con la elección de Dilma Rousseff, la primera mujer presidenta de Brasil. La elección de la compañera Dilma corresponde al nuevo período político, destacado no sólo por la superación del neoliberalismo sino, sobre todo, por la posibilidad de construir una nueva hegemonía en Brasil. Con Dilma queremos construir una alternativa antagónica a los privilegios y a la miseria vergonzosa. Nuestra propuesta se basa en los valores de igualdad social, de inclusión, democracia participativa y pluralidad. La defensa de este proyecto es el tema central y estratégico de nuestro partido y define el conjunto de las acciones gubernamentales.

En Río Grande do Sul, retomamos el gobierno del Estado, con la elección Tarso Genro como gobernador. A lo largo de los últimos años nuestro Estado no había conseguido acompañar el proceso de desarrollo con distribución del ingreso, propuesto por el gobierno de Lula. Además, este período representó para RGS un retroceso en la participación popular y en los principios de una gestión pública republicana. Con Tarso en el gobierno del Estado y Dilma en la presidencia de la República, queremos retomar nuestra política de democracia participativa del Presupuesto Participativo estadual, de implementación del programa de Estadual de Economía Solidaria, de descentralización y democratización de la política cultural, de recuperación de la Universidad Estatal (UERGS) y la expansión de la escuela secundaria y de un proyecto de desarrollo económico y social con distribución del ingreso y con base en el mercado interno y el papel de inductor del Estado.


Recuperación de la identidad programática

Han pasado 32 años y el PT se afirmó como uno de los principales partidos del país. Profundamente democrático, con sus organismos de base, con el derecho de tendencias internas y proporcionalidad de sus representaciones, con igualdad de género en todas las direcciones partidarias y la incorporación a la política de las cuestiones ambientales, la lucha contra el racismo y la defensa de la libre orientación sexual. Estas conquistas fueron consolidadas en el reciente IV Congreso del partido, celebrado en 2011, particularmente la igualdad de género en las direcciones partidarias.

Sin embargo, no pasamos incólumes estos 32 años. Las ventajas y la hegemonía alcanzadas por el despliegue y crecimiento a través de victorias parlamentarias y experiencias administrativas, nos confrontan dialécticamente, con la cooptación y la participación en una poderosa red de un Estado capitalista que pretendemos transformar.

Sabemos que el crecimiento del partido y la ampliación de sus espacios parlamentarios y administrativos tensionan cada vez más esos principios y valores. Vivimos en 2005, después de llegar a la Presidencia de la República, nuestra mayor prueba para mantener nuestra coherencia y los objetivos históricos de esos 32 años de existencia. La crisis vivida por el PT en el período fue el resultado de la ruptura con los principios del partido y su historia, donde nuestras raíces ideológicas y valores socialistas fueron diluidos en prácticas políticas y alianzas partidarias caracterizadas por el pragmatismo, por la visión de que el fin justifica los medios. Muchos cuadros y dirigentes de esa marcha fueron deglutidos por los atajos inmediatistas de los cargos y por intereses personales concretos, siempre presentes en la permanente disputa político-ideológica en una sociedad de clases.

Tenemos la tarea de reconstruir el partido, su estructura organizativa, su programa y sus utopías. Tenemos la convicción y la esperanza de que en estos 32 años enraizamos experiencias suficientemente fuertes como para poder superar las dificultades y obstáculos y consolidar nuestro proyecto de transformación social con la misma determinación con que resistimos a la dictadura militar y enfrentamos los duros años de la avalancha neoliberal.

La misma osadía que nos dio coraje para existir y construir el PT en la adversidad, que construyó ricas experiencias de luchas sociales nos impulsa a nuevos enfrentamientos. Un programa de transición al socialismo nos exige desarrollar, en cada momento, propuestas y luchas que signifiquen saltos de calidad en la práctica y en la conciencia de sus protagonistas.

La utopía, la conquista de una sociedad socialista, que nos impele a seguir luchando, no es y no será fruto de un decreto o de la creencia en un momento mágico en el futuro. La construcción de esta estrategia pasa por las conquistas que sean comprendidas por el nivel de conciencia de las personas, que las estimulen a luchar y las preparen para los nuevos combates.

Democracia y socialismo son indisociables. No hay utopía sin alterar la correlación de fuerzas, sin disputa concreta de relaciones de poder político donde, permanentemente, las clases dominadas hacen su experiencia de organización y conciencia. Esta se construye día a día en las conquistas parciales, en la acumulación de fuerzas, en la construcción partidaria, en la educación política y en la confianza de decenas de millones de personas para quienes somos alternativas.

Las tareas centrales del período que se abre con las elecciones de 2010 son las de consolidar y profundizar el crecimiento económico del país, con expansión del empleo y fuerte distribución del ingreso, equilibrio macroeconómico y reducción de la vulnerabilidad externa y preservación del medio ambiente.
En el centro de estas tareas está la meta de eliminar la pobreza absoluta, objetivo mayor para lograr una efectiva democracia económica y social. El fortalecimiento de ésta, de la que depende en gran medida la democracia política, pasa también por la profundización de las políticas públicas en las áreas de educación, salud y seguridad pública, así como por la institución de un nuevo marco regulatorio de las comunicaciones en Brasil. El país necesita continuar el fortalecimiento de su infraestructura física y energética y la aplicación de una política industrial basada en la innovación tecnológica. Todos estos factores, junto con una correcta política comercial, serán fundamentales para aumentar la competitividad externa. La reducción del costo del crédito y la reforma del sistema tributario son elementos clave para esto.

El fortalecimiento de este nuevo desarrollismo, que Brasil viene implementando en los últimos años, es condición indispensable para garantizar nuestra presencia soberana en el mundo, a través de la continuidad de una política exterior activa y orgullosa que asegure un lugar privilegiado para Brasil y América del Sur en el mundo multipolar en formación. Cabe al PT ser la principal base de apoyo del gobierno de Dilma y de Tarso Genro, pero también le corresponde la tarea de servir como un vínculo con la sociedad, especialmente con las demandas de los trabajadores y de los excluidos.

También compete al PT empeñarse en mejorar nuestro sistema democrático, mediante la realización de una reforma política, que es una condición necesaria para el fortalecimiento de la democracia y del sistema representativo, así como profundizamos el desenvolvimiento de instrumentos de democracia participativa. La reforma política es indispensable para la consolidación de un sistema partidario basado en valores democráticos, republicanos y que consoliden una soberanía popular. La democracia participativa debe ser una estrategia central en nuestra lucha por una sociedad socialista.

Tenemos la tarea de dar continuidad a esta trayectoria militante y combativa. Este es el partido que hemos construido. Esta es la estrategia que reivindicamos. Esta es la utopía que nos mantiene militando.


(*) Diputado brasileño, es presidente del PT/Río Grande del Sur.

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Lo viejo, lo nuevo y el futuro de Cuba

Por Julio César Guanche (*)

Entre los temas de fondo recurrentes en el debate político actual en Cuba se encuentran la diversidad existente en la nación, la amplitud del registro de demandas sociales, la democratización de las prácticas partidistas y estatales, la urgencia de mecanismos de gobierno más eficaces, responsables y transparentes, la necesidad de regularizar la protección de derechos ciudadanos, y, en resumen, la demanda de «actualización» del modelo político.[1]

A pesar de que estos temas no se reflejan en los medios, y tienen escasa presencia en los discursos institucionales, es imposible soslayar el movimiento reformista de la política y el alcance real de los cambios experimentados.


Lo nuevo

La imaginación que impulsa los cambios políticos en curso propone innovaciones notables. El Estado ha renunciado a una parte importante de su monopolio sobre la economía, el empleo y el control de los ingresos personales. Con esto, se han multiplicado los actores económicos e institucionales, lo que de facto limita el monopolio estatal sobre la actuación política. Un mayor número de personas se independiza del Estado, y queda sometido a la única disciplina de pagar impuestos, una cultura nueva en Cuba.

Se introducen otros mecanismos de mercado, formas privadas de organización económica y se potencia un proceder basado en la «eficiencia económica». El nuevo modelo se define más bien por lo que impedirá: «el plan prevalecerá sobre el mercado», «nadie quedará desamparado» y se «evitará la concentración de la propiedad».

En este movimiento, se combinan acciones del gobierno, exigencias y críticas de la sociedad.

La «economía» se ha convertido en el campo preferente de experimentación de las nuevas políticas. Se han entregado en usufructo casi 1,4 millones de hectáreas a 150 mil agricultores, y se pide ampliar los límites originales del arrendamiento. Se han eliminado instancias estatales en la distribución de productos del agro, anunciando el fin del sistema centralizado de ventas. Se incentiva la producción de alimentos a escala local y se ha demandado potenciar la venta de equipamientos agrícolas e industriales a particulares, con rebajas de precios.

Se estimula el «cuentapropismo» —sector privado—, se reducen los impuestos sobre actividades económicas y sobre el costo de las licencias, en determinadas condiciones, para alquilar medios de transporte o renta de habitaciones y casas. Se ha admitido por vez primera la contratación de mano de obra asalariada por parte de propietarios privados de negocios, y se atenúan, o eliminan, los impuestos a pagar según la cantidad de contratados. Los restaurantes privados, que en los 1990 tenían autorizadas solo 12 sillas, ahora pueden situar 50.

Se arrendarán locales estatales a privados o a cooperativas; se ha comenzado a otorgar créditos a los nuevos pequeños empresarios, se autorizó la compra y venta de casas y automóviles usados y la entrega de subsidios a personas de bajos ingresos para reparar sus viviendas. Si hace 20 años 95% de las personas empleadas eran trabajadores estatales, el gobierno se ha propuesto que 40% de la fuerza laboral pase al sector no estatal hacia 2015.

Se demanda un incremento de las formas cooperativas de producción, su extensión del campo hacia la ciudad, y se espera la posibilidad de aumentar el tipo de su oferta de bienes —hacia sectores de servicios e industria ligera. Ha sido aprobada ya la constitución de cooperativas de segundo grado (creadas por cooperativas ya existentes, pero con fines y personalidad distintos a los de estas).

El sistema empresarial estatal debe alcanzar mayor autoridad para dirigir sus propias actividades económicas y tener control sobre parte de sus ganancias y decisiones salariales —renunciando a los rasgos del modelo económico soviético aún vigentes— hasta estructurar una dinámica regulada entre planificación estatal y mercado; y se reclaman certezas que establezcan «hasta dónde» el plan y «hasta dónde» el mercado, fijándole «funciones sociales al crecimiento».

Se elevó a 99 años el tiempo en que los inversores extranjeros podrán utilizar tierras estatales para negocios inmobiliarios, lo que permitiría concretar proyectos de construcción de campos de golf y viviendas para extranjeros. El hecho ha desatado críticas tanto en lo político como en lo ecológico sobre sus consecuencias sociales y su sostenibilidad.

Hace unos años se calculó en 20% la pobreza urbana, aunque en zonas rurales es mayor. En las últimas dos décadas, ha aumentado la desigualdad social y la polarización del ingreso, lo que se expresa de modo diferenciado entre grupos sociales por color de la piel, género y lugar de nacimiento. El Estado ha declarado que «garantiza el apoyo a los ciudadanos más necesitados, a pesar de las restricciones económicas existentes», pero al mismo tiempo se está liberando de obligaciones hacia productos de primera necesidad que antes subsidiaba—de hecho, ha anunciado la desaparición de la «libreta de abastecimientos» y la introducción de subsidios personalizados. En este contexto, la cuestión central de la igualdad aparece aludida solo mediante la crítica al «igualitarismo», según la cual la igualdad es criticada como si fuese sinónimo de uniformidad.

En el campo estrictamente político, también hay novedades, que se expresan en una mezcla de anuncios, prácticas y exigencias sociales.

Las estrategias seguidas implican redistribución de poder desde la cúpula estatal hacia la sociedad, buscan generar prácticas de desconcentración y descentralización, transparencia y responsabilidad estatal, y se prometen garantías al pluralismo.

En el marco del VI Congreso del PCC, Raúl Castro se pronunció por la limitación del mandato hasta diez años a los máximos dirigentes, defendió la posibilidad de acceder a cargos estatales sin ser militante y reconoció la expresión de opiniones diferentes en tanto «derecho». Asimismo, criticó la aprobación de decisiones a través de la «falsa unanimidad», ratificó la importancia de distinguir entre Estado y Partido, y entre Gobierno y sistema empresarial, y destacó el papel que debe desempeñar la prensa y la consulta ciudadana.

En las nuevas provincias de Artemisa y Mayabeque (antigua La Habana) se desarrolla un proceso experimental orientado a la desconcentración del poder estatal, a partir de separar, por vez primera en la historia institucional pos1959, el Estado del Gobierno y favorecer la descentralización local. Los gobiernos provinciales y municipales tendrán control sobre empresas públicas de sus territorios, hasta ahora sometidas a una subordinación centralizada.

Los procesos de toma de decisiones se han institucionalizado. Se amplía el número de personas y organizaciones asistentes a reuniones del Consejo de Ministros, cuyas fechas son informadas y sus resultados publicados en síntesis. Se refuerza el carácter institucional del presupuesto asignado a cada acción prevista, como mecanismo de protección sobre decisiones tomadas asociadamente y de control sobre los decisores.

La sociedad demanda una reforma migratoria que elimine, entre otras trabas, los permisos de entrada y salida al país, y proteja derechos de los migrantes. El gobierno anuncia que trabaja en ella, sin ofrecer un plazo o adelantar su alcance. Existe, por otra parte, un empeño explícito en la lucha contra discriminaciones antes no reconocidas, o incluso cometidas por el propio poder, como la homofobia.

Raúl Castro califica a la corrupción como el principal enemigo del proceso revolucionario y da cuenta de críticas que señalan a la constitución de grupos que desde posiciones estatales acumulan riqueza y apuntalan posiciones hacia el futuro. Su enfrentamiento ha alcanzado a altos cargos, y a un importante número de empresas, aunque el nivel de información sobre estos procesos se mantiene muy limitado.

El discurso oficial presenta un tono crítico inédito, en tanto personaliza los culpables de errores en funciones de gobierno y es también autocrítico cuando reconoce, por ejemplo, que los acuerdos de anteriores congresos del PCC se han incumplido inveteradamente, lo que equivale a reconocer que la institucionalidad existente no ha sido el canal determinante para la toma y ejecución de decisiones.

El diálogo entre las iglesias y el Estado ha alcanzado niveles sin precedentes. La iglesia católica ha alcanzado el rol de interlocutor del gobierno en lo referente a indultos de presos por causas con un origen político y por delitos comunes. Se han construido nuevas instituciones religiosas, y se han multiplicado sus actividades de difusión y educación. En este contexto, se anuncia la visita del Papa. Se ha elevado la visibilidad y el reconocimiento oficial a las iglesias ecuménicas, así como a la judía.

En el último quinquenio se ha estructurado otra «esfera pública» a través del intercambio de correos electrónicos que facilita el intercambio de información y el ejercicio crítico, y han aparecido sitios webs, blogs, revistas, en tanto actores de opinión. Los periódicos, aunque no recogen la mayor parte de este debate, han incorporado líneas críticas estables dentro de su perfil editorial, dando cabida a reportajes críticos y a las cartas de lectores. Se ha criticado el llamado «secretismo», obstáculo para el ejercicio del derecho ciudadano a la información.

Ha surgido un pensamiento crítico —de izquierdas— del modelo vigente y de algunas de las nuevas políticas, opuesto a la disidencia, que discute problemas de representatividad respecto a la expresión de la propia diversidad revolucionaria. Por otra parte, ha aparecido una nueva oposición que se considera a sí misma como democrática liberal, con visibilidad internacional y apoyo de gobiernos y otras fuentes extranjeras que se oponen al proceso político cubano.

En fin, Cuba se mueve. La ruta y el destino del movimiento es lo que su sociedad tiene en discusión. Resulta obvio que existe un consenso nacional sobre la necesidad de una renovación. Pero este consenso se mira con mucha dificultad en el espejo de las políticas y de los documentos que las formulan. Los límites y contradicciones de los cambios influyen en su propia posibilidad, y limitan con ello la esperanza que pueden amparar.

El proceso de transformaciones comenzó en 2008 con la demanda de «cambios estructurales», pero está resultando una reorganización económica y un análisis del trabajo del Partido. Así, se mantiene una lealtad discursiva a los valores que fundaron el tipo de socialismo construido por décadas en Cuba, pero no un rechazo explícito a algunas de sus prácticas, perjudiciales para la ampliación de la construcción democrática. Ello pone de manifiesto lo incompleto del programa de cambios, y la dificultad para relaborar un tipo de política que tenga como interlocutora a toda la sociedad, capaz de proponer un nuevo horizonte nacional y de definir con claridad el nuevo modelo que se busca construir.

Lo viejo

A pesar de todo lo anterior, las nuevas políticas no han dejado atrás viejas lógicas y prácticas obsoletas sobre el socialismo, que hoy limitan el proceso de cambios. Es imposible resolver problemas sin cambiar la mentalidad que los creó, como lo es también resolver un problema con medios que no intervienen, transformándola, la estructura del propio problema, o que resultan limitados frente a la escala del dilema que buscan resolver. Asimismo, es insostenible andar el mismo sendero, si lo más «ecológico» resulta caminar en otra dirección.

Cuando el documento de la Conferencia Nacional del PCC afirma que es necesario «transformar, con un carácter más flexible y nuevos métodos, la atención» a las organizaciones estudiantiles y «reforzar la atención» a las organizaciones de masas, se repite una fórmula empleada desde hace décadas, no se plantean soluciones distintas.

En vez de «perfeccionar» este modelo de relación, se trataría de conceder completa autonomía a dichas organizaciones, constitucionalizarlas en su interior con la obligación de un funcionamiento democrático y procesar políticamente el liderazgo del Partido hacia ellas, creando una combinación de actores efectivos de poder y abriendo canales de representación múltiple de lo social.

El mismo documento llama a «fortalecer la unidad nacional en torno al Partido y la Revolución (…), sobre la base de que Patria, Revolución y Socialismo están fusionados indisolublemente» y se critica la «falsa unanimidad». La convocatoria al IV Congreso del PCC, celebrado en 1991, refutaba también la unanimidad. Sin embargo, se sigue reivindicando una doctrina de Estado que determina la existencia de una voluntad política única —la estatal— sobre las voluntades políticas presentes en la sociedad. Por ello, la unidad deviene unanimidad, pues expresa no una voluntad política unificada sino única: una soberanía popular concebida de modo unitario.

Por otra parte, se establece una continuidad entre el uso actual del concepto y el contenido que la unidad poseía en 1959. Sin embargo, su plataforma partía entonces de organizaciones con carácter independiente, con una identidad caracterizada en su membresía y medios de comunicación propios.

Hoy la convocatoria a la unidad no parte del reconocimiento previo de diferencias sustantivas de origen —en tanto organización político institucional de la diversidad de opiniones—, y termina conduciendo implícitamente al unanimismo, pues reclama la unión no desde la diferencia, sino desde la uniformidad.

Sería preferible afirmar el valor de la diversidad para desde ella construir articulaciones unitarias. Simultáneamente, sería revolucionario recuperar el nacionalismo democrático elaborado en Cuba por José Martí, que, sin marcar ideológicamente a la nación, procesa al unísono la inclusión social del pueblo y la igualdad política de la ciudadanía. La formulación de un nuevo proyecto de país supone aprender a procesar los desacuerdos, sin penalizar diferencias expresadas en virtud de un derecho fundamental, y considerar republicanamente el patriotismo: una pasión política que encuentra la patria allí donde se respetan todos nuestros derechos y nos exige lealtad al orden que lo hace posible.

Otro antiguo problema recurrente es que se anuncian fines extraordinarios y se propone un conjunto de medios ordinarios para alcanzarlos. Se conmina a la burocracia —calificada de enemiga pública del proceso de cambios— a deponer su poder y rendirse como actor político.

Se le define simplemente como exceso de funcionariado, en lugar de encontrar el origen del poder burocrático en la carencia de control social, la cultura limitada de práctica de derechos y la desigualdad sostenida del consumo.

Por ello, sería revolucionario «entrar a saco» al repertorio de principios que podrían impedir la reproducción de la burocracia como clase política: rotación frecuente de los ocupantes de cargos, límites temporales de mandato para todo el funcionariado, electividad de los cargos estatales que cumplen funciones públicas, incompatibilidad de funciones, autonomía de poderes públicos, canales de reclamación ante decisiones tomadas por funcionarios, combate contra los privilegios, apertura de la vía judicial para reclamaciones ante el mal desempeño de la gestión o lesión de derechos y, sobre todo, aquellos que atañen al control «externo» de la burocracia: estimular la autoorganización social para experimentar formas liberadas de organización de la vida personal, grupal y social, así como potenciar formas de poder negativo en manos de la ciudadanía que le permitan disputar con éxito decisiones estatales.

Se llama a «cambiar métodos y estilos de trabajo» —una demanda surgida hace varias décadas—, pero no se ventila política ni teóricamente la crítica del legado de los partidos «de vanguardia» en el siglo xx. Su desempeño produjo la expropiación por el liderazgo de la vida política en las bases partidistas, la burocratización extrema de su funcionamiento interno, la interacción impositiva con la sociedad, el extrañamiento «de las masas», la ideologización sectaria y excluyente del poder y la dificultad esencial para manejar la diversidad social.

El PCC no está sujeto a un deber constitucional de funcionamiento democrático ante toda la sociedad. Frente al incumplimiento de los deberes específicos del Partido, solo sus militantes pueden reclamar derechos. Esta diferencia entre derechos de los militantes y derechos de los ciudadanos respecto a la actuación de «la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado» mantiene una tensión conceptual y política, no resuelta desde 1976, en lo que atañe a la participación política de la ciudadanía en igualdad de condiciones ante la ley.

Resolver esta contradicción supone replantearse revolucionariamente las funciones del Partido y el Estado y sus identidades: el Partido debería cumplir una función «político moral» —según la definía Gramsci—, que se legitime en la interacción política igualitaria entre actores empoderados y abra canales eficaces de control sobre su propio desempeño a favor de la ciudadanía; y el Estado debe seguir un criterio institucional de la política —ser un ente público no restrictivamente ideologizado.

Se combate la corrupción y es perseguida a través de controles, inspecciones y normativas, pero también sería revolucionario otorgar el control sobre el proceso productivo a los trabajadores, para que sean estos quienes lo produzcan democráticamente en sus propias empresas, a través de un proceso de descentralización que empodere primero a los trabajadores y luego a los administradores y jefes.
Einstein aseguraba que era más fácil romper un átomo que un prejuicio.

El prejuicio surge de —y justifica un— complejo material de intereses y una específica distribución de poder en la sociedad. Acabar con los prejuicios y los viejos hábitos necesita romper esa estructura nuclear, y encarar una redistribución del poder dentro de la sociedad cubana que privilegie las acciones encaminadas a —es el único privilegio que puede permitirse la democracia— sostener la política como un espacio abierto para la intervención del conjunto de la ciudadanía sobre las normas que rigen su destino.
El futuro

El proceso de debate sobre los Lineamientos del VI Congreso del PCC contribuyó a discutir más allá de los medios y de la planificación técnica de las reformas, y motivó el examen sobre la naturaleza de un nuevo modelo socialista. Ese debate apenas se inició, y está lejos de haber producido un consenso sobre el socialismo que se busca, en un mundo donde, por solo mencionar algunos, los casos de China, Venezuela o Corea del Norte recuerdan que no existe una representación única de este concepto.

Es necesario continuar esos debates, más allá de una discusión acotada sobre medios, que permitan ampliar intensivamente los contenidos del «pacto social», mediante un ejercicio genuinamente democrático. La política democrática es la construcción colectiva de sentidos y de medios para vivir de acuerdo con ellos. El sentido del «socialismo» debe ser procesado en confrontación con los imaginarios existentes en la Isla, con la historia social vivida por ella y debe ser el primer tema de una discusión abierta a la disputa de alternativas. La imaginación sobre la revolución en Cuba necesita, ciertamente, de una nueva experiencia civilizatoria de la sociedad en relación consigo misma, que se entienda como democratización de todos los órdenes de la vida social.

El curso político actual critica las «desviaciones y errores» cometidos por tradición, pero un sistema que debate solo sobre medios está siempre debatiendo a posteriori. No alienta una esfera pública que posibilite discutir los fines del sistema, para fortificar la vida política de la ciudadanía y la autonomía en la elección de sus fines. Sin embargo, la construcción de un espacio democrático supone, precisamente, albergar la lucha social por el sentido de lo político.

El lenguaje popular cubano repite con mucha frecuencia estas frases: «no es fácil» y «vamos a ver». Ambas expresan un sentido inscrito en la cultura política nacional: todo lo fácil se convierte en difícil, lo difícil en imposible y se cree únicamente cuando se ve.

«No es fácil» asumir con éxito desafíos de la magnitud de los que se debaten en Cuba: defender la diferencia, promover la diversidad y combatir la desigualdad y la discriminación; trasformar el sistema estatal —el último Congreso del PCC que se pronunció sobre esto ocurrió en 1991— para hacerlo más representativo, garante de formas eficaces de participación ciudadana y de toma pública de decisiones; democratizar la propiedad y su gestión; potenciar la economía política popular sobre la economía del capital; establecer una planificación democrática para la economía; separar rigurosamente el Partido del Estado y fortalecer ambos para sus funciones respectivas; delimitar las atribuciones entre órganos elegidos y no elegidos; restituir el peso de las instituciones y de las organizaciones sociales en la vida pública nacional; promover el desarrollo institucional del gobierno; postular una política firme de desarrollo de la infraestructura de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y del acceso masivo a ellas; afrontar el relevo político generacional; estipular una reforma migratoria que defienda los derechos ciudadanos y proteja la seguridad nacional; propiciar que el sector estatal y el no estatal sean responsables social y ambientalmente; organizar formas materiales desmercantilizadas de organización de la cultura y el esparcimiento; descentralizar el poder político de modo que sea posible hacer política nacional desde lo local; recomponer el tejido nacional a través de una nueva relación con la emigración cubana; establecer relaciones soberanas e independientes y al mismo tiempo negociadas con el gobierno de los Estados Unidos; superar el bloqueo norteamericano y evitar la sujeción del país a la cultura mercantil si este fuese levantado; entre muchos otros.

«Vamos a ver» si puede radicalizarse democráticamente el socialismo. Pero el nacional escepticismo que contiene la frase puede ser derrotado solo con garantías: «ver para creer».

Hasta el momento, no ha habido marcha atrás en las decisiones aprobadas por el VI Congreso y se están tomando a través de un cauce institucional, que impide su retroceso por decisiones unilaterales. Es necesario que la Conferencia Nacional abra un camino más allá de su documento base, hacia todo lo que necesita el país en este momento.

Con todo, la democracia es siempre una pedagogía: se «ve» lo que a diario se actúa, se educa y se vive. Una política democrática construye las garantías y auspicia con ellas su esperanza: inscribe su fuerza y construye sus derechos desde abajo, escribe en la ley el contenido de su poder y sus derechos, desarrolla su Constitución según los cambios en las condiciones del proyecto, la reforma democráticamente, se obliga a cumplirla y establece consensos sobre sus retos. Quizás se encuentre aquí un camino para llegar a un nuevo lugar. Esto no es una utopía, es un ideal: ser para creer.


Nota:

[1]: Este texto se escribió originalmente para la revista Socialism and Democracy, de los EEUU. Esta versión en español ha aparecido en la revista cubana Temas.

(*) Jurista y filósofo político cubano, miembro del consejo editorial de SinPermiso, muy representativo de una nueva y brillante generación de intelectuales cubanos partidarios de una visión republicano-democrática del socialismo.

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libro de la semana: el miedo en Occidente

  • El miedo en Occidente, Jean Delumeau. Taurus. Madrid, 2012. 591 páginas.

El miedo representa un reflejo espontáneo ante el peligro, que dispone al organismo para evitarlo, y en ese sentido forma parte del repertorio con que la selección natural nos ha dotado y nos permite sobrevivir. Pero el miedo puede también bloquear nuestras facultades, llevarnos a decisiones erróneas, o responder a peligros imaginarios y convertirse en obsesivo. ¿Puede constituir incluso un elemento crucial en la cultura de un determinado período histórico? Esa es la tesis que el gran historiador francés Jean Delumeau, nacido en Nantes en 1923, durante años titular de una cátedra de historia de las mentalidades religiosas en el venerable Colegio de Francia, planteó en un libro de 1978 que se ha convertido en un clásico y aparece ahora en una cuidada versión española: El miedo en Occidente. Sus quinientas páginas de texto, en las que la amplia erudición del autor se combina con su agilidad narrativa, evocan los miedos vividos por nuestros antepasados en un período crucial de la historia europea, el que va de mediados del siglo XIV a mediados del siglo XVII, es decir desde la aterradora Peste Negra de 1348 hasta el final de las guerras de religión.

Fueron trescientos años en los que la historia convencional ve el paso de la Edad Media a los tiempos modernos, a través de la cesura que habría supuesto un Renacimiento al que se suele atribuir la emancipación de las mentes respecto al oscurantismo medieval. Delumeau observa, sin embargo, que se ha dado demasiado relieve al nuevo espíritu que representaban algunas figuras renacentistas excepcionales, como Leonardo da Vinci, Erasmo de Roterdam o Rabelais, y se ha prestado menos atención de la debida a los rasgos de continuidad a lo largo de todo el período, que presenció una exacerbación de obsesiones, como el terror a Satanás, que hoy tendemos a considerar medievales. Fueron esos siglos del tránsito a la modernidad, aquéllos en los que más extendido estuvo el temor a la inminente llegada del Anticristo y del Juicio final, aquéllos en que el arte mostró una delectación morbosa en los cuerpos torturados de los mártires, del propio Cristo, piénsese en el impresionante crucificado de Grünewald en el retablo de Issenheim, o de los condenados en el Infierno; aquéllos en los que el temor a Satanás fue más intenso que nunca; aquéllos en los que el odio antisemita alcanzó unas cotas que sólo los nazis llegarían a superar y aquellos en los que la vana persecución de la brujería llevó a la hoguera a más hombres y mujeres, sobre todo mujeres porque la asociación del sexo femenino con el satanismo respondía también a una agudización de la misoginia eclesiástica. Todo un catálogo de horrores que en la interpretación de Delumeau respondían a una misma actitud de fondo: el miedo.

Su análisis se mueve a dos niveles: los miedos ancestrales del pueblo y el miedo de las élites intelectuales, en especial eclesiásticos y jueces, que integraron los temores dispersos en una elaboración ideológica centrada en la concepción de una ofensiva satánica a la que había que dar respuesta por todos los medios.

Los miedos de la mayoría respondían a un repertorio de origen milenario que no necesariamente se modificó en aquellos siglos: el miedo a la oscuridad de la noche, al hambre, a los lobos, a los aparecidos, a los maleficios de los brujos o a las maquinaciones de una minoría segregada y sospechosa: los judíos. Esos miedos podían por sí mismos dar lugar a respuestas violentas, pero no a políticas de persecución sistemática de herejes, judíos o brujos como las que ensombrecieron Europa en los inicios de la Edad Moderna. En particular, los miedos supersticiosos del pueblo tenían una cierta ambigüedad, pues podía haber una magia mala pero también una buena y los difuntos, cuya inquietante presencia se hacía notar en ciertas noches, no eran aliados de Satanás. Sencillamente seguían vivos ciertos componentes de una cultura animista ancestral que se habían combinado a lo largo de los siglos con las creencias cristianas y que los celosos impulsores de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica se esforzarían en erradicar, pero que subsistieron hasta bien entrado el siglo XX en ciertas áreas rurales, por ejemplo en Bretaña o en los Balcanes.

Los demonios rurales, a menudo protagonistas de cuentos chistosos en que eran vencidos por aldeanos más listos que ellos, carecían de aterradora potencia maléfica que los eclesiásticos protestantes y católicos atribuían por entonces a Satanás y su corte infernal. El ángel caído y sus secuaces, que habían jugado un papel reducido en la mentalidad cristiana durante mil años, ganaron por primera vez popularidad en los siglos XI y XII, como lo prueban múltiples relieves románicos, pero la verdadera obsesión satánica comenzó en el siglo XIV, en el que Dante compuso su Divina Comedia, y se mantuvo durante trescientos años. Resulta hoy difícil imaginar hasta qué punto hombres como Lutero vivían atemorizados ante las continuas acechanzas de Satanás, entre cuyos agentes enumeraba el reformador alemán a papistas, judíos, turcos, campesinos rebeldes y todos sus otros enemigos de cada momento. Como siempre susceptibles a la seducción de las generalizaciones abusivas, las élites intelectuales del momento, clérigos y jueces, tanto católicos como protestantes, elaboraron una interpretación coherente de las distintas amenazas que percibían, tales como las epidemias recurrentes, las discordias religiosas, el avance turco, la indisciplina de las masas, y las presentaron como el resultado de una acción satánica que Dios permitía como castigo a los pecados de la humanidad. Las consecuencias fueron trágicas para los judíos, para todas las minorías religiosas variables en función de la mayoría dominante en cada lugar, para las aldeanas sospechosas de encantamientos maléficos y para los espíritus independientes.

Muchos judíos fueron sometidos a tormento y ejecutados por la falsa sospecha de que habían secuestrado y asesinado a niños cristianos en una rememoración ritual del deicidio del que se culpaba al pueblo de Israel, incluidos los ocho, seis de ellos conversos, que fueron condenados por la Inquisición y quemados en 1490 por el asesinato del “santo niño de la Guardia”, a pesar de que en dicha localidad toledana no había aparecido cadáver de niño alguno ni se había denunciado su desaparición.

Otro tema al que presta especial atención el profesor Delumeau, quien por cierto es un católico ferviente, es el de la caza de brujas, que alcanzó su paroxismo de mediados del siglo XVI a mediados del XVII. Algunos historiadores del siglo XIX, incluido el gran Michelet, llegaron a creer que los aquelarres documentados en los procesos por brujería habían tenido existencia real y los explicaron como una pervivencia de la religiosidad pagana, pero esta tesis ha sido desmentida por la investigación. Los aquelarres sólo existieron en la imaginación perversa de los perseguidores y en las declaraciones de víctimas sometidas a tortura. En 1631 el jesuita alemán Friedrich Spee hizo una afirmación contundente: “Si no todos hemos confesado aún ser brujos, es porque no hemos sido torturados”. Era un primer destello de sensatez y de piedad, el inicio de un cambio de actitud que en décadas sucesivas se abriría lentamente camino en toda Europa, no sin recaídas en el fanatismo y en el horror de las persecuciones.
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